«Humanidades» es una sonora palabra de la lengua española (con análogas en otras lenguas universales) que desde hace siglos denota un conjunto de disciplinas intelectuales (o ciencias «humanas»): Filología, Filosofía, Historia, Psicología, Geografía, etc. El término deriva de un vocablo latino clásico (Humanitatis) construido sobre la pluralización sustantiva de la palabra Homo. Un término que definía al ser humano en su calidad de sujeto operatorio y pensante radicado en un solo cuerpo y mente conjugados: ese extraño animal bipedestado, dotado de manos hábiles y lenguaje articulado que operaba en el mundo circundante y lo sometía a su dominio en un marco social en permanente evolución. Dicho en otras palabras: la Humanitas era el conocimiento desarrollado para comprender al ser humano, al «hombre», en su radical originalidad y finitud corpórea y cognitiva.
Si llamamos hoy «Humanidades» a todas esas disciplinas englobadas bajo un mismo rótulo es porque somos herederos de aquella época clásica originaria del vocablo y de las variaciones posteriores de sus contornos semánticos durante la edad moderna. También porque las ciencias «humanas» cristalizadas durante la Ilustración tratan de comprender y explicar los condicionantes, cambios, permanencias y límites de la vida de esos individuos singulares que necesariamente conviven mal que bien con sus iguales y evolucionan en marcos espacio-temporales. Como tales ciencias, se configuraron después de otras formas de conocimiento científico previas: las «ciencias exactas o formales» configuradas en la Antigüedad (como las matemáticas y la lógica), sistemas de conocimiento metódico y demostrativo que versaban sobre objetos ideales inmateriales y abstractos (el número, la forma geométrica o el signo simbólico); y las «ciencias naturales o experimentales» de la Modernidad (como la física o la química), sistemas de conocimiento empírico que versaban sobre objetos materiales manipulables por experimentación (a la par que predecibles y sometidos a leyes de funcionamiento inexorables).
Al contrario que la primera ciencia (sujeta al principio de razón abstracta y exacta) y que la segunda ciencia (deudora del principio de razón mecánica y reproducible), las ciencias humanas se presentaban como ámbitos de exploración de una razón propia que ni tenía la solidez de las ciencias formales ni la predictibilidad de las ciencias naturales. Su tarea consistía en explicar las variadas conductas operatorias de sujetos humanos en cuanto que no eran ideales de una razón pura incontaminada por la experiencia práctica ni tampoco objetos físicos mecánicos desprovistos de voluntad individual con el libre albedrío de la persona singular. Y de ahí, de esos atributos definitorios de sus «objetos humanos», derivaban sus irrecusables dosis de subjetivismo interpretativo, sus imperfectas verdades siempre revisables y su nula capacidad experimental porque la voluntad humana es inconmensurablemente libre en sus últimas conformaciones y no admite repeticiones ni en el tiempo ni en el espacio. Las Humanidades eran y siguen siendo «Ciencias de la Cultura» humana viva e indeterminada (ámbito de la probabilidad abierta y de la regularidad imperfecta), no «Ciencias de la Naturaleza» mecánica y necesaria y tampoco «Ciencias de las Formas» ideales metamateriales (ámbitos ésos de la predictibilidad necesaria y de la regularidad irrecusable).

¿Qué valor social pueden tener unas ciencias así definidas por sus limitaciones en contraste con otras formas de conocimiento científico de mayor grado de solidez en sus construcciones explicativas y en sus aplicaciones tecnológicas? Después de todo, cualquier joven obligado a estudiar esas ciencias formales y naturales en alguna etapa de su vida (especialmente en la educación secundaria) aprecia lo importante que es saber dividir ocho mil euros entre cinco deudores, atender a las predicciones meteorológicas antes de planificar un viaje o tomar con regularidad debida la medida exacta del compuesto químico que cura una enfermedad contagiosa, a título de ejemplo.
Sin embargo, para el caso de las «ciencias humanas», ¿qué necesidad vital exige que conozcamos el sistema vocálico de la lengua española, si ya la hablamos y hemos aprendido sin estudiarla?, ¿por qué habría de importarnos que hace poco menos de dos siglos hubiera habido una guerra de independencia antifrancesa en suelo ibérico, si nosotros no somos afectados por su destrucción?, ¿para qué debemos perder tiempo en meditar sobre si la identidad es auto-referencial o exige el contraste con una alteridad para su conformación, si ya somos un cuerpo y una mente que siente, percibe, actúa y sobrevive?
Esas cuestiones exigen respuestas claras y están en la base de lo que, desde hace décadas, se ha llamado la «crisis de las humanidades» en las sociedades actuales. Cabe empezar la vindicación de su interés crucial recordando algo tan simple como que la educación de los jóvenes es un complejo proceso formativo que les capacita para entrar en sociedad de manera plena, como integrantes activos de la misma, en una cadena de generaciones que ha venido acompañando el proceso de hominización desde su origen. Gracias a la educación, y sólo gracias a ella, ha sido posible la plástica capacidad de aprendizaje social intergeneracional característica de las sociedades humanas hasta el presente, fundamentalmente por el desarrollo de la habilidad para inventar y asimilar nuevos saberes y conductas que ya no estaban inscritas en el código genético de los hombres, en su naturaleza biológica de mamíferos superiores muy evolucionados.
Habida cuenta de la crucial labor que la educación desempeña en las sociedades humanas, es comprensible que los tratadistas clásicos adjudicaran ya dos funciones complementarias a esa institución de enseñanza y aprendizaje social intergeneracional: 1º) formar buenos profesionales de algún oficio específico o tarea práctica, siempre singular y concreta: convertirse en un competente zapatero, militar, abogado, jardinero, marinero, sastre o comerciante; y 2º) formar buenos ciudadanos capaces de ejercer sus deberes y derechos de manera universal y uniforme para todos ellos y sin básica diferencia de nivel. Una doble funcionalidad que todavía hoy sigue siendo guía y norte de la educación en todas las sociedades civilizadas, con mayor o menor éxito.
Es evidente que la primera de esas funciones está arraigada en todos los sistemas educativos, puesto que la formación profesional es útil y funcional, ya que permite el desarrollo de los educandos y genera los practicantes de los numerosos oficios, trabajos y profesiones que configuran el espectro laboral de nuestro tiempo. Y es también evidente que esa formación «orientada hacia el mercado», de matriz instrumental, requiere que los futuros profesionales dominen en algún grado el acervo de conocimientos científico-tecnológicos que las distintas disciplinas formales y naturales han venido conformando. Por eso nadie duda que un joven deba estudiar los rudimentos mínimos de las matemáticas (aritmética y geometría), las ciencias naturales (física, química, biología) o las tecnologías aplicadas (informáticas, electrónicas u otras).
Sin embargo, no siempre se aprecia que también es innegable la necesidad de la segunda de esas funciones, la formación de buenos ciudadanos, que exige que todos los jóvenes adquieran con uniforme nivel de generalidad algún conocimiento siquiera sumario de los rudimentos de las ciencias humanas. Porque sólo ellas permiten enseñar y aprender los saberes generadores de las habilidades sociales y virtudes cívicas que deben ser ejercidas sin diferencia por zapateros o ingenieros, jardineros o comerciantes, militares o sastres. Por la simple razón de que todos ellos, de manera universal, participan en la vida pública comunitaria en calidad de ciudadanos. Y en esa dimensión cívico-social, las diferencias de competencia profesional desaparecen porque la vida en común afecta a todos e importa a todos. No en vano, si bien sólo el experto zapatero sabe hacer su tarea con precisión, también es cierto que son los usuarios de los zapatos los que saben si aprietan demasiado o generan molestias que hay que corregir. Y si bien sólo el ingeniero de comunicaciones sabe proyectar y ejecutar un puente o vía férrea, igualmente es cierto que son los usuarios de esos servicios los que sufragarán con sus impuestos la obra y sufrirán sus efectos si su trazado destruye un parque natural irreemplazable, deja incomunicadas zonas vitales antes vinculadas o carece de tráfico suficiente para justificar sus altos costes.
Las Humanidades prestan sus servicios en esa dimensión formativa genérica y uniforme, ejerciendo una labor práctica de pedagogía, ilustración y filtro catártico por ser, sencillamente, componentes imprescindibles para la edificación y supervivencia de la conciencia individual crítico-racionalista que constituye la categoría básica de nuestra tradición cultural originariamente greco-romana y hoy universal. Contribuyen así a la imprescindible formación de ciudadanos conscientes, auto-reflexivos, cultivadores prácticos de la lógica formal e informal como verdaderos filósofos mundanos que perciben sus limitaciones para opinar con fundamento sobre todas las cosas, pero que también aprecian sus potencialidades para informarse y conocer la realidad de esas mismas cosas. Una tarea cada vez más imperiosa teniendo en cuenta que la abundancia de información (Internet está repleta de «mensajes» infinitos) no significa profundidad de conocimiento: «¿dónde está el conocimiento que se ha perdido en información?», se lamentaba un ilustre pensador hace ya décadas. Y aquí radica la extrema utilidad socio-cultural de las Humanidades: en esa labor de desarrollo de la conciencia moral propia del ser humano civilizado, cuya persistencia es condición de posibilidad de la propia civilización en su estado actual. Una conciencia inquisitiva que permite plantearse el sentido crítico-lógico de las cuestiones de interés público, orientarse fundadamente sobre ellas, asumir las propias limitaciones de comprensión e información al respecto y precaverse contra las abiertas o veladas mistificaciones, hipóstasis y sustantivizaciones falaces, mitológicas o irracionales. Hace ya tiempo, el ensayista Lewis Mumford expresó con claridad la importancia de esa conciencia lógica y operatoria que sostenía el edificio cultural de la humanidad en su integridad:
«Si todos los inventos mecánicos de los últimos cinco mil años fueran borrados habría sin duda una catastrófica pérdida de vida, pero el hombre continuaría siendo humano. En cambio, si desapareciese la facultad de comprender (…) el hombre se sumiría en un estado cercano a la parálisis, más desvalido y brutal que el de cualquier animal».
Por eso debe vindicarse el estudio de un mínimo de conocimientos derivados de las humanidades en la educación primaria y secundaria, además de cultivarse su desarrollo en los niveles superiores educativos en grado suficiente. No en vano, estudiando los fundamentos necesarios para comprender la lengua propia o extranjera, la historia particular o universal, la filosofía moral o presocrática, la psicología social o individual, la geografía circundante o planetaria, los alumnos aprenden a ser ciudadanos maduros y responsables. Procesando esos saberes desarrollan las facultades del intelecto propias de la humanidad en toda su potencia: la duda metódica antiescéptica, la memoria significativa, la formulación de ideas generales, la atención a la multivocidad de las palabras, la comparación relacionadora, la abstracción por inferencia, el establecimiento de juicios no contradictorios, la discriminación de identidades y alteridades, el cotejo diferencial por contraste, el raciocinio demostrativo y probatorio, el principio de cautela frente a la monocausalidad esquematizadora, el axioma de atención a la complejidad de los fenómenos, las artes de argumentación racional, etc. Y esos ejercicios cognitivos del pensamiento «sirven» utilitariamente para entender quién y cómo combatió en la Segunda Guerra Mundial, cómo y porqué se desintegró la lengua latina en múltiples (pero no infinitas) lenguas romances, para qué diferenciamos y graduamos con penas distintas una muerte resultado de un asesinato premeditado o de un acto temerario y homicida, incluso en qué se parecen o difieren una agro-ciudad y una megalópolis o qué salto antropológico cualitativo existe entre la familia, la tribu o el Estado, a título de ejemplos ilustrativos.
En definitiva, el papel de las Humanidades en el conjunto del saber es crucial y gracias a sus resultados enseñados todo ciudadano aprende unos saberes que le informan del origen y morfología de la lengua en la que habla y se comunica, de la naturaleza de las instituciones en cuyo interior opera y actúa, del universo de la cultura en la que existe y se representa, incluso del paisaje físico, rural o urbano, en el que se mueve y se desplaza. Allá por el año 1930, cuando el proceso de infravaloración de las humanidades ya estaba en marcha en el ámbito occidental, el filósofo José Ortega y Gasset advirtió contra esa tendencia suicida con palabras certeras que merecen ser recordadas todavía hoy por su lamentable actualidad:
«No podemos vivir, humanamente, sin ideas. De ellas depende lo que hagamos, y vivir no es sino hacer esto o lo otro. (…) No hay remedio: para andar con acierto en la selva de la vida hay que ser culto, hay que conocer su topografía, sus rutas, sus «métodos»; es decir, hay que tener una idea del espacio y del tiempo en que se vive, una cultura actual».