La conquista y colonización del continente americano ha sido uno de esos temas controvertidos por excelencia, cuyas aristas han supuesto roces historiográficos desde su mismo acontecimiento hasta la actualidad. De hecho, otorgar a la conquista un carácter épico o siniestro ha supuesto casi de manera inapelable (e injusta) una definición de posturas políticas, lo cual no debería ser así, pues ni es sano, ni aconsejable, ya que elimina los infinitos matices y grises que se producen en cada hecho histórico, si nos acercamos a él con la mente clara. En este caso es especialmente difícil no abordar aquellos sucesos sin caer en el maniqueísmo de la gesta o, por el contrario, de la leyenda negra. Lo cierto es que, como es natural, debieron convivir a partes iguales grandezas y miserias entendidas en el contexto de aquella monarquía hispánica tan de honor y honra, como de defensa cerrada del catolicismo.
En ese sentido se han ido produciendo aproximaciones al concepto de conquista que no vienen si no a abundar en la complejidad de aquel extraordinario encuentro entre dos mundos. El carácter cambiante de dichas producciones ha venido condicionado por los gobiernos, las ubicaciones geográficas o las etapas históricas en las que se han llevado a cabo.
La gesta comienza, si se nos permite, con el propio descubrimiento, y aquí ya entran las visiones diversas. Resultan desmedidas y afortunadas, con la irregularidad de las superproducciones norteamericanas, las obras que conmemoraban los quinientos años del hallazgo del universo americano: Cristóbal Colón, el descubrimiento (1992), de John Glen, y la más poderosa económicamente, pues contó con 47 millones de dólares de la época, 1492: la conquista del paraíso (1992), de Ridley Scott. Ambas se adornaban con una buena ambientación, pero en el segundo caso es realmente preciosista. Sin embargo, cae con desmesura en los excesos propios del tópico y de la imagen negra de la España del siglo XVI, abusando de lo execrable a la hora de retratar a la Inquisición, hogueras y relapsos mediante.
Aquel sonado aniversario mostró el otro lado de la moneda de la creación cinematográfica y, aunque las anteriores contaban con una parte de financiación española, se dieron más filmes, entre ellos una famosa y bufa obra de producción íntegramente nacional. En ella se contaba la conquista en clave de comedia con un excelente Alfredo Landa como picaresca figura central que busca suerte en las Indias. La marrana (1992), del recientemente desaparecido y siempre genial José Luis Cuerda, fue un ejemplo de cómo aproximarse a los hechos desde una perspectiva cáustica, íntima e inteligente, poniendo el acento en los personajes y no en los grandes hechos. Esta película es toda una declaración de intenciones del maestro albaceteño.
En cuanto a la conquista propiamente dicha, no son menores los esfuerzos por escorarla hacia la hoguera de las propias obsesiones. El cine acartonado, pero aventurero y liberal del Hollywood clásico —no como el reaccionario y falsamente magnificente patrio de aquellos mismos años cincuenta— ya utilizó las esencias de la conquista como base para sus aventuras. Se hace arduo olvidar al bello Tyrone Power siendo Pedro de Vargas en El Capitán de Castilla (1947), de Henry King, o a Michael Rennie como fray Junípero Serra en Las siete ciudades de oro (1955), de Robert E. Webb. En ambos casos, y como viene siendo habitual en la meca del cine, las obras devienen en un mero y entretenido ejercicio de aventuras, dejando de lado el rigor histórico o las reflexiones de calado sobre la conquista, las relaciones entre los pueblos o la justificación de los actos. Lo cierto es que estos filmes ya apuntan una constante que sí es plenamente histórica y es que la mayoría de obras sobre la conquista se centran en la búsqueda de las riquezas por parte de los castellanos, y no sólo en lo que se ha denominado conquistas nucleares del siglo XVI. Es decir, las campañas sobre los pueblos que habían logrado un grado de desarrollo político más elevado en América: los incas en la zona andina y los mexicas en Mesoamérica.

Sin embargo, el cine, como encauzador de pasiones, se ha visto centrado principalmente en sucesos extraordinarios, como la búsqueda de El Dorado. En este ámbito atesoramos dos obras maestras de muy diversa factura. Por un lado, la ya eterna Aguirre o la cólera de Dios (1977), de Wermer Herzog, en la que el nuevo cine alemán se adentraba con el histrión de Klaus Kinski a la cabeza en la expedición malhadada de Lope de Aguirre. El pulso tétrico y el abismo de la locura están retratado con fiereza y tino en esta producción. No menos brillante es El Dorado (1988), de Carlos Saura, protagonizada, entre otros, por un adusto Omero Antonutti. Fue la película más cara del cine español hasta el momento y su crudeza en las disputas de los conquistadores no eclipsó la espléndida labor de documentación del director.
A partir de ahí el estrambote se abre paso en este filón temático del cine. Tenemos desde largometrajes de animación producidos por Dreamworks, como El camino hacia El Dorado (2000), de Bibo Bergeron y Will Finn, en la que con un aire de aventura superficial y dinámica se confunden ubicaciones y arquitecturas, hasta películas ambientadas en la vida de Pizarro, cuyo coprotagonista es nada más y nada menos que Bud Spencer. Nos estamos refiriendo a la muy olvidable Hijos del viento (2000), de José Miguel Juárez.
Merecen una mención especial en todo este recorrido las películas The Fountain (2006), de Darren Aronofsky, y Oro (2017), de Agustín Díaz Yanes. La primera de ellas estuvo llena de problemas desde el inicio. Brad Pitt abandonó el proyecto y lo acabó protagonizando Hugh Jackman. Es una obra de claro carácter simbólico que se atreve a revisar las fuentes de la eterna juventud y para ello no deja de ahondar en los deseos de conquista y de traer imágenes hipnóticas a nuestra retina. Eso sí, en algunos casos bien descontextualizadas o faltas de rigor histórico, pero con un poder semiótico de gran potencia. La segunda es una obra que narra con brío y fuerza un tema tan espinoso como el de la búsqueda de una ciudad de oro en la América del siglo XVI. Los ecos de Lope de Aguirre son evidentes. Atreverse a revisitar tal leyenda en tiempos de inquisitorial corrección política resulta como poco estimulante, cuando no abiertamente audaz. El resultado es una película seria y contundente que cumple su papel de actualizar en nuestros días la reflexión sobre la conquista.
En futuras entregas de Clío va al cine daremos buena cuenta de las propuestas que sobre la conquista se han hecho desde otras cinematografías menos predominantes. Precisamente, en esas reflexiones desde posiciones periféricas, residen muchas de las virtudes más necesarias en cualquier periodo de la historia.