
La batalla de Solferino fue importante para el proceso de unificación de Italia emprendido por el Rey de Cerdeña-Piamonte y Duque de Saboya, Víctor Manuel II (1820-1878), que posteriormente sería el primer rey de la Italia unificada, asistido por su sagaz primer ministro, Camilo Benso, conde de Cavour (1810-1861).
Para recuperar Lombardía, dominada por Austria, acordaron con Francia el tratado de Turín, por el que se comprometieron ceder a los franceses Saboya y Niza si su ejército les ayudaba a desalojar a los austríacos. El ejército austríaco, con alrededor de 100.000 hombres y mandado por el propio emperador Francisco José I, se enfrentó a la alianza entre franceses y del reino de Cerdeña-Piamonte, que tenía unos 118.000 efectivos comandados por Napoleón III y el propio Duque de Saboya, en los alrededores de Solferino, al sur del lago de Garda.
Henry Dunant (1828-1910) tuvo una vida agitada, novelesca. Nació en Ginebra en una familia calvinista, piadosa y caritativa, con dedicación a trabajos sociales. El joven Henry visitó el penal de Toulon y observó el sufrimiento de los presos. Se integró en la «Sociedad de las almas» dedicada al auxilio de los más necesitados. Después fundaría la Asociación Cristiana de Hombres Jóvenes, conocida por YMCA por sus siglas en inglés.
Trabajó en la banca empresarial y fue enviado a Argelia y Túnez, entonces ocupadas por los franceses, para dirigir la concesión de un territorio a una colonia de suizos. Había dificultades burocráticas y decidió volver a Ginebra y acudir después directamente a Napoleón III para obtener los documentos que necesitaba. Pero el emperador francés estaba en el norte de Italia dirigiendo a las tropas franco-sardas en su lucha contra los austríacos. Viajó hasta allí para intentar que le recibiera Napoleón III. Llegó a Solferino en la tarde del 24 de junio de 1859, a los 31 años de edad.
Se encontró con un panorama desolador. En la madrugada de ese mismo día había comenzado la batalla entre los dos ejércitos enemigos, fuertemente armados y con una potente artillería. Duró nueve horas, acabó por la tarde y arrasó Solferino y los pueblos de alrededor. Las cifras que dan los historiadores son 2.400 bajas aliadas y 3.000 austríacas, 12.000 heridos aliados y 10.800 austríacos, más un número elevado de desaparecidos en los dos bandos. Así lo relata el propio Dunant:
«Hacia el final de la jornada, cuando las sombras del crepúsculo caían sobre aquel vasto teatro de masacre…se oyen gemidos, suspiros sofocados y llenos de angustia y sufrimiento, gritos desgarradores que piden socorro. El sol del día 25 alumbró uno de los más espantosos espectáculos que pueden ofrecerse a la imaginación. Todo el campo de batalla está cubierto de cadáveres de hombres y caballos… aquí y allí charcos de sangre». «Los desdichados heridos recogidos durante el día están pálidos, lívidos, anonadados…con heridas abiertas en las que la inflamación ha comenzado están como locos de dolor; piden que los rematen y, con el rostro contraído, se retuercen en los últimos estertores de la agonía». «Esquirlas de toda índole, fragmentos de hueso, retazos de vestimenta, tierra, trozos de plomo complican e irritan las heridas y duplican los sufrimientos».
Pero el ejército francés tenía pocos medios de transporte, escaso material de curas y menos médicos que veterinarios para cuidar los caballos. Los heridos que pudieron hacerlo, arrastrándose, se encaminaron hacia el pueblo más cercano, hacia el oeste, Castiglione delle Stiviere, cerca de Mantua, de apenas 5.000 habitantes y patria de San Luis Gonzaga. Eran tantos los convoyes que muchos heridos murieron de hambre y de sed. Hacia allí llegó Dunant, junto con los 9.000 supervivientes que también lo lograron.
La Chiesa maggiore de Castiglione, junto con todos los edificios disponibles, estaban hacinados de heridos que yacían sobre lechos de paja.
«Urge dar de comer y, antes de nada, beber …después hay que lavar las heridas de cuerpos ensangrentados, cubiertos de fango y de parásitos…entre exhalaciones fétidas, nauseabundas, en medio de lamentos y gritos de dolor, en una atmósfera ardiente e infecta».
También fueron a Cavriana y a Brescia, que casi duplicó su población en los siguientes días. En el total de la batalla se han calculado alrededor de 38.000 heridos o agonizantes. Dunant trabajó intensamente en Castiglione en condiciones penosas, junto con toda la población, atendiendo durante largos días a todos, franceses, italianos y austríacos, «tutti fratelli». La experiencia fue tan traumática que al volver a Ginebra quiso concienciar sobre el problema que había vivido personalmente. Escribió un libro, Un souvenir de Solferino, en el que relata los hechos. Lo editó a sus expensas en la imprenta de Jules G. Fick, inicialmente con 1.600 ejemplares.
Dunant envió alrededor de 600 libros a personalidades influyentes, sobre todo políticos y empresarios; no solo suizos, sino de toda Europa. Recibió su ejemplar el propio Emperador Napoleón III. También destacados personajes de la burguesía ginebrina, como el general del ejército Henri Dufour y Gustave Moynier (1826-1910), de una rica familia ginebrina de banqueros y mercaderes, al que le entusiasmó la idea.
Moynier era presidente de la influyente Sociedad Ginebrina de Bienestar Público, sociedad benéfica de apoyo a los más necesitados que planteó a sus socios la idea de Dunant de crear una organización supranacional que atendiera a los heridos de guerra, sociedades voluntarias de socorro que se prepararan en tiempos de paz y actuaran en tiempos de guerra.
La idea era de unos civiles organizados, no militares, humanitaria y totalmente neutral fueran cuales fuesen los contendientes. Así nació el Comité Internacional de socorro a los militares heridos, inicialmente con solo cinco miembros de la alta burguesía ginebrina y que nombró secretario al propio Dunant.

El comité logró reunir en 1864 a la primera Convención de Ginebra, con 14 Estados participantes. El propósito era doble, lograr un Tratado Internacional para que todos los heridos y prisioneros de guerra se trataran de igual manera, conservándoles sus derechos a una asistencia humanitaria fueran del bando que fueran, y que se crearan Sociedades nacionales en cada país, autónomas y neutrales.
El Primer Convenio de Ginebra sobre Mejoramiento de la suerte de los militares heridos en los ejércitos en campaña, firmado por los representantes de once gobiernos europeos más los Estados Unidos, es un logro personal de la actividad de Dunant. Giraba en torno a un nuevo «principio de neutralidad» que debía garantizarse a todos los voluntarios que atendieran a los heridos, fuera cual fuese la nación a que perteneciese. Neutralidad, protección y respeto se exigían a los ejércitos beligerantes.
También había salvaguardas para los civiles locales que colaboraran: «Los habitantes del país que presten socorro a los heridos serán respetados y permanecerán libres… todo herido recogido en una casa servirá de salvaguarda a la misma…las evacuaciones, con el personal que las dirija, será protegida por una neutralidad absoluta».
El éxito de la Convención y la firma del Convenio fueron el germen del definitivo Comité Internacional de la Cruz Roja, el CICR. Su primer presidente fue el general Dufour, al que le sucedería Moyner, que continuaría durante muchos años. Adoptó como bandera la inversa de la suiza, con la Cruz Roja sobre fondo blanco que, en los países árabes, para evitar el símbolo religioso, fue la Red Crescent, la Media Luna Roja sobre fondo blanco.
Pronto afloraron las diferencias entre Dunant y Moynier. El primero defendía una neutralidad total de la organización, totalmente independiente de los gobiernos. Moynier, más pragmático, pensaba que se necesitaría el apoyo y colaboración, también económica, de los propios gobiernos de cada país y que sería más eficaz cuanto contara con más medios, no solo con la aportación voluntaria de la población.
Las diferencias, y también la enemistad, se zanjaron por un acontecimiento doloroso. Totalmente entregado a la causa de la Cruz Roja, Dunant descuidó sus negocios personales y en 1867 entró en bancarrota, dejando muchas deudas. Ante el escándalo local fue obligado a dimitir de los órganos directivos de la Organización. En las publicaciones que conmemoraron el décimo aniversario de la fundación de la Cruz Roja se borró su nombre. Tuvo que vivir de la caridad de amigos y conocidos. Dejó Ginebra, pero siguió difundiendo sus ideas con viajes a Francia y a Inglaterra para entrevistarse con políticos y banqueros.
En 1887, ya en la miseria total, encontró refugio en un hospicio regido por religiosas en el pueblecito de Heinen. Un joven periodista suizo, indagando sobre la ya muy extendida Cruz Roja, lo localizó en 1895. Escribió un reportaje en una importante revista alemana que tituló «Henry Dunant, fundador de la Cruz Roja». Tuvo un amplio eco internacional, provocando una oleada de indignación por la ingratitud demostrada por el
CICR. Después de pasar de rico burgués a mendigo, se le rehabilitó.
Finalmente, se le concedió el primer Premio Nobel de la Paz, en el año 1901, compartido con un veterano pacifista francés, Frederic Passy (1822-1912). Los detractores de Dunant arguyeron contra este galardón que, en realidad, el suizo nunca había luchado por la paz, al contrario de lo que hizo Passy, sino solo para paliar los desastres de las guerras. El que también quedó decepcionado fue Moynier, que después fue nominado en varias ocasiones, pero nunca obtuvo el Premio Nobel.
El crecimiento posterior de la Cruz Roja hasta alcanzar sus dimensiones actuales no fue fácil. La guerra franco-prusiana de 1870-1871 fue muy breve, con una rápida derrota alemana y casi sin ocasión de intervenir. La prueba llegó con la cruenta Primera Guerra Mundial. La Cruz Roja la comenzó con solo 1.200 efectivos, que se incrementaron hasta 3.000 voluntarios a su final, con una labor efectiva.
Entre nosotros, han sido Jon Arrizabalaga y Guillermo Sánchez-Martínez, investigadores del CSIC, los que más han estudiado la evolución de la Cruz Roja, sobre todo en sus primeros años:
«Cuando, apenas cinco años después de su puesta en marcha, el movimiento de sociedades de socorro a los soldados heridos en campaña en caso de guerras internacionales se propuso examinar en qué deberían consistir sus actividades en tiempo de paz, se abrieron los debates sobre la posibilidad de ampliar su campo de actuación a otros escenarios y calamidades. El CICR defendió no añadir tareas civiles entre los propósitos humanitarios del movimiento internacional, mientras que algunas sociedades nacionales discrepaban y propusieron actuar no solo en caso de catástrofes naturales sino incluso en el socorro de heridos y enfermos en la vida diaria».
La segunda opción, tareas fundamentales en guerra, pero también trabajo en la paz, es la que se impuso y es, en gran parte, la causa de su actual expansión mundial.
Para saber más
— Arrizabalaga J. (2014). En el 150 aniversario de la Cruz Roja: nuevas cuestiones y enfoques en la historia del humanismo en guerra. Asclepio, Madrid: CSIC, vol. 66, p 027.
— Borghi L. (2018). Breve Historia de la Medicina. Madrid: Rialp.
— Dunant H. (1862). Recuerdo de Solferino, Geneva: J. G. Fick.
— Sánchez-Martínez G. (2014). Enemigos por accidente, neutrales de rebote: diversidad y contingencia en el nacimiento del humanitarismo de guerra: 1862-1864. Asclepio, Madrid: CSIC, vol. 66, p 028.