Es un placer y un honor que Álvaro López Franco me haya invitado a escribir unas líneas para Descubrir la Historia sobre un tema que sea caro a mi corazón.
Cuando yo era un chaval mi padre, que tenía un pequeño comercio en una popular calle madrileña que había logrado adquirir partiendo, literalmente, de la nada, solía decirme: «Ángel, el buen paño en el arca se vende». Lo decía en una España corroída por el hambre, las escaseces, las mil penurias diarias de la lucha por la vida. Cuando empecé a ocuparme de temas históricos (una actividad subsidiaria de mi trabajo principal) allá por los años setenta del pasado siglo, mi preocupación fue fabricar un «buen paño». Escribí mi tesis doctoral sobre los antecedentes económicos, políticos y militares de la intervención alemana en la guerra civil. El libro subsiguiente tuvo un gran éxito. Un segundo libro sobre el mítico «oro de Moscú» fue embargado inmediatamente cuando empezaba a distribuirse. Lo retrabajé y me dejó un gusanillo que una trilogía sobre la República en guerra no ha saciado.
Durante años escribí sobre temas históricos en los que pocos, o nadie, habían penetrado tras investigar en archivos españoles (cerrados a cal y canto durante la dictadura). Apliqué, ante todo, el dictum de mi padre. Sin embargo, esta labor de investigación, que no dejó de tener cierto eco en los años de la transición y de recuperación de las libertades democráticas, la acompañé de otra de divulgación en las revistas de historia que brotaron entonces como las setas tras las lluvias de otoño y en programas de televisión que tocaban aspectos históricos. El paño no se vendía en el arca. Había que jalearlo.

Era entonces difícil predecir dos fenómenos que iban a producirse treinta o cuarenta años más tarde.
El primero fue la revolución en las comunicaciones con la aparición y desarrollo del internet, de la mensajería instantánea, de la difusión de todo tipo de información urbi et orbe en un lapso de segundos. Un sueño largamente acariciado desde los inicios de la revolución industrial. ¿Quién podría quejarse de ello?
El segundo fue la revitalización de leyendas y deformaciones del pasado. Para un contemporaneísta como quien escribe (que cree que la historia contemporánea española no empieza con la guerra de la Independencia sino, a lo más, con la Segunda República, y eso estirando el concepto un poco hacia atrás) el revival desde hace aproximadamente treinta años de las deformaciones, mitos, lógicas y camelos de la historiografía fabricada durante la dictadura franquista no me sorprendió demasiado. Lo que sí me ha sorprendido es el aprovechamiento que de la nueva tecnología de la comunicación han hecho y continúan haciendo sus propagadores.
Claro que no es un fenómeno español. Ha surgido también, por ejemplo, en Alemania, con un pasado histórico infinitamente más negro y cargado que el nuestro. Por no hablar de la creación y difusión de «hechos alternativos» bajo la presidencia de Mr. Donald Trump.
¿Resultado? Para los historiadores genuinos y no «historietógrafos» (en la acepción que Alberto Reig da al término) es un desafío constante. ¿Cómo difundir el conocimiento fundado en investigaciones genuinas, buscando papeles, testimonios o evidencias, para reconstruir, bien que mal, parcelas de un pasado inabarcable e inagotable que oponer a su distorsión y manipulación con fines muy diversos, pero ciertamente no científicos?
Se contrapone así el amor por el conocimiento y el deseo de comprender un pasado que, queramos o no, pesa sobre nosotros con el aprovechamiento de sus distorsiones con fines políticos o ideológicos, deformando adecuadamente ese mismo pasado.
En los manuales de Economía de mi época se estudiaba el funcionamiento histórico de la ley de Gresham, descubierta en períodos en que el dinero circulaba en metálico. Cuando competían dos monedas y una aceptaba la ley (contenido en oro o plata) en que se basaban las de curso legal y otra no (es decir, tenía menos oro o plata) la mala tendía a expulsar a la buena. Cuando en un sistema circulaban a la vez monedas de plata u oro y billetes de papel estos tendían a desempeñar el papel de la mala moneda. El público prefería atesorar la buena tan pronto como subía el precio del metal.
Algo similar ocurre en historia. Un libro de investigación, que sopese sosegadamente argumentos en pro o en contra de la tesis que defienda, conlleva unos costes en tiempo, dedicación, viajes, documentación, acopio de otras obras que no son fáciles de encontrar en bibliotecas, que el autor no suele recuperar. Lo escribe por amor a la historia, para progresar en su carrera o darse a conocer, por curiosidad intelectual. Es decir, por motivos honorables. Pues bien, ese libro puede enfrentarse a obras que regurgitan sin el menor pudor, sin el menor gramo de investigación, con frecuencia sin referencias o muy escasas, cuando no también copiadas, las estupideces, distorsiones, mitos y propaganda que pasaban por «historia» en los oscuros años del franquismo. Es decir, una historia escrita por policías, clérigos, militares, falangistas, paniaguados y algún que otro académico hipercomplaciente. Eso sí: protegidos porque los archivos estaban bien cerrados o las tumbas intocadas. O aprovechándose de documentos más que sesgadamente. No es de extrañar que la historia de la República y de la guerra civil se escribiera desde fuera, por españoles desterrados o por extranjeros.
La necesidad de seguir destruyendo la mala historia de la guerra civil y de la República (ahora también la de la dictadura) no ha amainado. Al contrario, se ha hecho más urgente que nunca porque los mitos que creíamos haber destruido en la transición democrática y años subsiguientes han vuelto. Tienen hoy mayor resonancia que antaño porque han penetrado en numerosos instrumentos de comunicación instantánea como Twitter, Facebook o en el ciberespacio.
En definitiva, no se cumplen ni el viejo dictum de mi padre ni, por el momento, tampoco la ley de Gresham. Por lo cual para el genuino historiador contemporáneo se impone una necesidad evidente: salir de la torre de marfil en la que los académicos tendemos a refugiarnos.
¿Para qué? Para oponer los resultados de una historia basada en el análisis crítico de evidencias empíricas muy variadas (documentos, prensa, fosas, testimonios y tradiciones orales), debidamente contrastadas y críticamente analizadas, a una historia que busca conseguir efectos políticos, ideológicos y mantener en «vida» (¿hasta cuándo?) una cierta concepción de ese pasado que no pasa.
Es una labor que lleva tiempo pero que al final triunfará. Los mitos son mitos. Las engañifas son engañifas. Llegará un momento en que ni la República, ni la guerra civil, ni el franquismo despertarán pasiones. ¿Las despierta hoy la guerra de la Independencia?, ¿la de Cuba?, ¿la de Marruecos? ¿Cuántos españoles de hoy irían a las barricadas para defender el supuesto honor de Alfonso XIII?
Lo que no amaina en cuanto a controversias se refiere es la interpretación del período comprendido entre 1931 y 1975. ¿Por qué? Simplemente porque la actual democracia, con sus logros y sus fallos, es la heredera en línea directa de ese pasado tumultuoso, marcado por el combate político, social, económico e ideológico. Y, naturalmente, en España hay sectores sociales que sienten algo más que un pelín de dificultad en aceptar que aquello en lo que han creído poco menos que como dogma (la buena moneda) no es tal sino, a lo más, un predominio temporal de la mala. No la que creían haber guardado en sus huchas y en su corazón. No es de extrañar se produzcan desazón, enojo y, en ocasiones, furia. Sentimientos sabiamente azuzados en el espacio cibernético y, para los más viejos, también en ciertas publicaciones en papel. Como en los años treinta. Con algunos medios, en uno y otro período histórico, aportando su granito de arena a la crispación y al intento de deslegitimar la democracia. Como en los años treinta.
En definitiva, España es un país que no ha terminado de reconciliarse con su pasado. Por ello uno de los aspectos de la labor del historiador estriba en dar a conocer por todos los medios posibles el resultado de sus investigaciones.
A mí me ha costado trabajo salir de mi torre de marfil. Es una cuestión de edad y sobre todo de curiosidad personal, simplemente porque hay tantos aspectos por descubrir de ese pasado que se inicia con la República en 1931… Para bien o para mal, el método de investigación que he seguido desde los años setenta del pasado siglo sigue produciendo resultados que deberían facilitar la separación entre el trigo y la paja. Los reflejo en libros (en general cada dos años) y en artículos, pero comprendo que no es suficiente. Ahora, desde hace algunos años mantengo un blog de historia en Facebook, Twitter y Academia.edu [red social académica]. Cada día me cuesta más esfuerzo, porque voy identificando parcelas del pasado que merecen más y mejor investigación, incluyendo las que he trillado.
He seguido la vocación de muchos historiadores académicos: avanzar, siquiera sea a pulgadas, en el conocimiento, explicación y reinterpretación del pasado basándome no en lo escrito por otros, sino en lo que denomino evidencias primarias relevantes de época
De todas maneras, en los últimos tiempos me he dedicado a explorar algunas cuestiones que, si bien esbozadas a veces por otros autores, no lo habían hecho con el necesario aparato documental sometido a una criba crítica. No son quizá las más importantes, pero he seguido la vocación de muchos historiadores académicos: avanzar, siquiera sea a pulgadas, en el conocimiento, explicación y reinterpretación del pasado basándome no en lo escrito por otros, sino esencialmente en lo que denomino evidencias primarias relevantes de época. El material que refleja las acciones de hombres y mujeres en el pasado, en las condiciones en que vivieron y penaron.
Por lo pronto he puesto de relieve algunas facetas ocultas del comportamiento de Franco, al que hoy todavía muchos consideran patriota: cómo creó una leyenda acerca de su participación en la preparación de la sublevación de 1936 contra la República; cómo ordenó el asesinato a sangre fría de un compañero, también general, que podía obstaculizar sus planes de cara a su sublevación; cómo alargó la guerra civil; cómo tomó postura en favor del Tercer Reich; cómo se hizo millonario mientras sus soldados morían en los frentes y se desangraban en los hospitales de la retaguardia; cómo impuso su supuesta, pero todavía enaltecida, sabiduría en temas económicos condenando al hambre y a la miseria a millones de españoles en la posguerra; cómo el cambio de estrategia económica en los años cincuenta se hizo en contra de sus deseos más genuinos, etc.
Otros historiadores, de mi generación y de las siguientes, han explorado aspectos más que oscuros en el funcionamiento de su dictadura: la puesta en práctica de un proceso represivo sin paralelo en la historia española; el funcionamiento de los mecanismos puestos al servicio de su enaltecimiento para pasmo de quienes vivieron durante su dictadura; la resistencia de sus herederos físicos, políticos o ideológicos, a aceptar temas hiperdocumentados.
La vida sigue. También subsiste la necesidad imperiosa de decir alto y claro a las generaciones actuales, con los jóvenes que han empezado a ejercer sus derechos como ciudadanos, que la historia que les han contado, y que algunos continúan contando, tiene poco que ver con la historia que los historiadores genuinos vamos construyendo. Nuestro desafío, ahora, es dejar de vender nuestro buen paño en el arco y esparcirla por donde sea posible. No es una tarea nueva. Nuestros colegas italianos, alemanes, franceses, belgas, holandeses, daneses y británicos la practican habitualmente. En el futuro, será también el turno de los norteamericanos. A ver cómo explican los tiempos de Trump.
Por el momento, me siento mínimamente contento con haber demostrado que la sublevación del 18 de julio de 1936, que puso en marcha los mecanismos fundadores de la dictadura franquista, fue una sublevación militar, sí, pero con el apoyo fundamental de los monárquicos alfonsinos deseosos de restaurar la vieja Monarquía y, lo que siempre se ocultó en la España de Franco, el fascismo italiano: en definitiva, un golpe militar, monárquico y fascista, cuyos preparativos apoyaron desde la vanguardia y los flancos los medios de la época.