Los cafés del siglo XIX. Espacios de pensamiento crítico

Exponemos uno de los elementos que inspiró la creación del medio de reflexión cultural ‘El Café de la Lluvia’. Se trata de los cafés del siglo XIX.

Siempre hubo espacios de conversación destinados al conocimiento, al cruce de ideas y al ejercicio de reflexión. En lo que a los cafés respecta, estos nacen a mediados del siglo XVIII, pero su proliferación se dará en el siguiente siglo. Será el liberalismo el que permita que la producción cultural y política rompa los círculos de las Reales Sociedades Económicas del País, hijas de la Ilustración, llegando a otro tipo de personas y espacios.

No será casualidad que los cafés comiencen a definirse en el Cádiz de la guerra de la independencia (1808-1814) y, por tanto, en el contexto de la redacción de la propia Constitución (1812). La ciudad era una isla ante la invasión napoleónica y un canal permanente de comunicación con el exterior, su posición ha sido una puerta permanente al comercio y, con ello, al fluir de las ideas. La burguesía tuvo un papel muy importante en aquellos vientos de cambio y los cafés fueron el lugar idóneo para reflejar las nuevas tendencias culturales y políticas.

Juan Francisco Fuentes, profesor de la Universidad Complutense de Madrid, destaca en un artículo titulado «La sociabilidad política. Espacio público y parcelas de libertad», algunos de aquellos cafés gaditanos como el café de Apolo, el del León y el Cosi, entre otros, pero lo interesante es lo siguiente que apunta: «Uno de los periódicos liberales publicados en el Cádiz de las Cortes, El duende de los Cafés, recoge en su propio título ese particular maridaje entre el lugar por excelencia de la nueva sociabilidad liberal y la prensa periódica como órgano esencial de una opinión pública todavía en formación». En esta cita de Juan Francisco Fuentes reside una de las claves para comprender la simbiosis que se produjo entre los nuevos canales de comunicación y los espacios en los que podía influir el mensaje de estos.

Si con los vientos de Cádiz comenzó a definirse el café, en el Trienio Liberal (1820-1823) adquirió completamente su personalidad. Tras el levantamiento de Riego llegó la libertad de imprenta —ya reflejada en la constitución de 1812, desoída por Fernando VII—, lo que supuso la eclosión de folletines y periódicos que posteriormente se leían en las tribunas de los cafés y sobre cuyos contenidos se debatía.

El café de Levante, de Leonardo Alenza y Nieto en 1830-1845 (Biblioteca Nacional de España).

Uno de los aspectos que hay que tener en cuenta es que nos encontramos en un momento en el que comienzan a surgir un gran número de sociedades. Muchas de ellas operaron en la clandestinidad en aras de derrocar el régimen de Fernando VII. Estas sociedades solían tener su reflejo en la prensa, mientras que algunos cafés eran utilizados como sedes o puntos de encuentro. De este modo tenemos en Madrid a los Amigos de la Libertad en el Café de Lorenzini y a la Sociedad patriótica de los amigos del orden en la Fontana de Oro. Este último lugar seguro nos es más familiar gracias a la novela de Benito Pérez Galdós (1870). En esta obra describe la Fontana de Oro reflejando de manera muy acertada la atmosfera que podía respirarse en aquellos años:

«En la Fontana es preciso demarcar dos recintos, dos hemisferios: el correspondiente al café, y el correspondiente a la política. En el primer recinto había unas cuantas mesas destinadas al servicio. Más al fondo, y formando un ángulo, estaba el local en que se celebraban las sesiones. Al principio el orador se ponía en pie sobre una mesa, y hablaba; después el dueño del café se vio en la necesidad de construir una tribuna. El gentío que allí concurría era tan considerable, que fue preciso arreglar el local, poniendo bancos ad hoc; después, a consecuencia de los altercados que este club tuvo con el Grande Oriente, se demarcaron las filiaciones políticas; los exaltados se encasillaron en la Fontana, y expulsaron a los que no lo eran. Por último, se determinó que las sesiones fueran secretas, y entonces se trasladó el club al piso principal. Los que abajo hacían el gasto tomando café o chocolate, sentían en los momentos agitados de la polémica un estruendo espantoso en las regiones superiores, de tal modo, que algunos, temiendo que se les viniera encima el techo con toda la mole patriótica que sustentaba, tomaron las de Villadiego, abandonando la costumbre inveterada de concurrir al café».

Con la vuelta de Fernando VII en lo que conocemos cono Década Ominosa (1823-1833), las libertades se restringieron nuevamente, pero el germen liberal seguía creciendo a pasos agigantados y el desarrollo del periodismo tuvo mucho que ver. En aquella época, el periodismo, la cultura y la política estaban muy unidas, por lo que resultaba muy difícil separarlas. Es muy ilustrativo el epígrafe que el costumbrista Mesonero Romanos le dedica a este nuevo tipo de individuos en su Cuadro de costumbres:

«El muchacho, que así lo comprende, monta en la diligencia peninsular; arriba felizmente orillas del Manzanares; se hace presentar en los cafés de la calle del Príncipe y en las tiendas de la Montera, en el Ateneo, y en el Casino; lee cuatro coplas sombrías en el Liceo; comunica sus planes a los camaradas, y logra entrar de redactor supernumerario de un periódico. A los pocos días tiende el paño y explica allá a su modo la teología política: trata y decide las cuestiones palpitantes; anatomiza a los hombres del poder; conmueve las masas; forma la opinión; es representante del pueblo, hace su profesión de fe, y profesa al fin en una intendencia o una embajada, en un gobierno político o un sillón ministerial».

Será en uno de esos cafés de la calle Príncipe de Madrid en los que a partir de 1829 un jovencísimo Mariano José de Larra —me es inevitable mencionar al menos unos de sus primeros artículos bajo el título de «El café», publicado en el Duende Satírico del Día el 26 de febrero de 1828— se reunió con otras personalidades del mundo de las letras y las artes en tertulia romántica. Se trataba del café el Parnasillo y algunos de los nombres propios que por allí pasaron no necesitan presentación: Espronceda, Patricio de la Escosura, Madrazo, Villalmil, Esquivel y el propio Grimaldi, director del Teatro Príncipe, entre otros.

El café, de Ricardo Baclaca en 1830- 1840 (Museo de Bellas Artes de Bilbao).

Espacios en ocasiones angostos, envueltos en humo e insalubres, pero focos claros de producción cultural y crítica. Por tanto, no nos puede extrañar que en los tiempos más férreos de Fernando VII la propia policía escribiese cientos de informes sobre estos lugares, pues allí se tenía el poder de influir en la opinión pública y por tanto hacer caer unas políticas que ya en los últimos suspiros de vida de Fernando VII se fueron apagando.  

Para saber más
—Mesonero Romanos, R. (2010). Cuadro de costumbres. Tipos, caracteres, grupos y bocetos por el curioso parlante. Madrid: Homolegens.
—Sánchez, R. (2005). Románticos españoles. Protagonistas de una época. Madrid: Síntesis.

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Javier Fernández Negro

Fundador y director de 'El Café de la Lluvia', medio de reflexión cultural. Historiador y comunicador.

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