Escribo estas líneas en pleno descanso estival sabiendo que serán publicadas en septiembre, el mes en que comienzan el curso, como cada año, millones de estudiantes en todo el globo. En la prensa se asocia el cliché de las promesas del nuevo año con el mes de enero, si bien personalmente, e imagino que esto puede hacerse extensible a muchos de ustedes (en tanto que alumnos o profesores), el mes que supone el punto de partida de toda mi actividad profesional es septiembre, hasta el punto en que, por deformación profesional, he pasado de contar los años sucesivamente (2017, 2018, 2019) a hacerlo a través de los binomios que marcan la sucesión de cada curso académico (2017/2018, 2018/2019, 2019/2020).
En este nuevo capítulo de Historiae tenía la intención de abordar la cuestión de la historiografía en tanto que relato, esto es, en tanto que obra literaria. Sin embargo, hay dos motivos por los que he decidido posponer esta tarea para el próximo número de Descubrir la Historia. En primer lugar, considero que puede ser interesante publicar un articulo sobre la docencia de la Historia en el número que verá precisamente la luz en el mes de septiembre, debido a que entonces muchos alumnos comenzarán de nuevo su rutina de estudio en los institutos y las facultades de toda España. Pero también, he de admitir que, como autor, julio y agosto no son los mejores meses para articular una reflexión densa y rigurosa sobre postmodernidad, teoría literaria e historiografía.
Roland Barthes en sus Mitologías, ponía de relevancia el mito del escritor que jamás descansaba, desdibujándose sus jornadas de trabajo y sus vacaciones, por estar sumido en la inagotable tarea del quehacer cultural e intelectual, permaneciendo hasta que el efecto de las musas llevase a buen puerto la publicación de su obra, de forma infatigable, cuando no estoica, sentado frente a su máquina de escribir (labor que solo altera para dar un paseo o fumarse su pipa).
La realidad no es del todo así. Los escritores, los profesores y los historiadores no somos extraterrestres ni seres míticos y, aunque les prometo que soy el primero que se anima a reflexionar sobre historia, incluso en verano, permítanme que me deje tentar por los efluvios del sol, la hamaca y el mojito aunque solo sea quince días al año.
Más allá de esta pequeña broma (léase ataque de honestidad), esta introducción resulta útil aquí para enlazar con una idea muy recurrente (una verdad instalada desde hace tiempo en nuestro imaginario colectivo): la historia es aburrida, la historia nunca está de moda, la historia como la antítesis de una canción de reggaetón. En mi labor como docente he escuchado esta misma frase sobre innumerables asuntos: la política, la economía, la publicidad… y cuando les demando atónito a mis alumnos un tema que a su juicio no sea aburrido me han llegado a sugerir que en el aula tratemos sobre un baile, una comida o un cantante determinado.
Creo que existe concretamente, en relación con la historia, un gran espacio (en francés, un décalage) entre el interés del profesor sobre su materia (para estudiar un grado durante cuatro años, y después una oposición, debe gustarnos mucho la historia) y el desinterés o desconocimiento de sus alumnos al respecto, lo que acaba por generar una enorme sensación de frustración entre el profesorado, que concluye por asumir que es la metodología la que provoca que los contenidos sean percibidos como aburridos por los alumnos (ya que el profesor sabe que realmente no lo son).
Confieso que vivo un dilema con respecto a esta situación. De una parte, me encantaría dejarme llevar por las corrientes pedagógicas actuales y lo cierto es que enseñar la guerra civil haciendo que cada alumno asuma el rol de un personaje de la época, teniendo para ello que crear en Twitter una cuenta asumiendo sus respectivos puntos de vista, entre otras actividades, es algo muy motivador tanto para el profesor como para los alumnos y el resultado es, en la mayoría de los casos, mucho más rico en matices que la sola memorización de un texto.
Por otra parte, me cuesta aceptar que un centro de estudios se convierta en una ludoteca y que el profesor deba entretener a sus alumnos para que aprendan. Me niego a ser un trilero que deba revestir de fuegos de artificio su materia, asumiendo que el alumnado con el que le ha tocado trabajar no es capaz de aprender de otra manera. Entiendo que, a través de la educación, se combaten, precisamente, el dominio de la imagen, de la novedad y de la hiperactividad, entre otras cosas, y asumirlos como propios en el proceso de enseñanza-aprendizaje niega finalmente a los estudiantes concebir la experiencia humana de una forma alternativa a la que conocen.
Así pues, de nuevo nos encontramos con un problema ya de sobra conocido por los descubridores de la historia y los lectores de esta sección. El progreso, bajo una forma determinada, en este caso la nueva pedagogía (desde el aprendizaje significativo del paradigma constructivista hasta el conectivismo preconizado por Siemens en la era de Internet) se muestra como la única opción frente a un inmovilismo conservador que, en nuestro caso, se expresa en frases con cierto aroma a elitismo o soberbia intelectual como «los alumnos no tienen el nivel adecuado» o «las generaciones actuales no son capaces de…», que solo llevan a que, a través del efecto pigmalión, se transformen en profecías autocumplidas.
En mi opinión, este problema tiene muchas aristas y, aunque en la opinión pública (no de forma inocua), parece que el peso del éxito o el fracaso de un sistema educativo pasa exclusivamente por el profesorado (al que se tacha de estar mal preparado en su ámbito, no tener suficiente formación pedagógica, o desconocer las nuevas tecnologías, entre otras cosas), lo cierto es que hay varios espacios donde la enseñanza de la Historia, en lo que nos atañe, sufre desviaciones que acaban por provocar que en el aula de secundaria sea palpable esa gran distancia a la que nos hemos referido más arriba entre el profesorado y sus alumnos.
En primer lugar, hay que mirar a las facultades de Historia. En la mayoría de los casos no encontramos que en el plan de estudios haya optativas como «procesos y contextos educativos» o «innovación docente e iniciación a la investigación educativa» de manera que no es hasta que los alumnos llegan al máster de profesorado cuando comienzan a vincular lo aprendido en su carrera con la práctica docente. En el caso de un ingeniero o un biólogo es algo que puedo entender, pero no en el caso de un historiador, teniendo en cuenta que la docencia es, a pesar de que muchos quieran negarlo, una de las salidas profesionales más recurrentes entre los egresados de esta titulación.
No alcanzo a explicar porqué los historiadores de la Academia han dado la espalda a secundaria como si se tratase de un apestado. Es necesario que más profesores de esta etapa compartan sus experiencias y conocimientos con los estudiantes de grado, y hay que acabar con la práctica de proponer optativas en función de la plantilla docente con que cuenta una determinada facultad.
En segundo lugar, hay que prestar atención al proceso de selección del profesorado. No me importa hacer pública mi opinión, aunque ello me genere alguna antipatía: me parece una aberración. Soy muy crítico con el sistema de concurso-oposición ya que considero que lo que se promueve en el fondo no es la defensa de la experiencia como un mérito sino una suerte de pacto generacional por el cual para obtener una plaza de funcionario antes hay que pasar por el rito de la interinidad.
También, no si cierta malicia, puedo ver en este punto la defensa de los intereses de un colectivo en concreto, los interinos, frente a la defensa de los intereses de todos los ciudadanos, lo que pasaría por el diseño de un sistema que filtrase a los mejores para su cargo y que no beneficiase solo a aquellos que contasen con un mayor apoyo sindical o una mayor capacidad de presión.
En el fondo, con este sistema, interinos y opositores de nuevo cuño viven un continuo enfrentamiento, dialéctico, al menos, sin percatarse de que es la administración la que se beneficia en último término de ese «ejercito industrial de reserva» que ambos componen, siguiendo el término que Marx empleaba para caracterizar a los obreros en paro.

Más allá de esto, creo que no incluir desde un primer momento a recién titulados en el sistema educativo, haciéndoles pasar forzosamente por el estudio de una oposición que puede demorarse varios años para, posteriormente, mantenerlos varios cursos en una posición de precariedad en tanto que interinos, supone una pérdida de talento, creatividad y frescura que no nos podemos permitir. Estoy abierto a practicar fórmulas intermedias como, por ejemplo, la que se aplica en el sistema francés, donde se cuenta con dos estatutos para el profesorado funcionario, de una parte el profesor certificado y de otra parte el profesor agregado. Elprimer examen es más asequible, en términos de dificultad, que el segundo, lo que permite integrar en el sistema a los más jóvenes de forma más temprana y, además, con cierta estabilidad.
Aunque, en todo caso, para mí el peor error de nuestro sistema de selección del profesorado es que se basa en la memorización de 72 temas sobre Historia, Geografía e Historia del arte, y en la resolución de un ejercicio práctico cuya mayor dificultad no es en sí su realización, sino el hecho de que puede versar sobre cualquier aspecto, por remoto o anecdótico que resulte, que guarde relación con estas tres disciplinas (no ya con el temario publicado).
Así, para ser profesor de historia, hay que memorizar mucho (¡muchísimo!) y tener la suerte de reconocer los supuestos prácticos para poder resolverlos. Hace algunos años, en Asturias, pusieron una fotografía de unos personajes históricos y había que distinguir su rostro para poder resolver el ejercicio. Yo estoy terminando una tesis de historia contemporánea de Asturias y dudo, sinceramente, si habría sido capaz de ello.
Posteriormente, hay una fase en que se demuestran las actitudes pedagógicas de los opositores, pero no suele comportar mucha dificultad ya que pueden prepararse de antemano tanto el documento que hay que presentar como la exposición que hay que realizar. Así, se da la paradoja de que escogemos a los profesores que mejor han sabido memorizar, les hacemos pasar varios años de instituto en instituto para que cojan experiencia y sin que puedan establecer proyectos educativos a largo plazo. Pero, después, les exigimos que su metodología no pase, en ningún caso, por la memorización y que innoven en el aula para que la historia no le resulte aburrida a los estudiantes. El sumun de la incoherencia.
Falta señalar que en nuestro país cada Comunidad Autónoma (CC. AA.) es la encargada de diseñar tanto este examen, variando en ocasiones la dificultad de los ejercicios prácticos o su composición (en ocasiones se trata de un ejercicio no disciplinar sino pedagógico), como el baremo de méritos (una te da más o menos puntuación que otra por la experiencia o por tu formación académica). Entre las diferentes CC. AA. no nos ponemos de acuerdo en definir quiénes son los mejores o cuáles son aquellos méritos que debemos poner en valor frente a otros. Aunque, de nuevo, maliciosamente, podemos pensar que más allá de un criterio de meritocracia, estos baremos o exámenes están diseñados desde la óptica de un proteccionismo autonómico mal entendido, algo muy común en nuestra realidad política.
Algo similar ocurre con las pruebas de EBAU, en primer lugar, porque en éstas la mayoría de apartados a evaluar requieren que el alumnado memorice los contenidos, lo que entra directamente en contradicción con la capacidad de los profesores de incorporar en las aulas metodologías alternativas, y, en segundo lugar, porque cada CC.AA. pone énfasis en un aspecto diferente del temario, calificándose de manera distinta, por ejemplo, la realización de un comentario de texto según la región en la que realicemos esta prueba, aunque su validez, en último término, sea estatal y no autonómica. No obstante, existe prácticamente un libro de texto de la asignatura de Ciencias Sociales para cada CC.AA.
La docencia es el pilar de nuestra profesión junto con la investigación. Durante mucho tiempo se ha juzgado a la historiografía en términos de productividad, indicando que solo sirve para ser transmitida en un aula. En un contexto en que la distancia entre el presente y el pasado se ha ampliado, las sociedades tienen cada vez menos memoria, y existe un enorme trecho entre los valores de las comunidades pretéritas y las formas de pensamiento actuales, solo la enseñanza de la historia, de la filosofía, de la literatura o del arte puede dotar a los ciudadanos de útiles para afectar cualitativamente su manera vivir, de pensar y de afrontar los desafíos de nuestra era.
Esto no es fácil, e implica que seamos conscientes de los dilemas a los que nos enfrentamos. Creo que una nueva forma de enseñar las ciencias sociales no solo es posible, sino completamente necesaria, y debemos empezar a abandonar criterios o decisiones que esconden intereses sectoriales (organizativos, de gestión, o meramente económicos) para que, en un sistema de educación, ser productivo o exitoso implique necesaria y exclusivamente una mejora de la educación (de todos y todas) y no solo un mejor aprovechamiento de las plantillas en relación al presupuesto estatal, un mayor poder para controlar desde la administración al profesorado, o réditos electorales para los respectivos gobiernos autonómicos, entre otras cosas.