
A pesar del olvido en el que parece haber caído, Rafael de Riego es una figura histórica importante. Su propio nombre no deja de simbolizar una época —que es completamente incomprensible sin él—, la de ese Trienio liberal (1820-1823) en que la Constitución de Cádiz estuvo vigente en España. Del mismo modo, la celebridad y la popularidad que alcanzó en vida —que superó con creces las fronteras nacionales— fue inmensa. Su nombre se convirtió en emblema de las posiciones más exaltadas del liberalismo español, pero también en objeto de polémicas y controversias, una doble imagen que le sobrevivió. Doscientos años después de aquel pronunciamiento en Las Cabezas de San Juan se hace necesario hacer un repaso de la biografía de este asturiano.
Introducción: la Constitución de Cádiz
El 4 de mayo de 1814 la historia de España entraba en una nueva fase. Era inevitable teniendo en cuenta que la guerra de la Independencia contra Napoleón se encontraba recién concluida. Sin embargo, no era solo una guerra lo que había tenido lugar, sino una verdadera revolución. En los años en que duró la contienda los españoles que lucharon contra el invasor no tuvieron rey. No reconocían a José I —a quien ridiculizaban con el famoso apodo de «Pepe Botella»— y Fernando VII se había dejado atrapar por el emperador de los franceses en 1808. En ese contexto, la autoridad recayó en unas Cortes que se reunieron en Cádiz —ciudad que resistió la embestida francesa— y allí proclamaron el 19 de marzo de 1812 una constitución liberal.

Esta constitución —la primera que tuvo pleno vigor en nuestro país— tenía unos rasgos revolucionarios evidentes. No podía haber sido de otro modo, el rey estaba ausente y la guerra había desorganizado una estructura social ya de por sí precaria. Los diputados reunidos en aquellas cortes sentaron las bases de un nuevo Estado que rompía completamente con la vieja monarquía.
Aunque reconocieron a Fernando VII como único rey legítimo, declararon la soberanía nacional. De este modo, la Corona se convertía en una institución más, subordinada a unas Cortes que se decían representantes de la nación. Dentro del nuevo orden, los derechos de propiedad, seguridad e imprenta quedaron establecidos a la vez que los viejos privilegios estamentales se relegaron como males del pasado. El derecho al sufragio se reconoció a casi todos los hombres mayores de 25 años y una ley de señoríos desmantelaba la vieja estructura feudal y parecía prometer el fin de los abusos sobre el campesinado. Quizá la única frontera que aquellos diputados no se atrevieron a cruzar fue la de la confesionalidad católica del Estado, prohibiendo tajantemente el ejercicio de cualquier otra religión. Estos escrúpulos de poco sirvieron, aunque algunos destacados liberales fueron clérigos, el estamento eclesiástico se alzó con la monarquía como el gran enemigo del liberalismo en España. El nuevo sistema suprimía el tribunal de la Inquisición y se proponía desamortizar las tierras de la Iglesia.
El 4 de mayo de 1814 toda esta efervescencia política llegaba violentamente a su fin. Vuelto Fernando VII a España, orquestó desde Valencia un golpe de Estado contra el régimen constitucional —con el apoyo fundamental de varios diputados realistas y de un cuerpo diplomático británico receloso de lo que entendía como una deriva democrática en España— e inició una persecución sistemática de todos aquellos comprometidos con las disueltas Cortes. De toda la obra constitucional, tan solo pareció respetar el fin del tormento, al que no dudó en acudir en 1816 cuando se descubrió una trama que posiblemente buscaba atentar contra su vida. Fernando VII había alcanzado el poder absoluto.
Una imposible vuelta atrás
Un completo desconocido, Rafael del Riego, también volvió a España en 1814. Este hidalgo había nacido en Tuña en 1784, en el seno de una familia muy ligada a la Iglesia asturiana y abierta a las novedades del pensamiento ilustrado. Aunque tenía formación en Leyes y Cánones por la Universidad de Oviedo, pronto se decantó por la carrera militar. En marzo de 1808 su regimiento se encontraba en Aranjuez en el famoso motín que había elevado a Fernando VII al trono. La guerra con Francia, sin embargo, estallaba solo dos meses después y este capitán cayó prisionero de los imperiales en la batalla de Espinosa de los Monteros en noviembre de aquel año; pasó el resto de la contienda en distintos depósitos de prisioneros en el país vecino. Consiguió fugarse a finales de 1813, llegando a España con tiempo suficiente para jurar la Constitución ante el general Luis Lacy. Su relación con esta primera etapa constitucional había sido, pues, mínima.

Para 1814 toda Europa, no solo España, se encontraba en plena resaca postrevolucionaria. Después de más de dos décadas, Francia volvía a ser una monarquía. La obra de la Revolución francesa de 1789 parecía superada en todo el continente e incluso Inglaterra comenzó una dinámica de restricción constante de libertades civiles. Este clima político asfixiante se vio garantizado por la llamada Santa Alianza, que comprometía a los monarcas europeos a intervenir, militarmente si fuera necesario, ante posibles estallidos revolucionarios.
Los seis años siguientes estuvieron marcados por el fracaso de todas las políticas de Fernando VII. Las arcas de la monarquía estaban vacías, la independencia de una parte de las Américas era ya una realidad y las expediciones dirigidas a restablecer el imperio terminaron en una sangría de soldados y de fondos. En la Península, los daños ocasionados por la guerra contra Bonaparte suponían un poderoso lastre imposible de superar. Restablecida la vieja sociedad estamental, todo el peso de la recuperación económica cayó fundamentalmente sobre un campesinado cada vez más hastiado. La nobleza recuperaba además su vieja posición dentro de un ejército en el que los protagonistas de la anterior contienda quedaron marginados y las pagas considerablemente reducidas. No menos importante resulta que el nuevo equipo de gobierno se encontraba con un margen de actuación muy limitado, al tener que actuar dentro de los estrechos límites del privilegio estamental, lo que implicaba respetar los bienes de la nobleza y el clero. Esto hacía imposible construir un Estado eficaz, que dentro del concierto europeo quedaba relegado claramente a una segunda fila que no se correspondía con su papel en la guerra contra Napoleón.
Esta situación era insostenible, y en esos años la principal oposición al régimen se encontró dentro del propio ejército. Esta institución se había convertido en el principal portavoz de los nuevos valores meritocráticos que prometía el naciente liberalismo frente a los privilegios del Antiguo Régimen. Los militares contaban además con todo el prestigio que les daba el haber participado en la reciente guerra. Así, entre 1814 y 1819 hubo distintos pronunciamientos frustrados contra el absolutismo. Se trató de intentonas no bien preparadas que se abortaron con rapidez, pero evidenciaban la inestabilidad del país. En un nuevo intento de reconquistar las posesiones americanas, un gran ejército se reunía en las proximidades de Cádiz para cruzar el Atlántico. En el seno de ese cuerpo armado en el que se encontraba Riego se preparaba un nuevo estallido revolucionario, y, esta vez, triunfaría.
El pronunciamiento de Rafael del Riego
1 de enero de 1820, el teniente coronel Rafael del Riego al frente del Regimiento Asturias proclamó en Las Cabezas de San Juan la Constitución de Cádiz. Se daba comienzo a una revolución que se extendería durante casi cuatro años y que amenazaría el orden conservador entonces imperante en Europa.

Riego fue el gran protagonista de aquella revolución, aunque no era el jefe de dicho movimiento. El asturiano era todavía, aunque no por mucho tiempo, un completo desconocido. En un primer momento el pronunciamiento debía haber sido dirigido por el conde de La Bisbal, pero este había traicionado a los revolucionarios en 1819. La conspiración se había visto entonces parcialmente desestructurada, pero para enero de 1820 los liberales habían conseguido reorganizarse y sus líderes (que ocuparían importantes cargos en el futuro, como Alcalá Galiano) decidieron depositar la responsabilidad militar en el general Antonio Quiroga. Este debía ocupar la estratégica ciudad de Cádiz y proclamar la Constitución. El de Riego era un movimiento en principio secundario, hacerse con la pequeña población de Arcos.
Sin embargo, Riego llevó la iniciativa revolucionaria. Desde el primer momento Quiroga actuó tarde y mal, mientras Riego se movía con rapidez y demostraba un carisma que su compañero, sencillamente, no tenía. Los últimos días de diciembre de 1819 había llovido intensamente, lo que limitaba la capacidad de movimiento de ambos. Esto frenó enormemente la actividad de Quiroga, quien no cumplió con su objetivo fundamental, ocupar la simbólica ciudad de Cádiz. Riego, en cambio, supo improvisar, y proclamó a plena luz del día la Constitución en Las Cabezas de San Juan. La revolución había comenzado; sus proclamas estaban llenas de entusiasmo, anunciaban la regeneración nacional y denunciaba a Fernando VII como tirano.
Antes de continuar, conviene reparar en un hecho fundamental, aquel 1 de enero de 1820 Riego no dio un golpe de Estado, sino que encabezó un pronunciamiento. Las diferencias son notables, aunque tengan como común denominador el ser acciones de fuerza emprendidas por militares. Sin embargo, el pronunciamiento tiene siempre por objeto establecer un gobierno liberal y civil, nunca una dictadura, y, además, evita la violencia. Se define por la aparición de una pequeña fuerza en la periferia que hace proclamas a la población para sumarse al desafío y obligar al gobierno a claudicar. Esto poco tiene que ver con el golpe de Estado de mayo de 1814, por el que una fuerza militar ocupó Madrid por sorpresa, arrestó a varios diputados y simpatizantes liberales y claudicó las Cortes para establecer una monarquía autoritaria.

Nuestro protagonista fue consciente de la importancia de emprender una revolución lo menos violenta posible. A lo largo de toda su vida pública Riego tuvo dos experiencias previas bien presentes: la Revolución francesa y el Imperio napoleónico. Evitaría el derramamiento de sangre de la primera y la dictadura militar de la segunda. En un gesto que llamó la atención, dio pasaportes a los oficiales que se negaban a jurar la Constitución, lo que generó réplicas por parte del soldado Arizmendi: «en las revoluciones debe correr la sangre». La respuesta de Riego definió el tono de aquel estallido revolucionario: «Solo el Tirano decapita a su antojo». Ante otras insistencias de un mayor uso de la fuerza, el asturiano replicó: «Conozco el precio de la libertad, pero no olvido el de la sangre humana».
Los siguientes días estuvieron marcados por el estancamiento, Cádiz seguía resistiendo y el pronunciamiento parecía condenado al fracaso, como todos los intentos anteriores. El 27 de enero Riego volvió a tomar la iniciativa y comenzó una expedición por toda Andalucía proclamando la Constitución allí donde llegase. En esos días en que él y sus hombres recorrían Andalucía, el gijonés Evaristo San Miguel, futuro secretario de Estado, compuso la letra del Himno de Riego, ligado al liberalismo español primero y, posteriormente, al republicanismo.
El nombre del de Tuña comenzaba a estar en boca de todos, sus hazañas se relataban en distintos folletos y en una renaciente prensa; los lectores querían héroes, un mito comenzaba a crecer. Mientras, los realistas eran incapaces de reducir su expedición, aunque estuviese seriamente mermada por las deserciones; a finales de febrero la revolución era secundada en La Coruña, muy poco después tenía eco en Oviedo, Zaragoza, Barcelona, Murcia y Madrid. El edificio absolutista se caía por su propio peso, la revolución triunfaba y un intimidado Fernando VII se comprometía en marzo a andar el primero por la senda constitucional. Un grito se extendía por todas las ciudades de España: «¡Viva Riego!».
Riego y la Constitución
Así pues, en marzo de 1820 la situación política española había roto el panorama de la Restauración europea. La Constitución de Cádiz entró en vigor meses después en el reino de Nápoles, donde había estallado otra revolución, y en 1821 lo haría en Piamonte. En 1822 se aprobaría una Constitución en Portugal que estuvo claramente influenciada por la Carta Magna española.

El nombre de Riego ha quedado indisolublemente ligado a esta Constitución y en los años siguientes fue claramente visto como su primer defensor. Y es que, tras seis años de absolutismo, una parte del liberalismo español consideraba que para que el rey y las viejas élites privilegiadas participasen del nuevo juego político era preciso hacer varias concesiones y modificar el texto constitucional de 1812 en un sentido conservador. Así, este nuevo liberalismo consideraba necesario ampliar las prerrogativas del monarca e incluir una cámara alta —un senado— que pudiese defender los intereses de los privilegiados frente a las Cortes; en Francia la restaurada monarquía de Luis XVIII se regía por una carta otorgada que mantenía esta dinámica. Fueron los representantes de este pactismo los que estuvieron en el gobierno la mayor parte de este período, y la figura de Riego se acabó mostrando como el símbolo de unas aspiraciones que era necesario destruir.
Con el cambio de régimen el panorama español había dado un giro de 180 grados, los liberales volvían del exilio y salían de la cárcel. Fernando VII se veía obligado a aceptar un nuevo gobierno que bautizó desdeñosamente como el de los «presidiarios», pues mayormente habían estado en prisión desde el golpe de Estado de 1814.
Se restauraban las viejas autoridades constitucionales, la Inquisición se abolía de nuevo, la prensa irrumpía a toda velocidad, las multitudes cantaban canciones patrióticas de contenido revolucionario y el Himno de Riego era de los más populares. En Europa se aceptaba la nueva situación como hecho consumado, aparentemente el rey había claudicado.
Restablecido el orden constitucional, y abiertas las nuevas Cortes desde junio, se presentaron los primeros problemas. El nuevo gobierno, encabezado por uno de los padres de la propia Constitución, el asturiano Agustín Argüelles, consideró que el ejército que había emprendido el pronunciamiento suponía un gasto superfluo y debía ser disuelto. Ya había cumplido su objetivo.
Esto despertó suspicacias, los líderes de la insurrección objetaron que la revolución no estaba consolidada, comenzaba a haber movimientos realistas que buscaban poner fin al régimen, aunque aún fuesen débiles. Muchos liberales consideraban que se necesitaba de ese brazo armado para garantizar la transición, pero el gobierno recelaba; en opinión de estos liberales moderados el régimen debía consolidarse buscando la aquiescencia de los viejos privilegiados, no la movilización y el apoyo popular.

Comenzaba así la división en el propio seno del liberalismo, entre los que afirmaban que la revolución ya estaba terminada y quienes sostenían que no había hecho más que empezar. Estos últimos serían tachados de exaltados y Rafael del Riego no tardó en verse envuelto en semejante ruptura. No dejaba de ser una incógnita, pues apenas se le conocía y a la vez su nombre estaba en todas partes. Tenía todo el encanto romántico del misterio y una exitosa gesta conspiradora a sus espaldas. Desde luego, era peligroso.
Fue Fernando VII quien le invitó al Palacio Real para concederle una entrevista y poder conocerlo personalmente. Este gesto del monarca obligaba al asturiano, recién nombrado Capitán General de Galicia, a hacer una parada en Madrid. En la capital —sede de un gobierno liberal moderado—, la contrarrevolución se empezaba a gestar sibilinamente en el entorno del monarca mientras los exaltados se reunían en las sociedades patrióticas, criticando muchas veces la timidez del nuevo gobierno. La presencia de Riego aceleró el enfrentamiento.
Riego mueve Madrid: fervor, disturbios y acusaciones
Desde el estallido de la revolución en enero de 1820, Riego llevó a cabo una política de comunicación con la ciudadanía que le distinguió del resto de líderes del pronunciamiento y que le permitieron alzarse como una autoridad moral dentro del liberalismo más inclusivo y participativo; autoridad realzada por la resignación con que asumió los constantes ataques de que fue víctima por parte de los gobiernos moderados en los años siguientes. Los ataques emprendidos por los distintos gabinetes desacreditaron al sistema que encabezaban y tienen una responsabilidad importante en su violento final.
Riego llegó a Madrid en la noche del 30 de agosto, quería aprovechar su paso por la capital para intentar disuadir al gobierno de hacer efectiva la disolución del ejército. La reunión con Fernando VII tuvo lugar al día siguiente, el 31, cuando el monarca le recibió muy afablemente. En los años siguientes, el asturiano jamás volvió a criticarle, y cuando la posición del rey se pusiera en entredicho, Riego le defendería.
En esos días que permaneció en Madrid, las críticas comenzaron a arreciar sobre su persona. El contenido de sus reuniones con los ministros empezó a saberse por las calles y se le acusó de hacer público lo dicho en conversaciones privadas; en las propias Cortes algunos diputados comenzaron a lanzar los primeros comentarios desdeñosos. Y es que Riego se empezó a identificar con los críticos a los moderados y se alzó como el rostro de quienes aspiraban al éxito del liberalismo más exaltado; el asturiano, sin embargo, nunca se sintió cómodo con ese mito —el cual no dejaba de ser la constatación de una causa liberal dividida—. El 3 de noviembre una gran multitud lo llevó por las calles de Madrid, era la muestra más palpable de su popularidad, inimaginable para cualquier diputado de la época. Esa misma noche estalló el primer escándalo.
El recibimiento de la mañana del día 3 había sido todo un éxito, el de Tuña había sido llevado por las calles de una capital que lo saludó con fervor. Aquel espectáculo tuvo una primera parada en la Fontana de Oro, café muy próximo a la Puerta del Sol en el que se reunía la tertulia de los amigos de la Constitución, formada por liberales. Allí se organizó un banquete para homenajear al célebre militar.

Aquella noche concluyó con la escenificación en el Teatro Príncipe (actual Teatro Español) del drama Enrique III. La obra sería seguida de canciones patrióticas, y Riego fue el invitado de honor a la función. En el palco se encontraba también el jefe político de Madrid, señor de Rubianes, encargado del mantenimiento del orden. Mientras se representó la obra todo fue bien, pero al concluir la pieza teatral se empezó a cantar. Los asistentes empezaron a entonar el ¡Trágala!; se trataba de un canto con un fuerte contenido revanchista, dirigida a los simpatizantes del absolutismo, y su estribillo, en clara referencia a la Constitución, decía «Trágala, perro». Rubianes entonces decidió prohibir que se entonase dicho cántico por considerarlo ofensivo y las tensiones comenzaron a subir. Una muchedumbre incluso intentó asaltar su palco, y si Rubianes se salvó aquella noche de un posible linchamiento fue por la intervención de José María Torrijos, el futuro mártir de Málaga.
La del ¡Trágala! era una canción muy conocida en una sociedad con altos índices de analfabetismo que encontraba en estos cánticos una forma de proselitismo y politización muy útiles. La misma había sido ya entonada en el mismo Teatro Príncipe en sesiones anteriores, para esas otras ocasiones el canto del ¡Trágala! incluso había sido explícitamente anunciado en anuncios de prensa. La decisión de Rubianes fue sospechosa, sobre todo si se atiende a los sucesos de los días siguientes.
¿Y Riego? ¿Cuál fue su papel aquella noche? La leyenda negra que no tardaría en rodearle le acusaría directamente de promover aquellos disturbios. Sin embargo, los testigos de la jornada aseguraron que se retiró antes de que empezase el revuelo; además, aquella canción había sido cantada en las calles de la capital desde el cambio de régimen sin haber sido prohibida hasta entonces por autoridad constitucional alguna. Entre los testigos se encontraban aliados del asturiano, como Evaristo San Miguel o el propio Torrijos, pero incluso el embajador francés, La Garde, sostuvo que Riego se había marchado antes de que la situación empezase a ponerse tensa. El embajador no tenía ninguna simpatía por el asturiano, pero el receloso gobierno moderado tenía a Riego donde quería. Comenzaba el ataque al mito, se le exoneraba de su cargo como Capitán General de Galicia y se le mandaba abandonar Madrid inmediatamente y retirarse de cuartel a Asturias.
Aquello no era todo, Argüelles tenía preparado un último golpe de efecto. En los días siguientes un extraño ambiente se había adueñado de la capital, madrileños alababan a Fernando VII como rey absoluto, lo que generó peleas callejeras con la población afín al constitucionalismo. El gobierno se mostró más preocupado para acusar a los segundos, y ante la reacción que esto generó en las propias Cortes, Argüelles decidió amenazar con abrir las páginas de aquella historia. Aseguraba que detrás de la misma había una conjura republicana, que contaba con el apoyo de famosos revolucionarios. Por más que lo exigió una parte de la cámara, nunca abrió esas páginas, pero otros dos diputados moderados como el conde de Toreno y Martínez de la Rosa dieron claramente a entender que Rafael del Riego estaba detrás de un plan republicano. República en aquellos días era sinónimo de terror y guillotina, aunque no convencieron a todos no se habló más en aquella famosa sesión de los disturbios absolutistas que se extendían por Madrid.
Continúan los ataques
Las acusaciones constantes de las que iba a ser objeto desde entonces no hicieron más que reforzar su popularidad entre aquellos que aspiraban a ampliar las conquistas de la revolución. La actitud de Riego, sin embargo, acabaría por decepcionar a muchos exaltados, pues mantuvo siempre una postura extremadamente legalista y jamás se alzó contra el gobierno. Consideró su obligación atacar un régimen autoritario y de origen ilegal, pero acató todas las decisiones de las autoridades moderadas porque eran constitucionales. Sin embargo, desde aquella sesión de las páginas las autoridades francesas empezaron a pensar que, efectivamente, existían planes republicanos y que Riego estaba detrás de ellos. Su presencia en Madrid sólo había significado complicaciones. Hay que reparar, sin embargo, que las posteriores conjuras republicanas en las que se querría ver la mano de Riego, aparecían encabezadas por personalidades que, una vez se restaurase el absolutismo, ocuparían puestos de responsabilidad política, caso de Husson de Tour o Jorge Bessières, lo que resulta bastante revelador sobre el verdadero trasfondo de las mismas.

En Asturias, el hidalgo fue objeto de un esplendoroso recibimiento, primero en Oviedo y en Mieres, y posteriormente en Cangas de Tineo, donde le esperaba su familia. Allí redactó una Vindicación en la que se defendía de las acusaciones de las que había sido víctima recientemente. También fue un momento en que pudo conocer a Teresa del Riego, su sobrina, con quien se casaría poco después en lo que parece que fue más un matrimonio de conveniencia organizado por el hermano del general, Miguel, que una relación amorosa.
En los meses siguientes el ambiente político español continuó enrareciéndose debido a los extraños movimientos del monarca y el creciente vigor que iban alcanzando las fuerzas contrarrevolucionarias. La propia Constitución de Cádiz fue derogada por la fuerza en Nápoles y Piamonte, las cuales habían sido invadidas por los ejércitos de la Santa Alianza, la cual restableció el absolutismo en esos reinos italianos. La sensación de amenaza en la España liberal iba en aumento y Riego fue destinado a finales de noviembre de 1820 a Aragón como Capitán General.
En Aragón, Riego tomaría constancia del poco arraigo que el liberalismo tenía en amplias capas de la población y apostó por la apertura de sociedades patrióticas, las cuales servían para fomentar la politización y la adhesión al régimen. Sin embargo, volvería a ser víctima de acusaciones de republicanismo por parte de un nuevo gobierno moderado, esta vez encabezado por los ministros Bardají y Felíu, que volvieron a hacer caso de ambiguas acusaciones y a apartar al asturiano de sus responsabilidades. Esta denuncia de republicanismo se desmontó muy pronto por sí sola y fomentó una ola de indignación a lo largo de todo el país. Solo sirvió para realzar la conciencia de que los enemigos del gobierno eran los liberales más exaltados y no los absolutistas.
Pero Riego conseguiría volver a Madrid ya que en diciembre de 1821 fue elegido diputado por Asturias. Sin embargo, a comienzos de 1822 se formó un nuevo gabinete moderado —aunque en las Cortes había una mayoría exaltada—, presidido esta vez por Martínez de la Rosa. Este ministro no estaba interesado en mantener la Constitución de Cádiz y de sobra está demostrado que tenía un proyecto constitucional mucho más conservador ya redactado. El nuevo plan supondría el establecimiento de un senado que pudiese frenar el ímpetu político de las Cortes, además de que fortalecía el poder del rey. Fernando VII, sin embargo, no estaba interesado en gobernar con ningún tipo de Constitución y tenía otras ideas. Así, el 7 de julio de 1822 varios batallones de la Guardia Real invadieron Madrid para restablecer el absolutismo, a la vez que el rey llamaba a Palacio a sus ministros, a quienes mantuvo encerrados. La capital se vio entonces con más atacantes que defensores, pues Martínez de la Rosa habría esperado servirse de un acto de fuerza para desarticular el sistema de Cádiz. Había perdido, sin embargo, todo control sobre la situación.
El régimen se salvó gracias a la movilización de la milicia nacional que hizo frente a los invasores. Tras el aborto de esta intentona los moderados perdieron el gobierno, que fue entonces presidido por Evaristo San Miguel. La situación del rey se hizo entonces bastante compleja, y tras una reunión con él, para calmar los ánimos, Riego pidió prohibir los vítores a su propio nombre y dio por buenas las explicaciones del monarca. Las crecientes amenazas que se cernían sobre el régimen habían llevado a muchos a pedirle que alzase de nuevo su espada; el hecho de que se negase siempre le convierten en una figura extraña en un siglo XIX en que la política española quedaría tutelada por militares como Espartero, Narváez u O´Donnell. En ningún momento Riego se puso por encima de aquella legalidad que él mismo había ayudado a instaurar; nunca intentó aprovechar su popularidad para alcanzar un poder político personal efectivo.
Una vez los moderados quedaron al margen del ejecutivo, el régimen se hacía completamente inasumible para los poderes de la Santa Alianza, los cuales optaron por la invasión en el Congreso de Verona. A comienzos de 1823 el ejército de los Cien Mil Hijos de San Luis mandados por el duque de Angulema invadía España.

El asesinato de un icono
En 1823 Fernando VII restableció el absolutismo con ayuda extranjera, hicieron falta cien mil soldados para derribar el régimen constitucional. Los distintos gabinetes liberales que gobernaron ese año no supieron organizar una defensa eficaz y el recelo a una posible deriva exaltada llevó a muchos generales españoles a claudicar sin presentar resistencia. Según el invasor avanzaba, se desató la venganza de los absolutistas; se iniciaba una dinámica represiva que continuaría hasta la muerte del rey en 1833 y que acabaría desembocando posteriormente en una guerra civil.
En cuanto a Riego, las autoridades constitucionales no le concedieron el mando de un ejército debido a su condición de diputado. El asturiano no pudo ponerse al frente de una pequeña tropa hasta los momentos finales de la guerra, cuando, una vez más, los franceses cercaban Cádiz, adonde se había retirado el gobierno. Esta vez, sin embargo, la ciudad no resistiría.

Las fuerzas de Riego quedaron seriamente mermadas, hasta el punto de que para cuando fue arrestado en septiembre en la población andaluza de Arquillos le acompañaban ya solo tres hombres. Con él iba Mariano Bayo, también el piamontés Vicenzio Virginio y el inglés George Matthewes; este último redactó al año siguiente una memoria en la que narró el calvario final del general. Fueron llevados en pésimas condiciones a Madrid, las autoridades francesas tuvieron que evitar varios intentos de linchamiento por parte de poblaciones movilizadas por frailes y sacerdotes. Riego fue humillado hasta el final, se le encerró en letrinas y se le sometió a una farsa de juicio, acusado de atentar contra la seguridad del rey. Finalmente, el 7 de noviembre de 1823 se le subió a un serón arrastrado por un burro y fue llevado a la plaza de la Cebada, donde eran las ejecuciones públicas. La horca era más alta que nunca, todos debían ver cómo el icono de la revolución moría. Subió dando un beso a cada escalón y besó también la cruz que se le presentó. El verdugo se agarró a su víctima y se abalanzó con él al vacío; tras eso, le dio una bofetada al cadáver. Contra lo afirmado bastante después por Benito Pérez Galdós, la documentación de la época sostiene que los testigos de aquel acto permanecieron en silencio, no hubo abucheos. Era el triunfo del terror y la reacción, pero, a la vez, Riego se había convertido definitivamente en mártir para el futuro movimiento demócrata español.
Para saber más
— Francisco Carantoña Álvarez (2019), «El difícil camino hacia la monarquía constitucional: 1820, del pronunciamiento a la revolución», en Glorieta Cantos Casenave y Alberto Ramos Santana (eds.), Conspiraciones y pronunciamientos. El rescate de la libertad (1814-1820). Cádiz: Editorial UCA, pp. 113-147.
— Víctor Sánchez Martín (2016). Rafael del Riego. Símbolo de la revolución liberal. Universidad de Alicante. Tesis doctoral.
— Scheherezade Pinilla Cañadas (2006). 1820-1821: Riego mueve Madrid, Res publica, nº16, pp. 77-96.
— Eugenia Astur [Enriqueta García Infanzón] (1984). Riego (Estudio histórico-político de la Revolución del año veinte). Oviedo: Consejería de Educación, Cultura y Deportes del Principado de Asturias.
— Alberto Gil Novales (1976). Rafael del Riego. La revolución de 1820, día a día. Madrid: Tecnos.
— George Matthewes (1824). The last military operations of general Riego. Londres: Simpkin and Co.
No lo había leído a fondo hasta hoy y te he de decir que es un artítuclo magnífico. Enhorabuena Manuel.