José Luis Garci apunta en su ‘Morir de cine’ que nada malo puede ocurrir cerca de una sala de cine. Más allá de la imprecisión metafórica y escasa seguridad científica de esta frase, sí deja patente un innegable amor por el cine. Lo cinematográfico, por su fuerza fabuladora, por ser capaz de arrancar una sonrisa en plena tragedia (y una lágrima en la comedia), por su fuerza semiótica y por la posibilidad casi inherente de crear nuevos mundos posibles (o imposibles), como diría André Bazin, se convierte en un espacio de libertad para el hombre. Lo mismo ocurre con el arte en general, pero pocas disciplinas han explotado tanto como el séptimo arte la reflexión sobre sí mismo, la revisión de sus neblinosos contornos o el auto homenaje descarado.