El background científico: los casos de Cajal y de Fleming

Se describen los casos de dos Premios Nobel de Medicina, Santiago Ramón y Cajal y Alexander Fleming, como ejemplos de que los más importantes descubrimientos científicos, además de a la genialidad personal de los protagonistas, se deben al trabajo anterior de muchos investigadores que crearon un sustrato de conocimiento sin el cual no hubiera sido posible el nuevo hallazgo.

El profesor José María López Piñero (1933-2010), el gran historiador español de la Medicina y de la Ciencia, enseñaba que los más importantes hitos y descubrimientos médicos rara vez son fruto de la casualidad o de una idea genial, sino el resultado de la cristalización de un largo trabajo anterior de muchos investigadores que crearon un suelo de conocimiento, un fértil sustrato en el que se cultivó el nuevo hallazgo.

El propio López Piñero lo ejemplificó en el caso de Santiago Ramón y Cajal (1852-1934), nuestro Premio Nobel de Medicina y Fisiología del año 1906, compartido con Camilo Golgi (1843-1926). Intentó desmontar la mitificación falseada del genial neurohistólogo, sin restarle mérito a Cajal, pero poniendo en valor la aportación de la brillante escuela histológica española anterior, donde se formó. Fue creada por Aureliano Maestre de San Juan (1828-1890), fundador de la Sociedad Histológica Española, y autor del primer Tratado de histología normal y patológica, publicado en 1879. La figura más importante de esta escuela fue Luis Simarro Lacabra (1851-1921), el maestro de Cajal.

Alexander Fleming en su laboratorio de St. Mary’s (Londres) (Wikimedia).
Alexander Fleming en su laboratorio de St. Mary’s (Londres) (Wikimedia).

Después de estudiar en Valencia y Madrid, Simarro trabajó en París con Mathias Duval, que le adhirió al evolucionismo darwinista, y con Louis Antonie Ranvier, que perfeccionó su preparación histológica y le orientó hacia la investigación de la textura del sistema nervioso. De regreso a Madrid, los discípulos de Simarro fueron nada menos que figuras como Nicolás Achúcarro, Gonzalo Rodríguez Lafora, Pío del Río Hortega y el propio Cajal.

En sus memorias, los Recuerdos de mi vida, publicadas ya en su vejez, Cajal reconoce lo que le debe a su maestro: «Debo a Luis Simarro, el afamado psiquiatra y neurólogo de Valencia, el inolvidable favor de haberme mostrado las primeras buenas preparaciones con el proceder del nitrato de plata». También le descubre el libro de Camilo Golgi Sulla fina anatomía degli organi centrali del sistema nervoso, que describe su método de impregnación cromo-argéntica de las células nerviosas y sus prolongaciones, esencial para el trabajo posterior de Cajal. Asimismo, Simarro le enseña la técnica ideada por Carl Weigert y Jakob Pal de tinción de la mielina de las fibras nerviosas con hematoxilina. Lo reconoce Cajal en sus Recuerdos:

«Fue precisamente en casa del Dr. Simarro donde por primera vez tuve ocasión de admirar excelentes preparaciones…cortes famosos del cerebro…y decidí emplear en grande escala este método… Innumerables probaturas, hechas por Bartual y por mí, en muchos centros nerviosos y especies animales, nos convencieron de que el nuevo recurso analítico tenía ante sí un brillante porvenir».

Cajal trabajó intensamente en la búsqueda de la tinción adecuada de las neurofibrillas y la encontró partiendo del proceder fotográfico, original de Simarro. Cuando en 1904 Cajal publicó su gran obra, La textura del sistema nervioso, con el análisis sistemático de todos los territorios nerviosos con el método de Golgi, demostró la individualidad de las neuronas, aclaró su génesis y ofreció un modelo estructural de su funcionamiento. En otro trabajo resumió investigaciones de Simarro sobre la estructura interna de la célula nerviosa y de los husos cromáticos.

En sus Recuerdos, Cajal escribe:

«Consagré en 1903 particular atención al método del Dr. Simarro, primer autor que logró teñir las neurofibrillas mediante sales de plata». Y escribe en una carta de 1922 a Carlos María Cortezo: «Oportuno y justo está usted al hablar de Simarro, que no ha sido apreciado en toda su valía…Yo procuraré siempre hacer justicia al que, discípulo de Ranvier, trajo de París la buena nueva de la histología… beneficiándonos a todos».

Otro caso paradigmático es el del escocés Alexander Fleming (1881-1955), quizás el investigador médico del siglo XX de fama más universal. No solo está enterrado en la cripta de la catedral de San Pablo, en Londres, sino que en vida alcanzó todos los honores, desde el Premio Nobel de Medicina en el año 1945 hasta el doctorado Honoris Causa por la Universidad Complutense de Madrid en 1948. Tiene estatuas y le han dedicado calles en las más importantes ciudades del mundo. No es para menos, ya que fue el descubridor de la penicilina, el antibiótico que cambió radicalmente el pronóstico de muchas enfermedades infecciosas, salvando innumerables vidas, una verdadera revolución en la historia de la Medicina.

Santiago Ramón y Cajal, en su etapa de estudiante de medicina en Zaragoza (hacia 1876) (Wikimedia).
Santiago Ramón y Cajal, en su etapa de estudiante de medicina en Zaragoza (hacia 1876) (Wikimedia).

Trabajó en el Hospital St. Mary´s de Londres, en el Departamento de Microbiología, el laboratorio de A. Wright (1861-1947). Fue médico militar durante la Primera Guerra Mundial (1914-1918), y en el frente de Francia vivió directamente el problema de la enorme cantidad de muertes ocasionadas por las infecciones de las heridas de guerra, que no tenían otro tratamiento que las curas locales y que acababan en una infección generalizada, la mortal septicemia. Acabada la guerra y reincorporado a su trabajo en el laboratorio del Hospital St. Mary´s, inició el mito de sus descubrimientos, comenzando con el de la lisozyma en el año 1922. Es una enzima con una gran capacidad de destrucción bacteriana que existe en las mucosidades respiratorias. La leyenda le atribuye que su hallazgo fue por casualidad, al estornudar sobre una placa de Petri con un cultivo bacteriano observó que el estornudo lisaba las bacterias.

También se atribuyó a la casualidad el que, en septiembre de 1928, poco después de haber sido nombrado profesor de Bacteriología de la St. Mary´s Medical School, al volver de vacaciones, un hongo hubiera contaminado y crecido espontáneamente en unas placas de Petri que tenía sembradas con la bacteria Staphylococcus aureus, uno de los gérmenes más agresivos y cuya infección causaba más muertes. El hongo, más tarde caracterizado como el Penicillium notatum, provocaba la lisis bacteriana, la destrucción de las bacterias de su alrededor. Fleming sospechó que el hongo segregaba una sustancia, la que más tarde se llamó penicilina, que mataba a los gérmenes patógenos e intuyó la importancia del hallazgo. Comunicó su descubrimiento muy poco después, en 1929, en un artículo en el British Journal of Experimental Patologhy, pero no fue valorado adecuadamente por la comunidad científica.

Sus hallazgos no fueron accidentales. Al contrario, muestran la gran capacidad de observación e intuición de Fleming ante el nuevo descubrimiento. Además, habitualmente se olvida el enorme legado anterior de numerosos investigadores. Desde que se descubrieron los microbios, los gérmenes patógenos y, sobre todo, el hecho de que cuando penetraban en el organismo eran los causantes de las enfermedades infecciosas, la mayoría de ellas mortales, muchos grupos de trabajo se volcaron en encontrar sustancias o medicamentos que las combatieran, que mataran a los microbios sin causar daño al enfermo infectado.

El camino fue muy largo, comenzando por la identificación e individualización de los propios gérmenes y su relación con las enfermedades que producían. Louis Pasteur (1822-1895) había establecido firmemente la causa microbiana de muchas enfermedades. Asimismo, había provocado un gran interés social por el éxito de su vacuna contra la rabia, y en 1878 pronunció su célebre discurso en la Academia de Medicina de París: La teoría de los gérmenes y su aplicación…, que inicia la lucha contra los microbios.

Otro de los grandes, el alemán Robert Koch (1843-1910) había descubierto en 1882 el bacilo que lleva su nombre, el causante de la tuberculosis, una enfermedad que hizo estragos en el siglo XIX y buena parte del XX. Además, en 1884 descubrió el bacilo causante del cólera, el vibrión colérico. Koch fue Premio Nobel de Medicina en el año 1905, el año anterior a Cajal y Golgi. Uno de sus ayudantes, Julius R. Petri (1852-1921), había conseguido fabricar en 1877 la placa que lleva su nombre, un recipiente de vidrio con una capa de sustrato, que permitió el fácil cultivo de las bacterias sembradas en su medio y la experimentación con sustancias que las destruyeran. Conscientes de la importancia de estos avances, los gobiernos se implicaron en la lucha contra las infecciones, aportaron recursos, y así se creó el Instituto Pasteur de París en 1888 y el Robert Koch Instituten Berlín en 1891.

Pero el problema principal era el tratamiento, la obtención de sustancias que combatieran la infección por los gérmenes nocivos. El establecimiento de una disciplina dirigida a investigar agentes antibacterianos se debe a Paul Ehrlich (1854-1915). Comenzó trabajando en las técnicas de coloración de las células y los tejidos biológicos, el mismo campo que seguían Golgi y Cajal, y su aportación contribuyó al éxito del suero antidiftérico de Emil A. Behring (1854-1917), que fue el inicio de la sueroterapia. Demostró que las tinciones pueden actuar como agentes antibacterianos. Ehrlich recibió el Premio Nobel en 1908 por buscar sustancias que entraran en el cuerpo infectado y destruyeran al agente patógeno sin dañar al propio organismo, lo que definió como la bala mágica. Lo consiguió poco después, con la ayuda del investigador japonés S. Hata, al hallar medicamentos efectivos contra la sífilis, el salvarsány el neosalvarsán, derivados del arsénico, pero sin sus efectos tóxicos. Fue el primer gran éxito de la moderna quimioterapia.

Le siguieron numerosos investigadores, entre ellos Gerhard Domagk (1895-1964), que continuando el trabajo de Ehrlich con las técnicas de coloración, descubrió que un colorante textil sintético, el prontosil, mataba a otro germen muy peligroso, el estreptococo, y con el que logró curar a su propia hija. Pronto identificó la sustancia antibacteriana activa del colorante, la sulfanilamida. Domagk recibió el Premio Nobel de Medicina en 1939, pero forzado por los nazis a rehusarlo no lo recibió de manera efectiva hasta 1947. Desde las sulfamidasde Domagk, el camino hacia la obtención de nuevos medicamentos antibacterianos estaba abierto. 

Después de su hallazgo, Alexander Fleming trabajó para la obtención y purificación de la penicilinaa partir de los cultivos del hongo Penicillium notatum. Era una tarea muy difícil, más adecuada para químicos, y no logró obtener cantidades importantes para ser administradas. Pero este primer antibiótico despertó un gran interés en los investigadores, activados por la Segunda Guerra Mundial (1939-1945), ya que la medicina militar alemana se había adelantado y ya disponía de las sulfamidas, el nuevo medicamento de Domagk contra las infecciones.

Ernst Boris Chain (Wikimedia).
Ernst Boris Chain (Wikimedia).
Howard Walter Florey (Wikimedia).
Howard Walter Florey (Wikimedia).

Finalmente, en 1939 Ernst B. Chain (1906-1979) y Howard W. Florey (1898-1968), químicos de la Universidad de Oxford, desarrollaron un método de purificación que permitió la síntesis a gran escala de la penicilina. Sin embargo, la industria inglesa estaba en situación crítica, totalmente volcada en la guerra y tuvieron que desplazarse a Estados Unidos para poner en marcha plantas industriales de producción masiva que permitieron la amplia difusión y utilización de nuevo fármaco, que salvó cuantiosas vidas. Su eficacia e inocuidad eran enormes: una sola dosis intravenosa de penicilinaera capaz de curar una neumonía. Los tres investigadores, Fleming, Chain y Florey recibieron conjuntamente el Premio Nobel de Medicina del año 1945.

Los avances en Medicina, como en el resto de las ciencias, se deben al esfuerzo colectivo de miles de investigadores, aunque en la mayoría de las ocasiones se individualicen en las personas cuya genialidad les permitió, además de recoger todo el legado anterior, dar un paso adelante muy decisivo, pero sus iniciadores y precursores quedan a veces olvidados.

Para saber más

—Burnet, M. (1967). Historia de las enfermedades infecciosas. Madrid: Alianza Editorial.

—López Piñero, J. M. (2005). «Luis Simarro (1851-1921), maestro de Cajal». En 12 ejemplos de contribuciones valencianas a la medicina internacional. Valencia: Fundación del Colegio Oficial de Médicos de Valencia.

—Ramón y Cajal, S. (2006). Recuerdos de mi vida. Barcelona: Crítica.

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Pedro Frontera Izquierdo

Doctor en Medicina. Profesor de Pediatría de la Universidad de Valencia.

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