La historia del principado de Valaquia, fundado a principios del siglo XIV hasta unirse con Moldavia en 1859, ha sido extremadamente convulsa debido a su cercanía al Imperio otomano, lo que causó eternas disputas religiosas entre los otomanos musulmanes y los valacos cristianos. En este maremágnum político, dos figuras sobresalen en el imaginario popular: Vlad Tepes y Erzsébet Báthory.
Vlad III de Valaquia es mucho más conocido por sus sobrenombres, Tepes (‘el Empalador’) o Draculea (‘el Dragón’). Fue un enemigo encarnizado de los otomanos, en cuya corte permaneció varios años en su infancia como rehén; tampoco tuvo buenas relaciones con sus vecinos húngaros, con quien luchó por el trono de Valaquia, alzándose con la victoria tras diversas campañas de gran complejidad. El gobierno de Vlad, que murió en 1476 o 1477 tras algo menos de tres décadas en el poder, fue una pugna constante contra Hungría y el Imperio otomano, en la que mostró una crueldad y una violencia desmesurada que, sin embargo, lo ayudó a fortalecer el poder central de Valaquia. A sus enemigos y a aquellos que sufrieron las razias de su ejército los empalaba como advertencia; eso fue precisamente lo que les ocurrió a los emisarios del sultán Mehmet II cuando acudieron a él a pedirle vasallaje. Sin embargo, no queda claro hasta qué punto estas morbosas historias son ciertas, puesto que la mayor parte de ellas son posteriores a su muerte, y las crónicas rumanas lo presentan como un gobernante fuerte y justo – aunque es de suponer que, siendo el héroe nacional de Rumanía, se le quisiera dar un lavado de cara. Su legado es polémico y menos claro de lo que se podría suponer.
Erzsébet Báthory fue una descendiente lejana de Vlad Tepes y ostenta el sobrenombre de «la Condesa Sangrienta», ya que se le adjudican casi seiscientas cincuenta muertes de mujeres a las que asesinó para bañarse en su sangre en su obsesión por mantenerse joven. Los Báthory eran una de las familias de más rancio abolengo de Transilvania. A los quince años se la desposó con su primo, Ferenc Nádasdy, con el que tuvo cuatro hijos y una relación, si no amorosa, al menos equilibrada, puesto que ambos compartían una disposición bastante despiadada (se conservan cartas en las que discutían formas de castigar a sus sirvientes, algo que no dejaba de ser común en la época). A la muerte de Ferenc, cuando Erzsébet tenía cuarenta y cuatro años, la condesa comenzó sus sanguinarias andanzas: cuando ocho años después el conde Matías II de Hungría ordenó una investigación sobre el castillo en el que residía Erzsébet, se encontraron restos de muchachas desangradas y se la acusó de torturas y de magia negra, de comulgar con el diablo, y se la condenó a ser encerrada en su castillo, donde prácticamente se la emparedó. Durante cuatro años, la condesa vivió en una habitación completamente sellada, sin ver la luz del sol, hasta que murió en 1614. Aunque es muy posible que Erzsébet fuera una sanguinaria criminal, la desconfianza hacia mujeres con poder político y las acusaciones de brujería eran moneda común en la época.

Tanto Báthory como Tepes son dos figuras cuya leyenda ha oscurecido por completo a la historia real, pero, por fascinante que sea esa leyenda, es todavía más interesante comprender el contexto histórico en que vivieron para entender el porqué de sus acciones y de su crueldad.