La brujería como elemento demoníaco
A mediados del siglo XIV, Europa se encontraba inmersa en plena crisis de fe. La peste negra había acabado con la vida de uno de cada tres habitantes, la pobreza campaba a sus anchas, el feudalismo comenzaba a desaparecer, y el Cisma de Occidente distaba mucho de verse resuelto.
La pugna de dos Papas (uno en Roma y otro en Aviñón) por el poder de la Iglesia católica entre 1378 y 1417 fue el desencadenante de un progresivo sentimiento de temor hacia los enemigos de la fe cristiana, quienes amenazaban con destruir los principales pilares de la Iglesia a través de la adoración de su principal rival y enemigo: el Demonio.
Ya a finales de la Edad Media podemos encontrar la definición de «Satanás» (El Enemigo) en los textos del Nuevo Testamento. Tanto él como su armada de acólitos infernales fueron los encargados de tentar a Jesús en el desierto, así como de intentar alejarle de las enseñanzas de Dios y el camino del bien.
Esta aparición no tiene cabida, sin embargo, en los textos del Antiguo Testamento, al tratarse el judaísmo de una religión monoteísta. Este libro considera a Yahvé como el único causante del bien y del mal, dejando al margen a un supuesto poder maligno.

Con la expansión del cristianismo a lo largo y ancho de Europa, los grandes jerarcas católicos se dan cuenta del peligro que supone la pervivencia de los dioses paganos herederos de las deidades griegas y romanas en algunas zonas. Así pues, comienzan a demonizarlos incluyendo muchas de sus características físicas míticas en la figura del demonio cristiano (es el caso, por ejemplo, de los cuernos y la apariencia de chivo del dios romano Pan y de su coetáneo celta, Cernuno).
Este demonio de forma caprina, también conocido como Lucifer antes de rebelarse contra Dios y convertirse en el «ángel caído», cuenta con un ejército de súcubos dispuestos a obedecerle y a hacer el mal. Estos podían transformarse en seres humanos o animales, o incluso utilizar sus cuerpos para llevar a cabo sus fechorías, entre ellas, la seducción de sus víctimas potenciales.
Estas, por lo general, solían entregarse a ellos a cambio de placer sexual, beneficios económicos o la adquisición de poderes sobrenaturales. A partir de ese momento, vendían su alma al diablo y colaboraban con él en su labor de destrucción de la cristiandad.
Estas víctimas, por lo general, solía ser casi siempre mujeres. Si bien es cierto que la práctica de la magia data de tiempos inmemoriales, no es hasta comienzos del siglo XII cuando se convierte en una actividad asociada al culto a Satanás. Antes de ello, los hombres (magos) y mujeres (brujas) que practicaban la magia gozaban en sus comunidades de cierto respeto y consideración, ya que se les asociaba también con la magia blanca y la capacidad de curación y adivinación.
En ningún momento se consideraba que la realización de estos rituales se tratase de una ofensa contra Dios, por lo que, hasta mediados del siglo XIV, magos y brujas pudieron vivir con relativa tranquilidad.
Con la llegada de la crisis de fe que da paso a la Edad Moderna en Europa, la figura del mago pasó a convertirse en la del hereje. Se consideraban como apóstatas que renuncian a Dios y que, además, tiene la capacidad de hacer tratos con el demonio e incluso de dominarlo.
Pese a lo que pueda parecer, esto les daba a los hombres acusados de herejía cierta ventaja con respecto a sus compañeras femeninas, las brujas, puesto que un hombre capaz de retar al diablo a menudo era visto con una mezcla de terror y admiración.
Según los datos, de hecho, tan solo un 20% de los acusados de brujería fueron hombres, y la mayoría corrieron esta suerte por estar relacionados de manera directa con una bruja (padre, marido o hijo), o por presentar antecedentes penales previos. En estos últimos casos, la acusación se utilizaba de forma falsa para incrementar la pena de un reincidente.
En cuanto a las brujas implicadas, su papel en la adoración del culto al diablo se considera que era, básicamente, el de un elemento pasivo y servilista. Dada la creencia popular de la libido incansable de las mujeres, estas eran los principales objetivos de los súcubos, que se aparecían ante ellas en forma de jóvenes apuestos.
Según la creencia popular, accedían a los requerimientos de los muchachos, pero descubrían el engaño demasiado tarde, y se veían en muchas ocasiones obligadas a vender su alma al Maligno, quien se alimentaba de ellas a través de sus «familiares», animales encargados de succionar la sangre de las brujas a través de un orificio escondido. Además, quedaban señaladas con la «Marca de la bruja», rasgo distintivo para identificar a una adoradora de Satanás. De la misma forma, también se las conocía por organizar orgías en honor al Demonio, volar en escobas y asesinar niños para después comérselos.
Estas dos últimas características beben de dos antiguas leyendas. Una de ellas, de origen griego, es la de Lamia, reina de Libia y amante de Zeus, que se hizo tristemente famosa por beberse la sangre de los niños después de que Hera, la esposa de Zeus, asesinara a los suyos.
La otra, algo menos escabrosa, proviene de antiguas narraciones orales de Francia e Italia, que aseguraban que la diosa griega Diana sobrevolaba los hogares con su grupo de strigae (mujeres voladoras) para proteger los hogares y ayudar a las familias.
Ambas historias se solapan con la llegada del siglo XV, dando forma a la iconografía más popular para representar a las ya mencionadas brujas.
Las cazas de brujas en Europa
Según los testimonios de la época, las brujas solían presentar una serie de características comunes. Por lo general, eran mujeres viejas, poco agraciadas y pobres. Este último apunte es muy relevante, ya que muchas de las víctimas de brujería eran ancianas sin recursos que eran consideradas un estorbo para su pueblo o familia, por lo que se convertían en el chivo expiatorio perfecto para justificar una mala cosecha, una plaga o una tormenta especialmente brusca.

También estaban asociadas a ciertos trabajos, como es el caso de las parteras o las curanderas. Ambas tenían la capacidad de curar y sanar a las personas, pero también de provocar la muerte o causar mucho dolor si así lo deseaban (o también de una manera circunstancial, por complicaciones en cualquier proceso). Llegaron a ser tan poderosas a ojos de la gente, que se convirtieron en potenciales sospechosas de brujería cuando comenzaron las cazas.
Estas mujeres, en muchos casos, eran conocidas por su lengua viperina, y por poseer un carácter agrio, rebelde y reivindicativo. La independencia, el carácter y la falta de sumisión eran valores asociados a las sirvientas del demonio, por lo que cualquiera que hiciera alarde de este tipo de personalidad pasaba a ser un potencial objetivo.
De la misma forma, las mujeres pobres solían ser analfabetas, por lo que no tenían opción alguna de defenderse ante un tribunal cuando eran acusadas. De hecho, solían acabar autoinculpándose debido a la tortura física y psicológica a la que eran sometidas, y eran obligadas, además, a denunciar a otras brujas.
Solo en Tréveris (Alemania) 306 mujeres acusaron a otras 1.500 supuestas cómplices y cada una de estas, a su vez, dio una media de 20 nombres nuevos. Aunque es cierto que de la acusación a la sentencia de culpabilidad había un largo camino, la histeria colectiva se adueñó de toda Europa, especialmente de la zona del Sacro Imperio Romano, y no tardo en extenderse por todo el continente.
Al contrario que en Inglaterra, donde la tortura estaba prohibida, Alemania se hizo tristemente famosa por sus crueles y dolorosos métodos, así como por las vejaciones a las que eran sometidas las acusadas. Estas tenían que ser examinadas físicamente (siempre por uno o varios hombres) en busca de la marca del demonio. Esto daba pie a toda clase de abusos y agresiones sexuales y, en casos extremos, a la muerte.

El sadismo, fuertemente incrementado por la carga sexual asociada a la mujer y su relación amorosa con el diablo, provocó que tres de cada cuatro ejecuciones de brujería en Europa se dieran en este país, concretamente en los territorios de mayor influencia católica. En la zona de Trier, entre 1587 y 1593, 368 brujas fueron quemadas en la hoguera, y dos pueblos quedaron solo con una sola mujer en cada uno.
Pese a lo que pueda parecer, la gran mayoría de los juicios fueron llevados a cabo por tribunales populares. La Iglesia no solía tomar partido en estos ajusticiamientos, que solían ser instigados muchas veces por las clases más altas, con el fin de conseguir la aprobación popular. Fueron, sin lugar a duda, los miembros más cultos y ricos de la sociedad los que se encargaron de sembrar la semilla del miedo y la irracionalidad entre los campesinos y las clases más pobres.
Lamentablemente para ellos, las cazas de brujas, que en un principio seguían un mismo patrón, fueron amplificándose y ramificándose a medida que cundía el pánico. Pronto se incluyeron entre las acusaciones a miembros del clero «poseídos por el demonio»; miembros de las altas esferas de ambos sexos, e incluso chicas jóvenes que no tenían nada que ver con el estereotipo físico de la bruja típica.
Estos últimos casos solían responder a una venganza, generalmente llevada a cabo por un hombre de buena familia que, tras un intento fallido de seducción a una joven con menos recursos, trataba de recomponer su orgullo a base de una acusación de brujería.
La caza de brujas en España
Aunque los encargados de sentar las teorías demonológicas fueron los inquisidores españoles e italianos, ni España ni Italia fueron especialmente partícipes en las cazas de brujas: pensaban que estas personas estaban equivocadas, no que sus creencias fueran malignas.
Caso aparte es el de Zugarramurdi, en Navarra. Una vecina de este pueblo del norte de España denunció un supuesto aquelarre (posiblemente en un sueño) y su inocente historia acabó derivando en 53 acusaciones de brujería secundadas por un centenar de vecinos que, a causa de la ya mencionada histeria colectiva, afirmaron haber sido testigos de varios encuentros de este tipo entre 1610 y 1611.
Irónicamente, fue un inquisidor llamado Salazar el que libró a la mayoría de los acusados de la hoguera, al considerar las acusaciones hechas por menores con poco fundamento. No tuvieron la misma suerte, por desgracia las 6 personas que finalmente murieron quemadas, ni las 5 mujeres que murieron en la cárcel (una de ellas no pudo soportar la situación y se suicidó).
Por lo general, la Inquisición española en la Edad Moderna estuvo más centrada en implementar los castigos más crueles en judíos, musulmanes y practicantes de sodomía que en las brujas, siendo estas un mal menor que podía atajarse con una pena máxima de unos cientos de latigazos y un posterior exilio.
Los juicios de Salem
Una de las cazas de brujas más conocidas y tristemente famosas fue la ocurrida en la zona de Nueva Inglaterra (Estados Unidos) entre 1692 y 1693. 150 personas fueron acusadas de brujería, de las cuales 29 fueron procesadas, y 11 de ellas, ahorcadas. Otras cinco murieron en la cárcel.
Estos datos no serían demasiado relevantes en comparación a los ocurridos en Europa, sino fuera por el marcado componente del extremismo religioso puritano. Para ello, debemos remontarnos a la época de las primeras colonias británicas en el continente americano.
La colonia de la bahía de Massachussetts empezó a formarse en 1630, con la llegada del segundo barco inglés procedente de las Islas Británicas: el Arbella. Los viajeros, mayoritariamente puritanos, huían de la persecución religiosa sufrida en Inglaterra y buscaban en América su propia tierra prometida, también llamada por John Winthrop en sus escritos «City upon a hill».

Consideraban que la Iglesia protestante se había corrompido y que estaba en su mano crear una nueva sociedad pura y trabajadora, basada fielmente en los preceptos de la Biblia. El puritanismo se oponía a la supremacía del rey como cabeza de la Iglesia, así como al uso de la decoración ostentosa tanto en las iglesias como en la vida diaria de los feligreses. Daba mucha importancia a la educación y a la Ilustración, la única forma, según ellos, de entender la Biblia y sus enseñanzas. De la misma forma, profesaban la pesimista creencia de que todos los seres humanos estaban avocados a la maldad desde el día de su nacimiento, y que solo una vida de perfección y pureza podría salvarles.
No es de extrañar, por tanto, que, en comunidades tan pequeñas, endogámicas y con unas creencias religiosas tan negativas respecto a la condición humana, se produjera un brote de histeria relacionado con la brujería.
Entre 1692 y 1693, las aldeas de Boston, Charlestown, Ipswich y Salem apresaron a más de 150 personas sin prueba alguna. Se cree que semejantes delirios pudieron estar provocados por una supuesta intoxicación alimentaria causante de ergotismo (enfermedad provocada por alimentos contaminados con hongos alucinógenos), que no tardó en extenderse a causa del fanatismo religioso de las congregaciones.
Breve, aunque muy intenso, este episodio en la historia de Estados Unidos sigue siendo motivo de estudio y de vergüenza debido a sus características particulares. Las razones exactas de esta caza de brujas todavía se desconocen, al igual que en Europa, pero sí que hay algo que podemos afirmar con claridad: el aislamiento al que la población de Nueva Inglaterra estaba sometida pudo ser el caldo de cultivo de estos asesinatos.
Todavía hoy hay cientos de miles de perfiles no identificados que hacen imposible contabilizar el número de víctimas. Que la gran mayoría fueran mujeres, y que estas fueran consideradas proclives a mantener sexo con el demonio debido al «carácter libidinoso femenino»; la brutalidad de las humillaciones y abusos sexuales a los que únicamente se sometía a las mujeres y las características psicológicas asociadas a las brujas (como la falta de sumisión o la rebeldía) hacen que muchos estudiosos califiquen estos sucesos como el «primer genocidio femenino de la Historia».
¡Hola! Me llamo Alicia y soy estudiante de Fotografía; estoy haciendo una investigación para mi TFG de este tema y quisiera saber las fuentes de este artículo. ¡Muchas gracias y un saludo!
Hola, Alicia!
Claro. Para el artículo se han usado los siguientes ensayos:
-La caza de brujas en la Historia Moderna, de Brian P. Levack
-La Caza de brujas en Europa, de Anne Llewelyn Barstow.
Un saludo!