El relato incluye elementos de ficción, como la recreación literaria de algunos de los personajes más relevantes, pero predomina el rigor histórico documentado. No en vano, el autor ha seguido la senda por la que ya se adentró el que fuera presidente de la Segunda República, Manuel Azaña (criticando en El «Idearium» de Ganivet el carácter retrógrado que el escritor noventayochista atribuía al movimiento comunero), y que más tarde ratificaron historiadores de la talla de José Antonio Maravall (Las comunidades de Castilla) o del francés Joseph Pérez en su tesis doctoral (La revolución de las Comunidades de Castilla), así como otros autores a los que también se refiere Lorenzo Silva, coincidentes todos ellos en caracterizar la sublevación comunera como la primera revolución de la edad moderna.
La estructura de la novela es sumamente interesante, pues va alternando, capítulo a capítulo, la historia de la revolución comunera (en los capítulos pares), con otros de reflexión más personal (los impares) sobre otras etapas históricas anteriores o posteriores a la revolución de las Comunidades, donde incluso encuentra cabida la antigüedad clásica, así como obras literarias de la talla de Don Quijote de la Mancha, cuyo protagonista ha pasado a ser un referente universal del espíritu castellano, o de otros grandes autores de renombre como Antonio Machado, Unamuno, Azorín o Delibes que reflexionaron sobre el sentido de Castilla y de lo castellano, aunque desde perspectivas bien diferentes, incluso contrapuestas. No podemos dejar de mencionar como fuente de inspiración el poema de Los comuneros del berciano Luis López Álvarez (León, 1930) que en los años 70 del siglo pasado inspiró la magnífica versión musical del grupo Nuevo Mester de Juglaría.

Toledo (primavera de 1520)
La parte de la narración histórica, en la que se centra la obra —aunque no en exclusiva— comienza en Toledo en la primavera de 1520. La ciudad se resiste a enviar a sus procuradores a las Cortes que el monarca ha convocado en Santiago de Compostela. Saben de sus pretensiones: endurecer la alcabala (el impuesto indirecto que grava las transacciones comerciales) y establecer un servicio extraordinario o impuesto directo que pagarían los no privilegiados (los pecheros, excluyendo a nobles y eclesiásticos). Y todo ello para saldar las deudas con los banqueros alemanes que le han adelantado el dinero con el que ha logrado inclinar el voto de los electores del Sacro Imperio hacia su figura para ocupar la dignidad imperial.
Nos presenta también, entre otros, a dos de los más importantes personajes que van a protagonizar el relato: el matrimonio Padilla, formado por la noble de altísima alcurnia, María Pacheco, hija del conde de Tendilla y primer marqués de Mondéjar, un Grande del reino que llegó a ser capitán general del Reino de Granada; y su marido Juan de Padilla, perteneciente a una familia de la mediana nobleza de tradición militar, que ocupa el cargo de regidor de la ciudad (hoy diríamos concejal, pues entonces, lo que luego se denominó ayuntamientos se conocían como regimientos).
Está también indignada la ciudad y el cabildo catedralicio porque a la muerte de Cisneros, el nuevo rey y aspirante al título imperial ha nombrado a un joven, vinculado a la corte flamenca (o borgoñona), como arzobispo de la más importante diócesis eclesiástica del país. La tensión se percibe en el ambiente.
Salamanca y Santiago (primavera de 1520)
Salamanca representa, junto a Toledo, la otra ciudad más díscola contra el requerimiento del futuro Emperador, aunque, a diferencia de Toledo, sí ha enviado sus representantes a las Cortes de Santiago —entre ellos, Pedro Maldonado, primo de Francisco Maldonado, que llegará a ser uno de los capitanes de la tropa comunera—. Sin embargo, sus representantes no van a ser reconocidos por el rey y sus secretarios al haber sido elegidos en un cabildo abierto de la ciudad (una asamblea ciudadana) y van a quedar excluidos de la reunión de Cortes.
Los doctos clérigos de la Universidad de Salamanca van a convertirse en el principal soporte teórico y jurídico de las reivindicaciones de las ciudades castellanas contra las exigencias impositivas que requiere la pretensión de optar a ocupar el cetro imperial.
Pese a la ausencia de Toledo y la exclusión de Salamanca, otras trece ciudades de las 18 que tienen representación en Cortes van a negarse a aprobar el servicio extraordinario. En los días siguientes a la votación, a través de todo tipo de dádivas y presiones, los partidarios del rey consiguen aumentar el respaldo, pasando de tres a ocho, aunque sigue habiendo siete en contra, además de las dos no presentes pero también contrarias a la imposición del servicio extraordinario (Toledo y Salamanca) y una con el voto dividido (Jaén). Las nuevas presiones que se van a ejercer sobre los representantes de las ciudades favorecerán que finalmente solo cuatro voten en contra: Córdoba, Madrid, Murcia y Toro (además de las dos díscolas no presentes) y sean finalmente doce las que apoyen.
Pero tras ello llegará la conmoción al anunciarse el nombramiento de un miembro de la corte flamenca como virrey. Se trata de Adriano de Utrecht, preceptor del monarca en Flandes, que aunque ya ocupa el cargo de obispo de Tortosa, rompe con el compromiso adquirido por el monarca de dejar el gobierno de Castilla en manos de castellanos. Con este nombramiento, además de la pírrica victoria arrancada en las Cortes, la tensión que se vive en Castilla, va a dar paso a una explosión social, a una auténtica revolución protagonizada por las gentes del común.
El origen de Castilla (siglo X)
Llegados a este punto, el autor hace un paréntesis muy bien fundamentado sobre el origen de Castilla, como condado que bajo Fernán González se independizó, en la práctica, del reino de León. Cuyo nombre deriva de la denominación musulmana al-Quilé (los castillos). Y explica magníficamente cómo nació como una tierra colonizada por campesinos libres, de origen cántabro y vascón que ocuparon la tierra de una manera similar a como lo hicieron los colonos que llegaron al Oeste norteamericano (la historiografía medieval lo denomina presura). Fue una zona conflictiva, pues era el paso natural de las aceifas o razias musulmanas, propias de las primaveras, hacia el reino de León, que marcó, sin duda, el carácter recio de estos pobladores dispuestos a defender sus tierras y sus familias con las armas en la mano si era preciso.
Segovia (primavera de 1520)
El rechazo popular a lo acordado en las Cortes de Santiago (que prosiguieron después en Coruña), así como al nombramiento de Adriano de Utrecht como virrey, y también el efecto de ciertos bulos que circulan, incluso por escrito, añadiendo nuevas cláusulas aún más lesivas para la población —aunque no acordadas realmente—, desencadenan la revuelta de numerosas ciudades castellanas. En algunas, cuyos procuradores han votado a favor del servicio extraordinario, sus viviendas y pertenencias son atacadas por el pueblo soliviantado, pero donde la explosión alcanzará un mayor grado de violencia será en Segovia. Allí, uno de los procuradores que ha acudido a las Cortes, así como varios funcionarios que se encaran con la población, son asesinados y colgados en la plaza mayor. Una vez enterado de lo acontecido, el Consejo Real envía un contingente militar para imponer orden.
En Segovia destaca Juan Bravo, nieto de nobles, casado con una mujer perteneciente a una rica familia judeoconversa. Es regidor de la ciudad y jefe de su milicia y reúne a dos mil efectivos armados. Segovia se declara en Comunidad, es decir, en un poder asambleario revolucionario dominado por las gentes del común, frente al gobierno que tradicionalmente ostentaba el regimiento (ayuntamiento) dominado por los caballeros y el corregidor nombrado por el rey.
La amenaza de intervención militar contra Segovia despierta la solidaridad de otras ciudades castellanas que igualmente se declaran en Comunidad y reúnen una fuerza armada para socorrer a Segovia, como es el caso de Toledo con dos mil efectivos armados al mando de Juan de Padilla y Madrid, que bajo el liderazgo de Juan de Zapata reúne medio millar de hombres armados.
La alta nobleza se divide en la manera de hacer frente a lo que ya es una mecha revolucionaria que se extiende por toda Castilla. Los habrá firmes partidarios de la mano dura, como el presidente del Consejo Real, y otros más favorables a buscar algún tipo de compromiso, asustados por la magnitud que toma la revuelta.
Medina del Campo (verano de 1520)
Los representantes de algunas de las ciudades sublevadas contra la autoridad del virrey y del Consejo Real se reúnen en Ávila, donde constituyen una Junta General o Santa Junta, uno de cuyos líderes será el toledano de tendencia moderada, Pero Laso de la Vega, hermano del poeta Garcilaso que terminará combatiendo en el bando opuesto, al servicio del Emperador.
Hacerse con el control de la ciudad de Medina del Campo será un objetivo militar prioritario, para unos y para otros, pues esta importante ciudad, además de ser un rico centro comercial donde periódicamente se celebraban diferentes ferias, era donde se almacenaba la artillería del reino. El intento del bando imperial por hacerse con la artillería no solo va a ser infructuoso por la resistencia de los ciudadanos de Medina, sino que esta se acaba convirtiendo en un poderoso banderín de enganche a favor de la Santa Junta a raíz de las numerosas víctimas de toda condición (ancianos, mujeres y niños) que los enviados por los representantes de la corona van a provocar al incendiar indiscriminadamente numerosas casas de los medinenses. En términos generales la adhesión será muy amplia en la Meseta, débil al sur de Sierra Morena y nula en Galicia, el Cantábrico y la zona vasco-navarra.
El poderoso reguero de adhesión a la Santa Junta va a llegar hasta dos ciudades decisivas: Burgos, donde los intereses de los exportadores de la lana y la nobleza lograrán contener, o al menos moderar, el movimiento comunero; y Valladolid, donde la mecha de la Comunidad prende con fuerza y los representantes del poder allí instalados (Consejo Real y más tarde el virrey Adriano) se verán obligados a abandonar la ciudad, constituida ya en Comunidad. Finalmente, trece de las dieciocho ciudades con representación en Cortes, se incorporarán a la Santa Junta.
Tordesillas (verano y otoño de 1520)
Tordesillas, la ciudad en la que está confinada la reina Juana desde que su padre Fernando el Católico la declarase incapaz, también se constituye en Comunidad. Y hacia allí se dirigirán los capitanes que comandan la tropa comunera para rendir honor a la soberana de Castilla, con el objetivo de conseguir el apoyo hacia su movimiento. La reina, aunque parece ver con simpatía el movimiento comunero y acuerda mantener una reunión periódica con una comisión de representantes, no llega a firmar ningún documento para evitar comprometer el futuro de su hijo Carlos. Pero la Santa Junta decide trasladarse a Tordesillas, que se convertirá en la sede del gobierno revolucionario de las Comunidades.
Dentro del movimiento de las Comunidades y entre los representantes de la Santa Junta, se producen divisiones y desavenencias que tenderán a incrementarse progresivamente. Entre los sectores más radicalizados destaca la figura del obispo de Zamora, Antonio Acuña, que estructura una tropa de aguerridos clérigos de su diócesis que entrarán en combate en numerosas ocasiones. Desde la ciudad de Burgos, donde se asientan los sectores burgueses más enriquecidos con la exportación de la lana, va a llegar el aire más conservador y moderado, que tratará en todo momento de contener los excesos revolucionarios y que acabará sirviendo de apoyo a los partidarios del Emperador. Valladolid conocerá un proceso de transformación, y de ser una ciudad también partidaria de imponer un curso más moderado al proceso, acabará siendo una de las plazas fuertes de la radicalización. Entre la alta nobleza, las Comunidades incorporarán a Pedro Girón y Velasco, hijo del conde de Ureña, un Grande de Castilla, que será un caso único, aunque más adelante adoptará posturas de moderación y se distanciará del movimiento comunero.
Ante la situación creada, el Emperador nombrará a dos corregentes junto al virrey Adriano de Utrecht: al Condestable de Castilla, Íñigo Fernández de Velasco y Mendoza —que hará valer su influencia sobre la ciudad de Burgos—, y al Almirante de Castilla, Fadrique Enríquez de Cabrera, partidario de abrir una vía de diálogo con los insurrectos, al igual que Adriano de Utrecht.
Las ciudades gallegas y norteñas, así como las vasco-navarras quedarán fuera del movimiento de las Comunidades, que se va a limitar casi exclusivamente (salvando algunos casos atípicos como Murcia, Plasencia y algunas ciudades andaluzas) a la meseta castellana. En la Corona de Aragón, donde solicitan ayuda a su causa, van a encontrar el rechazo generalizado, salvo un cierto apoyo en la ciudad de Zaragoza que pone dificultades al reclutamiento de tropas al servicio de los imperiales.

Burgos (otoño de 1520)
En la ciudad de Burgos, los comerciantes enriquecidos con la exportación de la lana a Flandes ejercerán una importante influencia moderadora hacia la Santa Junta, hasta el punto de que el Condestable de Castilla, aprovechándose de esa discrepancia creciente, logrará, a través de un acuerdo con esos sectores, entrar con sus tropas en la ciudad burgalesa, donde ya antes, el obispo Antonio Acuña, con su aguerrida unidad de combate formada por varios cientos de clérigos, había intentado acceder, aunque fracasó en su intento.
La pérdida de la rica ciudad de Burgos representa un golpe para la Santa Junta y se convierte en el principal punto de apoyo de los imperiales, que señalarán como sus próximos objetivos militares a Tordesillas (donde reside la reina Juana y la Santa Junta ha establecido la sede de gobierno) y a Valladolid, que hasta la revolución comunera había sido la sede capital de las principales instituciones de poder del reino.
Pero el Condestable de Castilla buscará también el apoyo de la monarquía portuguesa, como lo hacen también los comuneros, pero Manuel I, rey de Portugal, ante el que el Condestable ha jugado hábilmente la carta de la soltería del monarca hispánico y la posibilidad —como así fue— de establecer un vínculo matrimonial con una princesa portuguesa, acabará decantándose por apoyar a los imperiales a los que concede importantes préstamos y pone a su disposición una importante fuerza militar de miles de hombres.
Valladolid (otoño de 1520)
En Valladolid, a pesar de proclamarse Comunidad, seguía habiendo un enfrentamiento soterrado entre sectores que, aun ocupando cargos de responsabilidad en la Comunidad, continuaban siendo fieles al Emperador, y los sectores más radicalizados de la ciudad, que acabaron por imponerse. A partir de entonces Valladolid se convirtió en uno de los baluartes más radicales de la revolución comunera.
Sin embargo, un fracasado movimiento militar de las tropas comuneras, comandadas en ese momento por el noble Pedro de Girón y Velasco, intentando ocupar una plaza de segunda fila, Medina de Rioseco, deja desguarnecida a la ciudad de Tordesillas que va a ser objeto del ataque imperial. La ciudad será sometida en los primeros días de diciembre de 1520, teniéndose que retirar los miembros de la Santa Junta que no fueron hechos prisioneros hacia Valladolid, que a partir de ese momento reemplazará a Tordesillas como capital comunera, volviendo la reina Juana a su situación anterior de confinamiento.
Torrelobatón (a unos 30 Km de Valladolid, invierno de 1521)
La derrota sufrida en Tordesillas por los comuneros ha hecho que el único gran noble que apoyaba a las Comunidades, Pedro de Girón y Velasco, se retire a sus feudos. Y que la Santa Junta se reconstituya en Valladolid a mediados de diciembre, dando cabida a discursos de componente antiseñorial como el que encabeza el obispo Acuña y sus clérigos, intrépidos en el combate y portadores de un discurso radical. Juan de Padilla, que había regresado a Toledo para supuestamente encargarse de defender el flanco sur —aunque sobre todo molesto porque el mando militar comunero se le había otorgado al noble que ahora se ha retirado—, vuelve a reunir tropas de Toledo y Madrid emprendiendo la marcha hacia tierras vallisoletanas.
La Santa Junta ha perdido el apoyo de algunas ciudades, ya que de las catorce que llegó a reunir de las representadas en Cortes, ahora solo tiene el respaldo de once. En esta situación de debilidad relativa, se van a afanar en la edición de un texto, acordado en Tordesillas antes de su caída en manos imperiales, con las reivindicaciones que levantan frente al monarca, titulado: Capítulos que los procuradores y Santa Junta del Reino enviaron al Emperador (o Capítulos de Tordesillas). Como magníficamente explica el autor, este texto podrá ser leído con posterioridad, casi como un primer ensayo de constitución moderna. En algunos de sus capítulos podemos ver que se habla de la proclamación de la soberanía de las Cortes y la Junta sobre el rey, de la limitación de las cargas impositivas y su generalización a todos los estamentos, de la protección de la industria textil nacional limitando la exportación de lana, al tiempo que se justifica la revuelta armada contra la tiranía y se hace defensora de los derechos de los indios a los que no se les aplican las supuestas leyes protectoras que fueron aprobadas.
La situación de relativa debilidad de las Comunidades tras la caída de Tordesillas, parece que va a cambiar de suerte cuando los ejércitos comuneros se hacen con Torrelobatón el 28 de febrero de 1521, una plaza situada a 30 Km de Valladolid y a medio camino entre Tordesillas y Medina de Rioseco, que ocupa un lugar estratégico. El éxito militar parece que se está decantando a favor de los comuneros. Pero el Almirante de Castilla, don Fadrique, trata por todos los medios de ahondar las desavenencias que empiezan a surgir en el seno de la Santa Junta, tratando de atraerse para su campo a algunos líderes más moderados, como Laso de la Vega, hermano del poeta Garcilaso.
Villalar (primavera de 1521)
La de Torrelobatón va a ser la última batalla ganada por los comuneros. Las fuerzas del Condestable, sabedor del desánimo que empieza a propagarse entre las tropas comuneras, emprenden camino hacia Torrelobatón y Juan de Padilla, que ve imposible la defensa de la fortaleza asaltada un tiempo antes por sus tropas, decide retirarse hacia Toro, partiendo el día 23 de abril. Los imperiales van a ir a buscarlos en campo abierto. Entre la tropa comunera, que comienza a ser hostigada por la caballería imperial, empieza a cundir el desconcierto y la confusión. Cuando se atisba la población de Villalar las tropas comuneras rompen las columnas de marcha y en desbandada corren a refugiarse a Villalar. Juan de Padilla con sus más fieles hombres hace frente a las tropas imperiales pero en la noche del 23 de abril, centenares de comuneros yacerán muertos en combate y más de mil serán hechos prisioneros. Desde Worms (Alemania), el Emperador había dictado ya la pena de muerte contra los capitanes de la tropa comunera Juan de Padilla, Juan Bravo y Francisco Maldonado (pues a favor de su primo Pedro Maldonado intercederá un noble de relevancia), que serán decapitados al día siguiente 24 de abril, en la misma plaza de Villalar. A su ejecución asistirán los tres virreyes: Adriano de Utrecht, el Condestable y el Almirante de Castilla.

Toledo (invierno de 1522) y Oporto (primavera de 1531)
Unos días después de la derrota de Villalar y la ejecución de los tres capitanes comuneros: Padilla, Bravo y Maldonado, la noticia llegará a Toledo, la ciudad donde se había iniciado antes que en ninguna otra la resistencia contra el servicio que el rey quería imponer para financiar su aspiración imperial. Que, de nuevo, se dispone a resistir, ahora bajo el liderazgo de la viuda de Juan de Padilla, María Pacheco. El obispo Acuña, que también estaba en Toledo, pretendía tomar el liderazgo de la ciudad en competencia con María Pacheco, pero se vio obligado a abandonar la ciudad, siendo hecho prisionero antes de alcanzar la frontera francesa.
La resistencia toledana, ya casi en solitario tras haber sido sometidas Alcalá de Henares y Madrid, va a contar con un aliado inesperado. El rey de Francia decidirá atacar militarmente la frontera vasco-navarra aprovechando el desorden en el que estaba sumida Castilla. Para hacer frente a la incursión francesa fue necesario reunir un fuerte contingente militar en detrimento del que hubiera sido necesario para la toma de Toledo, lo que le permitió a la ciudad resistir hasta el invierno de 1522. Llegó a haber negociaciones a través de familiares de María Pacheco, miembros todos ellos de la nobleza. En octubre de 1521 se llegó a un acuerdo que fue ratificado por las partes para evitar la toma por asalto de la ciudad y el Alcázar, que hubiera supuesto numerosas bajas también para los asaltantes. Cuando los términos del acuerdo ya estaban aplicándose, los virreyes ordenaron su denuncia, exigiendo una rendición sin condiciones.
Finalmente, los imperiales, el 3 de febrero de 1522, dieron a conocer un supuesto acuerdo, cuyos términos no coincidían con los establecidos en su momento, lo que provocó la ira de los toledanos, y una revuelta que fue duramente reprimida. Ayudada por varios familiares, María Pacheco abandonó Toledo y pudo alcanzar la frontera portuguesa donde inicialmente tuvo la protección del obispo de Braga para finalmente instalarse en Oporto, donde morirá en 1531, sin poder ser enterrada siquiera junto a su esposo. La dureza de la represión imperial sorprenderá a personajes como el Almirante de Castilla, que se sintió desautorizado por el monarca al ver cómo algunas de las promesas de perdón realizadas a comuneros que acabaron colaborando con el bando imperial, tampoco se verán cumplidas.
La revolución de las Comunidades y otras reflexiones
Hasta aquí nos hemos centrado en la narración histórica que se desarrolla a lo largo de los capítulos pares de la novela de Lorenzo Silva. El resumen de los contenidos que hemos recogido no puede sustituir, ni lo pretende, a la sosegada lectura de la magnífica novela con todos los elementos que aporta y que solo hemos apuntado en esta reseña.
Además de la historia de la revolución comunera, tal y como hemos indicado al principio, el libro de Lorenzo Silva introduce en los capítulos impares toda una serie de reflexiones históricas, políticas, literarias e incluso psicoanalíticas, que enriquecen y contextualizan el desarrollo del relato histórico.
Nos habla del Cid, un personaje histórico (aunque también de leyenda) que encarnaría como nadie el espíritu del caballero castellano medieval, que combatió contra los musulmanes, pero que también estuvo a su servicio (rey taifa de Zaragoza) para combatir contra cristianos (conde de Barcelona).
Nos habla del Islam y de los enormes vínculos lingüísticos, culturales e incluso religiosos con el cristianismo. De cómo la mística de San Juan se inspira en la mística musulmana de los sufís. Pero nos habla también de reyes que fueron objeto de crítica por parte de la nobleza, como Enrique IV (el hermano de Isabel la Católica), al que se acusaba de mantener costumbres moriscas y dar amparo en su corte a sarracenos de prácticas sodomíticas. Pasaje que nos ha traído a colación que no fue el primer rey castellano al que se acusó de pasarse a la práctica del Islam. La nobleza levantisca también acusó de ello al rey Don Pedro (Pedro I), buen amigo del rey nazarí de Granada Mohamed V y que dio amparo en su corte a numerosos miembros de la comunidad hebrea, mientras sus hermanos (bastardos) comenzaban a organizar los primeros pogromos en Castilla. Pero además el autor nos da una importante clave del odio que profesaba la nobleza contra Enrique IV (al que llegó a destituir en la conocida como Farsa de Ávila), ya que estableció, en beneficio de las ciudades castellanas que estaban desarrollando una incipiente industria textil, que un tercio de la lana del reino no pudiera ser exportada, lo que le va a granjear el apoyo de las ciudades y la enemistad de la nobleza ganadera y terrateniente más interesada en los beneficios de la exportación al norte de Europa. Así podemos entender que una de las primeras fisuras que conoció la revolución comunera viniera de la ciudad de Burgos cuando se fue distanciando del resto de ciudades que integraban la Santa Junta.
Nos habla de esa América hispana en la que no se respetaban las Leyes de Indias que juristas castellanos habían empujado a promulgar al rey Fernando el Católico y luego también al Emperador Carlos V.
Nos habla de El Quijote, la universal novela que, como ninguna otra, encarna el espíritu castellano. Escrita por un Cervantes ya mayor y reflejo de tantas experiencias vividas, trabajos variados, penurias, viajes, heridas de guerra, cautiverio, ruina, hambre, etc. Nos habla también del carácter castellano, sobre el que escribieron Antonio Machado, Unamuno y Azorín (ninguno de ellos de origen castellano), aunque manifiesta concordar más con lo que transmite Miguel Delibes sobre el espíritu castellano, que sí nació y creció en Castilla.
Nos habla de cómo la derrota de la revolución comunera supuso un freno al incipiente desarrollo económico industrial textil de Castilla, de una burguesía —emprendedora, como hoy se dice—, cuyos intereses chocaron con los de los grandes terratenientes poseedores de ganado y los intereses exportadores hacia Flandes, articulados en torno a la ciudad de Burgos.
Nos habla también de psicoanálisis, de ese legado del que todos somos portadores, queramos o no, nos guste o no, de nuestros padres y que transmitimos a nuestros hijos, retomando la metáfora de Lacan del esclavo mensajero (que portaba un mensaje grabado en su cabeza tapado por el cabello, pero al llegar a su destino, al raparle la cabeza, el mensaje volvía a reaparecer).
De todo ello, y de mucho más, nos habla esta magnífica novela.
Para saber más
—José Antonio Maravall (1997) [1963]. Las Comunidades de Castilla. Una primera revolución moderna. Barcelona: Ediciones Altaya.
—Joseph Pérez (2005) [1970]. La revolución de las Comunidades de Castilla (1520-1521). Barcelona: RBA.
—Manuel Azaña (2021) [1921-1930]. Comuneros contra el rey [incluye El «Idearium de Ganivet»]. Madrid: El Reino de Cordelia.
—Fernando Martínez Gil (2005). María Pacheco (1497-1531): la mujer valerosa: historia de doña María Pacheco, comunera de Castilla (1497-1531). Toledo: Centro de Estudios de Castilla-La Mancha.
—Fernando Martínez Gil (2020). Juan de Padilla: Biografía e historia de un mito español. Madrid: La Ergástula.
—Alfredo López Serrano y Jesús de Blas Ortega (2021). Grandes rebeliones contra la Monarquía Hispánica en el siglo XVI. Descubrir la Historia nº 30