Su capital, Bizancio, pasó a llamarse Constantinopla en el siglo IV, y más tarde Estambul, tal y como la conocemos hoy en día. Sin embargo, Bizancio no fue la única capital bizantina que existió; hubo otra, mucho menos conocida, que debemos buscar un poco más al oeste: Rávena.
Rávena es una ciudad del norte de Italia, bastante cercana a la costa, y fue un emplazamiento estratégico para las relaciones entre la península itálica y el resto de Europa. Posiblemente por eso tuvo la importancia que tuvo a lo largo de la historia antigua. Por ejemplo, fue el lugar en el que Julio César reunió sus tropas antes de cruzar el Rubicón (¡alea iacta est!), pero su verdadero crecimiento se dio a partir del año 395 d. C., tras la partición del Imperio romano en dos partes: el Imperio romano de Occidente y el de Oriente. La debilidad de Roma había hecho que gobernar el amplísimo imperio con un único poder centralizado se hiciera imposible, y el emperador dividió el territorio entre sus hijos: Arcadio se quedó con Oriente, con capital en Constantinopla, y Honorio con Occidente, con capital en Milán. Sin embargo, pocos años después de la partición, en el 402, Honorio trasladó la capital de Milán a Rávena, iniciando un nuevo periodo de esplendor para la ciudad.
Un esplendor relativo, por desgracia. Aunque una de las principales hipótesis de la nueva capitalidad de Rávena se basa en que era más defendible que Milán, la ciudad fue asediada y saqueada en varias ocasiones. Una de las más famosas fue cuando el rey visigodo Alarico I pasó por allí en el 410 para saquear Roma y secuestrar a Gala Placidia, hija del emperador Teodosio – el «mausoleo» de Gala Placidia es uno de los edificios más emblemáticos de Rávena, aunque la princesa romana no está enterrada allí, sino en el Vaticano.
En el año 476, Rómulo Augústulo, último emperador de Roma, fue depuesto por el godo Odoacro, y el Imperio romano de Occidente se desintegró. Las batallas intestinas entre los godos por el poder llevaron al propio Odoacro a morir a manos de su rival Teodorico en Rávena en el 493 y a la instalación del reino ostrogodo de Italia con capital en esta misma ciudad. Los ostrogodos eran cristianos arrianos, pero mostraron una singular tolerancia religiosa y permitieron a los ciudadanos italianos mantener sus leyes y costumbres; esto llevó a su vez a una serie de proyectos constructivos, como la basílica de San Vitale o la de Sant’ Apollinare in Classe, que hacen de Rávena un enclave único para la arquitectura cristiana temprana.
En el año 540, el general bizantino Belisario reconquistó territorios en Occidente para el Imperio bizantino, y, bajo la autoridad del emperador Justiniano, Rávena se convirtió en la sede gubernamental occidental de Bizancio, actuando como segunda capital del Imperio. Este periodo, hasta la conquista lombarda de Italia en el 751, ha dado algunos de los ejemplos más exquisitos de mosaicos bizantinos, como los de Justiniano y su esposa Teodora en San Vitale; una muestra más de la importancia de Rávena en época antigua y de los tesoros que esconde.