Los amantes de la Historia también suelen serlo de las ruinas. Restos o estructuras de arquitectura humana que están destruidos de manera completa o parcial a causa del deterioro por el paso de los años (y la falta de un adecuado mantenimiento) o de algún tipo de acción directa antrópica (como una batalla tras la que se destruye y abandona).
Es posible que la fascinación que solemos sentir por las ruinas tenga algo que ver con nuestra transitoriedad. Al tener ‘fecha de caducidad’, los ecos de lo que antaño pudo ser glorioso y ahora apenas se sotiene en pie pueden tener un impacto sobre nosotros.
Parece obvio que una dimensión psicológica o moral subyace en nuestra forma de ver las ruinas. Ya en el Renacimiento se dio una reflexión al respecto que quedó plasmada, por ejemplo, en los trabajos que Piranesi dedicó a las ruinas de la Antigua Roma.

En el siglo XIX, los románticos fueron todavía más directos en su relación con las ruinas, pues las consideraron el escenario adecuado para los dramas propios de sus obras. De hecho, más que prevalecer el interés por documentar de un modo realista el estado de estas edificaciones, se pretendía utilizarlas como atrezo. Especialmente, fueron ruinas medievales, con juegos de iluminación y cierto naturalismo, las que representaron en sus cuadros numerosos pintores románticos.
Pero no sólo ellos, pues tampoco nos costará mucho localizar ejemplos literarios de la utilización de las ruinas como escenarios, o casi como protagonistas, de una obra. Para profundizar sobre esto recomendamos el libro El uso de las ruinas. Retratos obsidionales, de Jean-Yves Jouannais, publicado por Acantilado, y traducido por José Ramos Monreal.
Las ruinas fueron, pues, lugar de fascinación e inspiración en el Romanticismo, movimiento en el que debemos encuadrar la obra de Luis Rigat. Es uno de los exponentes de este tipo de pintura, en la que el patrimonio en ruinas tiene una importancia especial. En ellas se suelen combinar todos los elementos caracterizadores del romanticismo aplicados a lugares ruinosos.
¿Quién puede resistirse a imaginar a quienes vivieron en este monasterio y las historias que sucedieron en él? ¿No nos invade una sensación trascendente respecto al paso del tiempo cuando visitamos un lugar en ruinas, y que no está relacionada del todo con el conocimiento histórico del lugar? Ese vértigo temporal se da con facilidad en las ruinas, que, por cierto, hay que cuidar y respetar.