Hemos contado muchas veces que la revista la creamos en una época en la que ya no era minoritaria la difusión y consumo de contenidos pseudohistóricos, con el conocido ejemplo de los extraterrestres construyendo pirámides. Con nuestra publicación pretendíamos demostrar que la historia, aquella que es fruto del trabajo de los historiadores, era mucho más interesante, tal y como lo es la vida misma. Y que no hacía falta adornarla.
Siete años después comprobamos que la situación no ha ido precisamente a mejor en este sentido. Pero es que las cosas han ido a peor por otras razones. Vivimos una época de polarización y radicalización de las opiniones. A pesar de contar con más espacios para el debate, las trincheras son cada vez más grandes, para que haya sitio para quien quiera incorporarse a ellas.
La historia no se libra de estas batallas. Y el problema no es que se debata (deben creernos: en congresos y jornadas de historia hay debates que llegan a la consideración de acalorada discusión), sino que se hace a partir de informaciones superficiales que, normalmente, se consultan en medios de comunicación que, muy habitualmente, acaban transformando la historia en arma arrojadiza de la opinión o del espectáculo.
Por suerte, plataformas como las redes sociales también las utilizan historiadores, y muchos de ellos hacen un excelente de trabajo para luchar contra la historiafobia que nos asola. Desde este editorial animamos a seguir haciéndolo, porque esta es una guerra que no podemos perder.