Los miembros de esta dinastía han sido recibidos de forma desigual por la posteridad: algunos de ellos, como Septimio, han sido ensalzado, mientras que otros, como Caracalla o Heliogábalo, han sido presentados como tiranos locos y sedientos de sangre. Un episodio en concreto de la subida al poder de Septimio Severo ha servido de ejemplo de conducta para numerosos líderes políticos del mundo moderno.
El asesinato de Cómodo, el último emperador de la dinastía Antonina, desencadenó un año de inestabilidad política y anarquía militar conocido como el año de los cinco emperadores. El entonces prefecto de Roma, Pertinax, se hizo con el título de emperador, pero fue un gobierno efímero: apenas tres meses después, la Guardia Pretoriana lo asesinó y comenzó una puja de varios senadores romanos para tratar de hacerse con el trono. Fuera de los confines de la Ciudad Eterna, surgieron tres figuras prominentes que se disputaron el poder y que eclipsaron a los demás pretendientes: Septimio Severo, comandante de las legiones de Panonia (en el noreste de Europa); Clodio Albino, en Britania; y Pescenio Níger en Asia Menor, Siria y Egipto.
Clodio Albino, natural de Hadrumeto, en la actual Túnez, había sido un general destacado desde el inicio de su carrera, tanto que el propio Cómodo le había propuesto nombrarlo césar, cosa que, por suerte para él, rechazó. Cuando en marzo del 193 se alzaron estos tres candidatos al trono, aclamados por el ejército, Clodio y Septimio decidieron unir fuerzas contra Pescenio: al fin y al cabo, los territorios que este comandaba eran los más ricos de todo el imperio y su poder era considerable. Inicialmente Septimio y Clodio compartieron el poder en Roma y lograron derrotar a Pescenio en la batalla de Issos en el 194, pero, una vez fuera de escena el tercero en discordia, Septimio decidió que quería el poder para sí mismo.
La amistad de Septimio y Clodio, si es que había existido alguna vez, pronto se convirtió en odio visceral. Tras varios intentos de asesinato de forma sibilina, mediante asesinos contratados, los ejércitos de ambos se enfrentaron en la batalla de Lugdunum del 197, que, según Dion Casio, fue el mayor y más cruento combate de romanos de la historia, en el que participaron 300 000 hombres. Clodio murió en combate y su cadáver fue profanado: entre otras cosas, Septimio ordenó que se lo decapitara para usarlo como trofeo de guerra.
La espectacular carrera de Clodio, que acabó con su nombramiento como emperador, y su posterior caída en desgracia en un corto espacio de tiempo ha sido un recordatorio para reyes de la talla de Carlos V de que la fortuna es una compañera caprichosa y que nunca hay que dar nada por sentado.