La tetrarquía: el poder romano se divide en cuatro

Los romanos son unos liantes, y quien los conoce lo sabe. El imperio romano, cuando Augusto lo fundó, salió muy bien, pero en torno al siglo III la cosa comenzó a torcerse.

El poder romano se había deteriorado tanto que, en el 395, a la muerte del emperador Teodosio I, el imperio fue dividido entre sus dos hijos, Arcadio y Honorio, creando el Imperio romano de Occidente y el de Oriente. Pero antes de esta división las cosas ya olían mal para la política romana, sobre todo cuando el cargo de emperador no se duplicó, sino que se cuadruplicó: hablamos del período de la tetrarquía.

La creación de la tetrarquía se encuadra en la llamada crisis del siglo III o anarquía militar, de ya de entrada nos da una idea bastante aproximada de lo embarradas que estaban las aguas de la política romana. Para entonces, el imperio se había expandido tanto que lo único que podía hacer era colapsar sobre sí mismo, y eso es exactamente lo que ocurrió a la muerte de Alejandro Severo en el 235. El poder se escindió, hubo revueltas militares y una profunda crisis económica que afectó a Italia y a todas las provincias, y no fue hasta la subida al trono de Diocleciano en el 284 que la situación se estabilizó. Viendo que, tras esta anarquía, el poder difícilmente podía ser detentado de forma efectiva por una sola persona, Diocleciano decidió dividirlo entre cuatro: dos augustos, los emperadores, que se encargarían de las provincias occidentales y orientales respectivamente, y dos césares, sus subalternos y sucesores designados, que se encargarían de que las decisiones de los augustos se llevaran a cabo.

Escultura en pórfido rojo de los tetrarcas: Diocleciano, Maximiano, Constancio y Galerio, situada en la esquina de la Catedral de San Marcos de Venecia. Fuente: Wikimedia Commons.

Los dos primeros augustos fueron el propio Diocleciano y Maximiano, con Galerio y Constancio Cloro como césares, que luego sucedieron en el cargo a los dos primeros. Este sistema funcionó durante unos trece años, hasta que Constancio murió y su hijo, Constantino I, fue aclamado como augusto y césar por el ejército, volviendo a concentrar el poder en una única persona. Evidentemente no conforme con esto, Majencio, el hijo de Maximiano, también se declaró princeps invictus y, esencialmente, le declaró la guerra a Maximiano y al emperador mayor Galerio, que tenía una profunda antipatía por él. 

Cabeza de la estatua colosal de Constantino I (solo esta parte mide 2,60 m). Fuente: Wikimedia Commons. 

Este enfrentamiento se saldó el 28 de octubre del 312 en la batalla del puente Milvio, un cruce sobre el Tíber al norte de Roma. Esta batalla fue decisiva, no solo porque se retornó al sistema monárquico anterior con Constantino como único emperador, sino porque supuso el comienzo de la cristianización total de Roma, puesto que, según contó Constantino, la noche anterior a la batalla se le apareció un ángel que le aseguró que, si sus soldados luchaban con el crismón (el monograma del nombre de Cristo, ☧) en sus escudos, ganarían la batalla. En efecto, Constantino venció y Majencio se ahogó en el Tíber, y el nuevo emperador se convirtió en el primero en detener la persecución del cristianismo y en permitir su libertad de culto con el Edicto de Milán del 313, ganándose el nombre de primer emperador cristiano. El modelo de gobierno tetrárquico no funcionó y, tras la división, el Imperio romano de Occidente desapareció al ser depuesto por Odoacro el último emperador de Roma, Rómulo Augústulo (irónico, ¿verdad?), aunque el de Oriente, más conocido como el Imperio bizantino, duraría mil años más, hasta caer en 1453 en manos de los otomanos. El Bajo Imperio es un periodo fascinante a la par que turbulento, pero así es la historia: siempre que muere un imperio, hay otro dispuesto a tomar su lugar.

Basílica de Majencio en el Foro de Roma. Fuente: Wikimedia Commons.
Manuscrito bizantino que ilustra el sueño de Constantino, cómo se le aparece el ángel y cómo lucha con la cruz
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