Hemos vuelto a conocer un escándalo policial en Estados Unidos, que ha generado a grandes protestas, especialmente a través de las redes sociales, en todo el mundo. También líderes de varios países, de manera más o menos explícita, han mostrado su rechazo al desmedido uso de la violencia en un país que ya acumula demasiados casos de abusos hacia sus ciudadanos.
En esta ocasión, la víctima ha sido George Floyd, cuyas últimas palabras fueron «no puedo respirar». Efectivamente, el policía que le estaba deteniendo le presionaba con la rodilla en su cuello, lo que terminó provocándole la muerte por asfixia. «Incidente médico», como informó inicialmente la policía de Minneapolis.
Floyd era afroamericano. Su nombre se incorpora a una lista bastante larga que, en 2020, también incluye a Ahmaud Arbery y a Breonna Taylor. Justamente, a mediados de 2019 se dieron a conocer en Proceedings of the National Academy of Sciences los resultados de un estudio que ofrecía este llamativo titular: si eres un hombre afroamericano, tienes más probabilidades de que te dispare la policía a que ganes la lotería.
En todo caso, a pesar del sensacionalismo de la noticia, la violencia policial en Estados Unidos hacia esta comunidad tiene un largo recorrido. Podemos tomar como un ejemplo icónico el de los disturbios de Detroit (Michigan) de julio 1967. En esos momentos, era presidente el demócrata Lyndon B. Johnson y gobernador de Michingan el republicano George W. Romney. La madrugada del 23 al 24 de julio, la policía llevó a cabo una redada en un bar que no tenía licencia y se había excedido en la hora límite de apertura. A partir de ahí se desencadenaron unos disturbios entre la policía y la población afroamericana, aunque también de otros grupos raciales, que se prolongaron varios días, cuya violencia se fue alimentando mediante las decisiones de intervención tomadas por Romney, que pidió que la Guardia Nacional actuara. También el presidente Johnson envió a la 82ª y 101ª División Aerotransportada. Fueron unos hechos con escasos precedentes en el país. Murieron más de 40 personas, pero fueron heridas casi 1.200, 2.000 edificios quedaron prácticamente destruidos y hubo más de 7.200 arrestos.

Entre esa cifra de fallecidos se encuentra Tanya Blanding, una niña de cuatro años que dormía en su casa cuando recibió un disparo, porque creyeron equivocadamente que de su vivienda procedían tiros que mantenían en jaque a las autoridades. No fue sólo una bala la que alcanzó el domicilio de Blanding. Alguien cometió el error de encender un cigarrillo, que fue confundido con un disparo, y la respuesta fueron descargas con rifles y de una ametralladora ubicada en un tanque cercano. Por supuesto, Tanya era afroamericana. Quienes mataron a Tanya no fueron castigados.
Hemos dicho que no hay muchos precedentes a los disturbios de Detroit en 1967, pero sí que ha habido más casos similares. En 1992, Los Ángeles fue el escenario de otro de los momentos destacados de la violencia entre las autoridades y la comunidad afroamericana (aunque, en este caso, la comunidad latina también tuvo bastante protagonismo). En esta ocasión, el detonante fue la absolución de cuatro agentes de la policía que habían dado una paliza a Rodney King, un taxista afroamericano. A pesar de que fueron captados por la cámara de un ciudadano, George Holliday, el jurado, compuesto mayoritariamente por blancos, decidió dejar sin cargos a los policías. En estas revueltas también intervino la Guardia Nacional. Se contabilizaron 63 muertos y más de 2.000 heridos.
No hemos comentado nada sobre la violencia que no parte de las fuerzas de seguridad, y que tiene su máxima representación en el Ku Klux Klan (KKK), ni tampoco hemos hablado de la discriminación judicial, social y laboral, que han sido ampliamente estudiadas. Pero, por supuesto, la violencia individual o de grupo, sea física o de otro tipo, también ha destacado en Estados Unidos, al margen del ejemplo excesivo del KKK.
La globalización… ¿en retroceso? Su relación con el racismo
Especialmente a partir del desmembramiento de la URSS y el fin de la Guerra Fría, con la victoria del modelo socioeconómico propuesto por el capitalismo, la globalización parecía un fenómeno imparable. La velocidad del transporte y, en las últimas décadas, de las telecomunicaciones, ha favorecido que haya intercambios de todo tipo con una rapidez nunca vista, que nos ha llevado hasta la inmediatez en el consumo de determinados productos o servicios, como la información.
Este avance en la imposición del globalismo como ideología sustentadora de la globalización parece haberse quebrado en los últimos años como consecuencia de algunos procesos más proteccionistas, y no sólo en un sentido económico. La tensión comercial entre Estados Unidos y China, agravada todavía más con la crisis del Covid-19 y las teorías de la conspiración (por no estar probadas) sobre un posible origen artificial de este virus, han provocado un retroceso de este proyecto de unión global. Y este no es el único síntoma de las reticencias a la globalización. También las ideologías extremistas, especialmente por el lado conservador, están en auge en casi todo el mundo, y una de sus reacciones es pisar el freno de la globalización.

Teóricamente, la globalización debe favorecer el conocimiento mutuo, especialmente cultural. Pero hay quien apunta que se trata de una imposición del pensamiento único. El globalismo es la ideología que alimenta la globalización. Es, en palabras del Dr. Pérez Serrano:
«la forma en que las grandes potencias disfrazan sus intereses particulares como intereses y aspiraciones globales, entendidos como comunes a toda la Humanidad. Es, a escala planetaria, lo mismo que un siglo antes habían logrado hacer las burguesías europeas y la norteamericana por medio del concepto de ‘interés nacional’, elemento básico del discurso legitimador de sus estrategias imperiales».
De este modo, la globalización sería la segunda etapa del proceso globalista, mientras que la primera fue el imperialismo.
La globalización pretende imponer un discurso concreto, favorecedor de determinados intereses. Y esto, en realidad, no resulta muy integrador. Parece contradictorio que citemos la globalización como posible elemento favorecedor del racismo, y que al mismo tiempo crezcan los movimientos extremistas que, entre sus planteamientos, hacen propuestas que tienen raíces supremacistas.
En Estados Unidos, la comunidad afroamericana es una minoría (muy numerosa, de alrededor del 13%) que, generalmente, tiene trabajos peor remunerados y en condiciones menos ventajosas que los blancos. Suelen vivir también en unos barrios con servicios públicos infrafinanciados y una atención mucho más reducida de las autoridades. Un buen ejemplo, que ha generado controversias repetidas veces, es cómo son los colegios a los que acuden estas comunidades respecto a los de otros barrios.
La globalización reserva para las minorías los peores puestos y las peores condiciones, algo que sucede tanto dentro de las fronteras como fuera. Así, las empresas invierten en empresas en otros países donde los salarios son mucho más bajos y los costes sociales casi inexistentes. Por no hablar de la responsabilidad sobre estos trabajadores.
Afortunadamente, la exposición pública de las condiciones laborales de fábricas de grandes multinacionales en países, sobre todo, de Asia y África ha sensibilizado a la población y han comenzado algunas campañas para mejorar esta situación. Aunque es algo que dista todavía de haber sido resuelto.
La globalización podría ser una forma de cohesión, sin que ello suponga que una visión cultural se imponga y anule a otra, como esa forma de imperialismo que el mundo vivió desde los grandes descubrimientos de finales del siglo XV hasta mediados del siglo XX. Aunque se sustente en esas bases ideológicas, los beneficios del conocimiento mutuo, crecimiento económico, incremento del bienestar social y otros de los objetivos de la globalización deberían mantenerse.
Quizá se podrían replantear sus elementos más nocivos, como la pervivencia de ideas supremacistas que desembocan en actitudes racistas, la discriminación laboral o la explotación de recursos naturales a un coste mucho menor (gracias a la corrupción de servidores públicos). Así, el globalismo podría evolucionar desde una nueva etapa, distinta a las del imperialismo y la globalización, mucho más equilibrada, justa y respetuosa.
Para saber más:
—Edwards, F., Lee, H. y Esposito, M. (2019). «Risk of being killed by police use of force in the United States by age, race–ethnicity, and sex». Proceedings of the National Academy of Sciences, 116 (34).
—Pérez Serrano, J. (2001). «Globalización y pensamiento único: la utopía perversa». Encuentro de Fin de Siglo. Latinoamérica: Utopías, Realidades y Proyectos, Salta (Argentina), Universidad Nacional de Salta, pp. 51-70.
—Pérez Serrano, J. (2003) «El paradigma del choque de civilizaciones: fundamentos científicos y elementos ideológicos». Revista Escuela de Historia 1 (2).