Historiae. La academia

Leemos un artículo historiográfico. Es un texto interesante y riguroso. Lo firma un doctor en historia. Esto es,
a priori, un elemento que incide en la fiabilidad del escrito que acabamos de ojear. Sin embargo: ¿qué sabemos de la academia?, ¿qué criterios se emplean para decidir quién debe ser profesor universitario y quién no? ¿Cómo selecciona el sistema a los mejores?, ¿son estos realmente los mejores?, ¿tienen este tipo de variables influencia en
la manera en que aprendemos o descubrimos la historia?,
¿y en la forma en que escribimos sobre el pasado?

Experimenta hoy esta sección su particular Rubicón. En el momento en que escribo estas líneas dudo si abordar el tema de la academia y hacer públicas mis reflexiones al respecto o, simplemente, laisser tomber (disculpen el galicismo). Saben los lectores fieles a Historiae que nuestra intención aquí no es otra que aproximarnos a la curiosidad original que guía toda pesquisa que tiene como objeto el pasado, esto es, diseccionar ese instante en que miramos unas ruinas, una fotografía o leemos un artículo de prensa y nos preguntamos cómo eran las cosas en el tiempo en que se construyó aquel edificio, se tomó aquella instantánea o se imprimió aquel periódico.

Por este motivo, este artículo tenía como objeto, tras haberse ocupado en números anteriores del papel de los historiadores como intelectuales, de la idea de progreso y de los sujetos de la historia, analizar la obra historiográfica como texto, como una suerte de pieza narrativa, haciendo alusión, entre otras cosas, a las críticas que a este respecto ha asumido recientemente nuestra disciplina desde el paradigma de la postmodernidad. Sin embargo, antes que abordar este nivel de la historia en tanto que texto o en tanto que narrativa cabe interrogarse por el espacio en el que van a producirse y por el cual van a circular estos escritos, por la posición que ocupan en este sistema sus autores, y por las normas que, finalmente, van a articular y justificar la dimensión referencial de una gran parte de artículos historiográficos (esto es, aquellos elementos que sancionan, en último término, la diferente naturaleza de la historiografía y de las novelas históricas).

La investigación en España goza relativamente de buena salud (a pesar de los recortes y gracias, en buena medida, a que existen muy buenos profesionales en este campo). Sin embargo, tengo la impresión de que, al menos en el terreno de las ciencias humanas y sociales, no somos capaces de emplear los mismos instrumentos de análisis que aplicamos sobre nuestros objetos de estudio a nuestra propia situación socioeconómica, nuestras propias formas de socialización, o a las directrices que guían nuestras propias investigaciones, entre otras cuestiones.

Existen, simplificando, tres grandes canales por los cuales se difunde la historia. El primero es la investigación, el segundo la docencia y el tercero la divulgación. Pese a que tanto la docencia como la divulgación tienen mayor influencia social que la investigación (ya que alcanza a un número más amplio de personas), existe una necesaria relación de subordinación entre los conocimientos que se demuestran científicamente en el seno de la academia y los contenidos que sirven de base para la enseñanza y divulgación de la historia.

En este sentido, aunque los textos fruto de la investigación histórica no llegan en su forma original al grueso de los lectores, tienen una importancia capital en el conocimiento que éstos ostentan sobre el pasado, al servir de base de los productos culturales que en último término consumen. Por todo ello no deja de sorprender que la forma en que estos conocimientos se construyen o se verifican permanece oculta al gran público y que, en gran medida, ni siquiera preocupa (o merece un análisis de igual calado y profundidad que el que se proyecta en sus estudios) a los principales agentes implicados en esta tarea: los historiadores profesionales (o, más precisamente, los historiadores universitarios).

Hace unos años tuve la oportunidad de participar en un congreso sobre educación en el ámbito universitario. Mi comunicación se interrogaba sobre la pertinencia y/o adecuación de los actuales criterios de acceso a la profesión docente. Al finalizar mi exposición, algunos de los presentes, en su mayoría profesores universitarios, tomaron la palabra. Lamentaron, en primer lugar, la realidad de algunos de los puntos que había señalado (en gran medida extraídos de una legislación todavía vigente), concluyendo, sin embargo, que pecaba en exceso de pesimismo, pues, según afirmó alguien en la sala: «aunque cuando estas empezando parece que es todo muy negro, al final van saliendo las cosas». Quedé muy sorprendido ante esta afirmación porque para nada mi intención era señalar «lo oscuro» de llegar a ser profesor en una facultad (y mucho menos en relación a mi experiencia individual en tanto que doctorando), sino, simplemente, debatir con otros colegas sobre uno de los puntos más importantes del sistema educativo (si no el más relevante), esto es, la forma que tenemos de filtrar a quienes formarán parte (o no) del profesorado universitario (con todas las consecuencias que ello conlleva).

Esta anécdota me parece que muestra un claro equivalente con una situación muy típica que se denuncia hoy desde algunos sectores progresistas: hay personas que, objetivamente, ostentan un privilegio social y que, sin embargo, no son capaces de reconocerlo. Así, por ejemplo, un hombre no es consciente de que por ser hombre hay determinadas situaciones que le benefician socialmente, de igual manera que ocurre en relación con nuestra condición sexual, en función de nuestro color de piel, nuestra clase social, etc. No quiero decir con esto que los profesores sean unos «privilegiados» (no van por ahí los tiros) sino que es bastante complicado que aquellas personas que alcanzan este particular estatus sean, a posteriori, capaces de juzgar si los criterios que les han permitido, precisamente, alcanzar esa posición son en algún punto inadecuados. Desde su experiencia personal «las cosas van saliendo» (ya que a ellos les «ha salido») por lo que el sistema, con sus pros y sus contras, funciona y tiene, aparentemente, mecanismos para autocorregirse. En todo caso, creo que por respeto a todos aquellos a los que el sistema les cerró las puertas, a los que las cosas no les salieron (y que permanecen invisibilizados, ya que su voz no alcanza a promover críticas sobre el sistema al no formar parte del mismo), deberíamos ser capaces de decirles que esto es así, que ellos no son profesores universitarios (o historiadores profesionales, o, simplemente, doctores), porque realmente la persona que ha alcanzado frente a ellos esta meta, es, objetivamente, según unos criterios consensuados y legítimos, la mejor para ocupar ese puesto.

Biblioteca de la Universidad de Bolonia (Italia) (Wikimedia).

¿Cuáles son estos criterios a los que nos referimos? En primer lugar, hay que tener un doctorado. Unos estudios que, frente a otros, no tienen asociado un sistema de becas. Y alguien en este punto levantará la ceja extrañado, asumiendo mi total desconocimiento al respecto. Debe tratarse de un error. Claro que hay ayudas para hacer un doctorado. Pero, piénsenlo bien ¿Existen becas para realizar el doctorado? Lamentándolo mucho la respuesta es no. Existen programas (que asumen la condición de contratos) para formar al profesorado universitario que llevan asociadas para su asignación determinados criterios que estimulan la competencia de los candidatos: que su plan de estudios tenga un determinado estatus, que el director/a del proyecto cuente con un buen currículum, la media del expediente académico de grado/máster, etc.

Parece ser que la universalidad de la educación en nuestro país, esto es, que cualquier ciudadano, si así lo desea, pueda emprender unos determinados estudios, independientemente de su nivel económico o su clase social, no se cumple en este caso. Si cuentas con un investigador de peso que avale tu proyecto y tienes buenas notas en la carrera podrás continuar tus estudios, independientemente de tus ingresos. Si no es el caso, lo más seguro es que aquellos que continúen y decidan realizar el doctorado sin contar con financiación para ello, o bien deban compaginarlo con otras actividades que les permitan ganarse la vida (disminuyendo la calidad de sus investigaciones y su futura competitividad) o puedan permitirse este privilegio debido a su particular situación económica. No obstante, no hay que olvidar que, como ha denunciado en más de una ocasión el sociólogo francés Pierre Bourdieu, todo sistema nacional de educación es, si se analizan sus presupuestos, burgués, al reproducir en su seno los valores característicos de esta clase social. La idea de dedicarse varios años a una actividad formativa (no productiva) a la espera de que eso repercutirá en el bie-
nestar futuro propio es contraria a las urgencias de las clases más bajas, que viven pegadas a la supervivencia, al día a día, valorando las empresas que inician en términos exclusivamente de rentabilidad a corto plazo. El doctorado es la joya de la corona del sistema educativo y no podría ser en su definición, desarrollo y puesta en práctica sino completamente burgués.

Durante sus estudios, los doctorandos realizan un trabajo intelectual que tiene un componente formativo pero que se valora en términos de productividad (no se evalúa lo mucho que aprendido el doctorando sino la calidad de sus resultados). Su principal objetivo es alcanzar el grado de doctor para lo cual deben asumir e interiorizar criterios científicos, pero también otro de sus objetivos es integrarse en el sistema como docente al finalizar, lo que pasa por acreditarse en una de las figuras que reconoce una agencia nacional de evaluación y después competir por un puesto con otros doctores.

Entre otras tareas. hay que publicar artículos en revistas, no según la adecuación de nuestro trabajo en relación con su orientación temática, sino en función de la puntuación que tiene cada una de ellas. Hay revistas que puntúan más que otras y en las que interesa más, por tanto, publicar. Las revistas no pagan por los artículos ya que son los autores los principales interesados en que sus textos sean aceptados (hasta el punto de que existen revistas que cobran a los autores por ser publicados). También es importante acumular algo de docencia, pero como no es posible, en la mayoría de los casos, más allá de las horas asignadas en el contrato predoctoral (lo que no va a suponer una gran diferencia frente al resto), hay algunas universidades que han inventado la figura de la colaboración docente, expresión que puede traducirse en «trabaja gratis que así tendrás (teóricamente, añado) más oportunidades luego de tener un puesto», ya que esta colaboración no está en ningún caso remunerada.

Además de publicar y dar clase hay que realizar estancias en el extranjero, participar en obras colectivas, o formar parte de proyectos de investigación, entre otras cosas. Tareas que implican contar con una red de contactos que es imposible que alguien que acaba de comenzar su carrera investigadora pueda haber generado. Esto implica que deba forjarse una relación de interdependencia entre el doctorando y su director que, en ocasiones, no se fija sino a través de criterios sociales (el carácter de uno y otro, si cuentan con una relación previa o su buen entendimiento, por ejemplo) y no tanto institucionales o científicos.

Hace unos meses estuve en un seminario en el que el ponente hacía referencia a las tesis sobre la historia de Walter Benjamin para analizar la situación de España antes, durante y después de la última crisis económica. En concreto, citaba aquella critica walteriana que hace alusión a la noción de progreso. El progreso se basa en la idea de que nuestro sufrimiento actual tendrá como recompensa un bienestar futuro, pero esto no provoca sino que aceptemos casi como algo necesario el hecho de que nuestra condición hoy no es la más adecuada (del mismo modo que nos paraliza ante todo intento de transformación del sistema). Se trata esta de una crítica de fondo sobre uno de los pilares del capitalismo que, sin embargo, me parece que no se aplica con la misma efervescencia en el caso que nos ocupa, cuando los críticos del sistema son aquellos que trabajan gratis, pagan por publicar, e intentan tener buena relación con el poder (entiéndase, el poder académico) ante la idea de que haciendo esto podrán, en el futuro, tener opciones para a competir por un puesto como docente en la educación superior.

Afirma Raymond Williams que para tener una buena democracia hace falta tener unas buenas condiciones previas (en referencia a los medios de comunicación, la educación, la calidad y profundidad del debate público, etc.). Estoy convencido de que, para poder presumir de la investigación en nuestro país, debemos, al menos, reflexionar sobre cuáles son las condiciones que más la favorecen, comenzando por aceptar la idea de que la ciencia, como el pasado, antes que ser descubierta o revelada por estos, es construida por los científicos. Del mismo modo que la historia, nuestro pasado, no lo escriben ni los vencedores ni los vencidos sino los historiadores.  

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Rubén Cabal Tejada

Historiador. Doctorando en cotutela entre la Universidad de Oviedo
y la Universidad Paris 3 Sorbonne Nouvelle. Docente en el departamento LEA de la Universidad Rouen-Normandie.

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