Estimados lectores,
Tras varios meses de silencio, en que mi firma no ha formado parte del plantel de colaboradores de Descubrir la Historia, tengo la enorme oportunidad de incorporarme de nuevo a esta apasionante aventura. Y lo hago, además, en un momento muy especial, en el número en que este proyecto da un paso definitivo en su continuo proceso de renovación editorial. Dada la coyuntura, permítanme contarles un secreto: les he extrañado mucho, muchísimo, durante todo este tiempo. He echado en falta la complicidad, la cercanía e, incluso, el cariño que siento al escribir estas páginas. Aunque quizás, lo reconozco, de una manera un tanto egoísta pues confieso que, desde hace ya algún tiempo, solamente alcanzo a ser yo mismo en diálogo íntimo con el folio en blanco.
En esta ocasión, lejos de organizar mis pensamientos bajo la forma de una sección periódica o de acercarme a autores u obras «clásicos» de la historiografía contemporánea a través de reseñas, mi intención es compartir aquí con ustedes mis opiniones o pareceres sobre aquellos temas de actualidad que concentran mi atención. Una tarea para nada banal que asumo con la sinceridad, la humildad y la libertad propias de quien dedica su tiempo a buscar la verdad o, más bien, a desentrañar la realidad. Excúsenme si mis argumentos o posiciones no están lo suficientemente bien articulados desde un punto de vista científico. Este no es, pues, el objetivo que persigo con este artículo. Al contrario, según mi punto de vista para que la Ciencia pueda considerarse como tal tiene la obligación de avanzar lenta pero firmemente.
Sin embargo, para que el conocimiento científico sea relevante, sus responsables, además de ocuparse de sus respectivos objetos de estudio, deben atreverse a cultivar otros géneros y a participar en otros campos (en el sentido del término acuñado por Bourdieu) como el de la opinión, la cultura, o el de la comunicación. Y digo atreverse puesto que, de este modo, no solo se exponen al escrutinio del resto de sus colegas sino al de todos los lectores, espectadores u oyentes. Es en este punto donde se ubica mi aportación y es, por este preciso motivo, que he decidido abordar en estas líneas una cuestión que considero de mucha repercusión, importancia e interés en este momento tanto para el propio colectivo de los científicos sociales como para el grueso de la población: el papel de las Humanidades y las Ciencias Sociales en la actual crisis sanitaria mundial.
Estoy seguro de que para la mayor parte de los suscriptores o lectores esporádicos de esta revista la relevancia de estos dos campos del saber humano está fuera de toda duda. Sin embargo, a lo largo de mi vida, y estoy seguro que a ustedes también les ha pasado, me he encontrado con bastantes personas de mi entorno que no pensaban de esta manera. En este particular contexto, esto es, al proponerme estructurar mi punto de vista para persuadirles de que estaban incurriendo en lo que yo consideraba un «flagrante error», he podido observar y tomar conciencia de que esta noción, que para muchos de nosotros resulta obvia, es, en realidad, bastante compleja de justificar o argumentar ante alguien que, a priori, no la comparte. Quién más o quién menos puede comprender o, al menos, reconocer, aunque sea superficialmente, la belleza del Arte o de la Literatura, la profundidad del razonamiento filosófico o la lucidez de una determinada obra histórica o sociológica. Sin embargo, mucho menos intuitivo resulta el hecho de asimilar que los resultados, por ejemplo, de un texto académico sobre «las representaciones no figurativas en el arte pictórico renacentista» o de un artículo sobre «el análisis lexicográfico como método para analizar la prensa decimonónica» pueden tener una influencia directa, real y positiva en nuestro día a día. En un mundo dominado por el utilitarismo y por una visión de la realidad completamente economicista, como es el presente, resulta ciertamente complicado que la Filología, la Historia del Arte o la Antropología, entre otras disciplinas, puedan presentarse al mismo nivel que la Física aplicada, la Ingeniería o la Informática, por ejemplo.
Y esta situación, a la que nos hemos acostumbrado desde hace ya demasiado tiempo, parece que no ha hecho más que agravarse con la irrupción de la pandemia provocada por la COVID 19: necesitamos mascarillas y test para salvar vidas, no otra publicación sobre el exilio republicano de la posguerra ni otra tesis sobre los verbos pronominales en el castellano moderno; urgen médicos, enfermeros y epidemiólogos, no más filósofos, sociólogos o historiadores.
En un primer momento, esto es incontestable. Ante la gravedad de la situación, se debe priorizar una solución realista, una respuesta a la altura y acorde a las circunstancias. El agua es lo único que calma nuestra sed (y no un libro sobre Kant o un estudio sobre Picasso) de la misma manera que es el personal sanitario (y no otro tipo de profesionales o intelectuales) quienes deben componer la primera línea de defensa ante el avance de la enfermedad. Sin embargo, el ser humano es tan complejo que despliega su experiencia en otros muchos planos de significación más allá de su mera supervivencia. Con una sed extenuante, un individuo puede negarse a beber ante un conflicto moral (que otra persona lo necesite más, por ejemplo) o por una causa política (como ocurre con el alimento en una huelga de hambre). De la misma forma, un determinado grupo o comunidad puede utilizar el agua que palia la sed de otras personas o colectivos como moneda de cambio, como fuente de legitimidad o como un signo de distinción para con estos. Y es aquí donde entran las Humanidades, es en este terreno tan resbaladizo donde las Ciencias Sociales cobran importancia. Además de un corazón latiendo, tenemos razón, tenemos emociones; no estamos aislados los unos de los otros, sino que nuestras vidas se desarrollan (forzosamente) en sociedad.
En lo que respecta a la Historia, la que es mi especialidad, reconozco que varios de mis colegas han hecho un gran esfuerzo, sobre todo en las primeras semanas de la pandemia, por reivindicar la pertinencia del conocimiento histórico ante un fenómeno como el que estábamos viviendo (y que, lamentablemente, todavía seguimos sufriendo). Durante este tiempo se han publicado varios artículos en prensa generalista o especializada, así como entradas en blogs, sitios web o redes sociales en los que se trataban otras crisis o epidemias (como la peste negra o la gripe «española») con la intención, a mi juicio, más allá de buscar de este modo establecer una comparación entre el presente y el pasado, de reafirmar ante el gran público la idea de que las Humanidades y las Ciencias Sociales son realmente «útiles».
En este caso concreto, el pasado nos permitiría realizar paralelismos, pero también huir del excepcionalismo fruto del presentismo imperante. Agregando un poco de sentido del humor a nuestro análisis podemos decir que estos textos constituyeron una suerte de «Te lo dije» generalizado, por parte de quienes desde hace muños años dedicamos la mayor parte de nuestras vidas a una actividad considerada socialmente cada vez menos y menos «rentable» o «productiva». Era nuestro gran momento, por fin el estudio de la Antigüedad, de la Edad Media, de las épocas Moderna o Contemporánea podía presentarse como una actividad «de provecho». Sin embargo, estas voces se han ido extinguiendo poco a poco y ha acabado por imponerse la lógica comentada más arriba: hace falta una vacuna, no la monografía definitiva sobre la plaga de Justiniano. Nos toca así volver a las bibliotecas, a los archivos y a las aulas para dejar paso, de nuevo, a aquellos saberes verdaderamente «prácticos». Ya se han apagado los focos… y se ha bajado el telón. «C´ est fini»: la hora de las Humanidades y de las Ciencias Sociales ya se ha terminado.
¿Dónde está nuestro error? ¿Estamos empeñándonos en presentar como «útiles» saberes que objetivamente no lo son? ¿O es que no somos capaces de exponer, de forma argumentada, firme y concisa, esa «utilidad» de la que quienes pertenecemos al ámbito de las Letras estamos naturalmente tan convencidos? Es muy difícil dar una respuesta concreta a estas preguntas, pero es muy pertinente, al menos, que seamos capaces de pensar las investigaciones en las que invertimos tantos años, las publicaciones que buscamos publicar con tanto ahínco o el contenido de las clases que diariamente impartimos en estos términos: ¿para qué sirve lo que hacemos?
En mi opinión, me niego a pensar que nuestro trabajo (vuelvo a los historiadores) solo sea de interés, puntualmente, en función de la agenda mediática del momento y para ser valorado como algo anecdótico por el gran público. Me parecería absurdo dedicar mi vida al estudio del crack del 29, por ejemplo, con la sola esperanza de, en el momento en que se reproduzca otra crisis económica de cierta envergadura, tener por fin la oportunidad de participar unos minutos en el programa de Susana Griso o de Ana Rosa Quintana. De la misma manera, siempre he visto con recelo la influencia que las conmemoraciones tienen para la producción historiográfica, privilegiándose unos temas sobre otros en función de este tipo de eventos. Los científicos sociales tenemos que aspirar a algo más que al simple hecho de que por una moda, en función de una determinada coyuntura, o por el peso de la tradición, el foco mediático o social decida fijarse sobre nosotros, sobre nuestra labor o sobre nuestras contribuciones.

En este sentido, creo que nos confundimos al tratar de equipararnos en términos de utilidad al resto de disciplinas. Volviendo al caso de la pandemia, en momentos de incertidumbre mirar hacia el pasado puede ser de mucho interés, no hay duda, pero la dimensión puramente práctica de esta tarea es relativa en comparación a lo que en una crisis sanitaria se puede aportar desde medicina o de la epidemiología. Es una batalla que tenemos perdida antes de comenzar. Por eso no existe un Silicon Valley de filósofos. Sin embargo, no debemos tirar la toalla o considerarnos como científicos de segunda, sino que, a mi juicio, tenemos que empezar a explorar la idea de que las Humanidades y las Ciencias Sociales tienen una «utilidad diferente». Pienso en la Historia Cultural y me sorprende mucho ver cómo en el contexto actual la única respuesta de la historiografía ha sido «mirad, en el pasado podéis encontrar ejemplos de otras pandemias» y no el haber propuesto un diálogo de tú a tú con los ciudadanos para hablarles de la muerte, del miedo, o de la soledad, entre otras muchas cosas. En la «antigua normalidad», ensimismados como Narciso en el espejo del individualismo, del acumulacionismo y de la inmediatez, corríamos permanentemente el riesgo de vivir en una realidad paralela, en la que las prioridades del sistema se convertían así en nuestras prioridades, en la que no éramos más que la proyección estética de una batería de valores aspiracionales (éxito, belleza, riqueza, etc.) que buscaban reproducir un modo de producción determinado. La pandemia nos ha devuelto, en parte, nuestra humanidad. Somos frágiles, tenemos miedo, nos sentimos solos, podemos enfermar y podemos morir. Estamos lejos de ser dioses y para muchos, esto ha sido una enorme revelación. Ante esta situación, observo que se han dado dos respuestas antagónicas: una parte de la población está aterrada, paralizada ante el constante bombardeo de mensajes negativos por parte de los medios de comunicación y de los poderes públicos; otra parte de la población no es capaz de afrontarlo y busca por todos los medios evadirse, buscando refugio o bien en el entretenimiento o bien en la negación.
En este punto yo creo que quienes amamos las Letras o nos dedicamos a ellas tenemos mucho que aportar. Somos de mucha «utilidad». Al fin y al cabo, lo «humano» y lo «social» son nuestro campo de estudio. Debemos dar un paso al frente y decir:
«No tenemos la vacuna, para eso están otros, pero podemos ayudaros a entender mejor esta situación, por lo que estáis pasando. Otras comunidades, otras sociedades, otros seres humanos, en suma, que ya no están con nosotros pero que como tú y como yo han existido, han afrontado la muerte o la enfermedad de muy diversas maneras, se han enfrentado a la soledad de muy diversos modos, han pasado por situaciones extremadamente dolorosas, en las que se ha puesto a prueba, en última instancia, su (nuestra) humanidad. Pero, a pesar de ello, el género humano ha logrado siempre sobreponerse, reinventarse, renacer de sus cenizas: esa es su (nuestra) condición. Entre la parálisis y la huida, entre el freeze or run, hay otras maneras de hacer frente a las fatalidades, a la propia historia, y esa es, precisamente, la utilidad de lo que hacemos, esa es, concretamente, nuestra función».
Quizás, de este modo, no podamos lamentablemente salvar vidas, como hacen nuestros colegas sanitarios, pero sí ayudar a que la experiencia de mucha gente tenga más sentido, a comprender mejor nuestra propia naturaleza y a que, una vez hayamos superado este trance, seamos capaces de no repetir los mismos errores y de construir una sociedad más humana.
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