Hay un problema: nos gustan los relatos cerrados. Planteamiento, nudo y desenlace. Y a otra cosa.
Estamos acostumbrados a esa estructura prácticamente desde que existimos como especie. Ha servido para vertebrar los relatos mitológicos, religiosos y, por supuesto, literarios. Las historias que nos contamos y que leemos siguen ese sendero, así que, cuando miramos al mundo, y cuando miramos al pasado, queremos que sigan el mismo modelo. Es una cuestión de entendimiento, de comprensión.
Sin embargo, la realidad es tozuda en su caos. Y la historia, nuestro pasado, no tiene planteamiento, nudo y desenlace, sino que es un continuo en transformación que llega hasta nuestros días.
Pero nuestras mentes se empeñan en moldearlo, en darle sentido. Así, hablamos de edades, y cuando pensamos en ciertas épocas utilizamos a reyes y otros dirigentes para encapsular su época en su propio tiempo de vida.
¿Por qué ocurre esto? No estamos acostumbrados a manejar grandes cantidades de años. Entramos en terreno fangoso cuando hablamos de Egipto, civilización que transitó cinco mil años. Cinco mil años. ¿Cuántas generaciones son esas? ¿Acaso importa? La antigua Roma se desarrolló durante más de mil años. Parece mucho, o quizá poco, si comparamos con Egipto. Pero un siglo, o mejor, una vida humana, eso sí lo entendemos, esa medida es fácilmente comprensible. Unas cuantas décadas, la vida de un rey, nos sirven para encajar la historia y que esta cobre sentido.
Planteamiento: el rey nace, un periodo nace; nudo: el rey tiene problemas durante su reinado, la época bulle con esos mismos problemas; desenlace: el rey los resuelve o quedan en herencia; el periodo se acaba, y queda señalar si ha sido brillante o decadente.
Cuando terminamos de perfilar cada época, otorgamos una serie de características al período y nos quedamos tranquilos. Historia en morcillas, bien separadas entre sí.
Todos caemos, de una manera u otra, en lo expuesto. Nos encanta el planteamiento-nudo-desenlace. Es muy difícil desengancharse de esa estructura, pero consolémonos, peor lo tienen los astrofísicos.
Sin embargo, influyen muchos factores en el proceso de dar forma al pasado y exponerlo, es decir, de hacer la historia. Por ejemplo, los vacíos, el azar y la causalidad.
El primero es fácil de explicar, y es que, por desgracia, no podemos analizar el pasado en su totalidad: existen vacíos. No sabemos todo lo que ocurrió en el siglo III, ni en el XX. Porque hay documentos que no han llegado a nosotros, o incluso algunos que nunca fueron escritos y, por tanto, quedan sucesos sin explicación, o sin huella. Historia que nunca conoceremos porque nos es imposible. Acontecimientos que conocemos poco, o incluso que conocemos bien, pero aun así tienen sombras.
También están el azar y la causalidad. A los historiadores, y a todo el mundo, les gusta saber el porqué de las cosas. Si no conocemos las causas, las motivaciones, todo lo que llevó a un acontecimiento y qué desencadenó, nos sentimos insatisfechos. Pero, como hemos dicho, existen vacíos y, además, en ocasiones entra en juego el azar. Los vemos en nuestro día a día, tanto los vacíos como el azar. Sin embargo, a la hora de mirar hacia atrás, queremos que todo cuadre y, en ocasiones, se sobreinterpreta. Nos pasamos de frenada con las explicaciones, vemos relaciones causa-efecto donde no las hay.
Porque, al fin y al cabo, cuando leemos una novela, sabemos qué piensa el asesino, por qué el mayordomo es inocente, y por qué la víctima está muerta.