El amor por el cine puede responder a muchas motivaciones. Hay quien se complace en la contemplación esteta de la imagen en movimiento, en la plasticidad de los planos, el preciosismo de los encuadres y en la significación profunda que de allí se desprende. Esa ‘alfabetización’ audiovisual es intelectual, enriquecedora hasta límites insospechados, y tan formativa como la Lengua, la Historia, la Filosofía o las Matemáticas. Lástima que nuestro modelo educativo no lo considere así.
Del mismo modo, la posibilidad de recrear mundos imposibles, pasados o futuros, pero siempre moldeados en las mentes calenturientas de los directores, es otro aliciente cinéfilo. Sin embargo, la reconstrucción histórica es casi una contradicción en sí misma, aunque la realice el preciosista y ambicioso Stanley Kubrick en su magnífica Barry Lyndon (1976). El resultado de la misma es hijo del tiempo que vio nacer la obra, y no del que quiere reflejar. Aun así, es capaz de despertar las más encendidas pasiones.
Para algunas personas, la atracción por lo audiovisual viene, además de lo señalado con anterioridad, de la emoción que les produce la suma de todos esos elementos técnicos, de esas artes, puestas al servicio de la narración. Los sentimientos que se crean al contemplar un fotograma tras otro, envueltos en la fuerza de una banda sonora o en el drama vital de unos personajes, pueden resultar tan desgarradores como aterciopelados.

Existe otro grupo de amantes del séptimo arte que, sin obviar el intelecto y la emoción, se deslizan por la inclinada pendiente del fetiche. Gozan con el ceremonial de sentarse en la sala oscura, la apertura de las cortinillas en caso de que aún las haya, el sonido del rotor o la quema de una vieja película si la velocidad del celuloide se reduce ante el foco. Son los mismos que idolatran sin pudor alguno a actores y actrices del Hollywood clásico, que saborean la magna obra de Kenneth Anger Hollywood Babilonia o la más tierna y llena de encanto Mis inmortales del cine,del eterno Terenci Moix. Son los que le dedican novelas a los trasuntos de directores malditos, al rodaje de un filme o a actrices tan bellas como desgraciadas, cuyas vidas nunca brillaron tanto como en los planos de sus películas.
Somos polvo de estrellas y, como tal, nos sentimos subyugados por la belleza de una historia bien contada, por la potencia que se esconde en un acto sugerido, no mostrado plenamente, y por lo que pudiera existir en el fuera de campo: infinitos mundos ficticios, como expondría el sin igual André Bazin en su ensayo ¿Qué es el cine? De hecho, todo eso vive en nuestra imaginación y en el limbo mismo de nuestra mirada, que es la pantalla de cine y su extrarradio.
Quizá la cinefilia no sea ninguna de todas estas cosas o las sea todas a la vez. En cada una de ellas, y en otras tantas maneras de entender el amor al cine, se esconde esa pulsión cainita por devorar otras vidas, por atisbar a través de la imagen en movimiento otros mundos posibles o imposibles. Hay en el milagro del haz de luz, de la proyección misma, una suerte de atracción atávica que nos lleva a no despegar la mirada de la pantalla, aunque no entendamos lo que allí está sucediendo. Por ello, creo que el gusto por el cine se mama desde la infancia. Se acuna en ese momento en el que el misterio, tanto de la técnica como del sentido de lo narrado, nos es incomprensible, y, por tanto, aún más fascinante.
Me consta que muchos nos criamos rodeados de referentes que aún eran inabarcables para nuestras tiernas pupilas, pero que igualmente nos cautivaban. Veíamos fragmentos incomprensibles y escenas que nos subyugaban, cuyos sentidos últimos estaban vedados hasta que la inocencia de la niñez nos abandonase por completo. Desde mi más lejana infancia, atesoré el recuerdo de escenas, frases y rostros, cuyo calado no entendía del todo. Ese peregrinar inquisitivo posterior, esa necesaria búsqueda de los sentidos al crecer, fue uno de los tránsitos más hermosos en el despertar a la vida adulta. Así, recuerdo a un grupo de soldados en un pequeño hoyo del desierto, rodeados de indios que, desde la distancia, iban calibrando la parábola del tiro con sus arcos. Aquella escena me perturbaba. Cuando descubrí que se trataba del final de Fort Bravo de John Sturges (1953), con un formidable William Holden a la cabeza, creí que había tocado el cielo.
No fueron pocas las ocasiones en las que, tras haber visitado una secuencia mítica de la mano de mi padre en la televisión (cuando aún eran habituales las buenas películas en ese medio) o en el solitario Cine Imperio de mi ciudad natal, volví sobre mis pasos siendo mayor para descubrir títulos, directores y corrientes. En ese recorrido vital también reside el amor al cine.
Esta comunidad de exaltados y seducidos cinéfagos, de amantes de Clío que se pierden y encuentran en la sala oscura, quizá encuentre un sentido leitmotiv en una de esas frases en blanco y negro que me atraparon de niño, y que ubiqué algo más tarde: «Si los ha visto, no son Apaches». En este caso, era Fort Apache la obra que me rondaba la cabeza. Una vez descubierto John Ford de manera consciente, ya nada vuelve a ser lo mismo.