Los movimientos antivacunas están de actualidad en muchos países desarrollados. Se oponen a la vacunación de los niños y entorpecen la erradicación de algunas enfermedades, creando en ocasiones verdaderos problemas de salud pública.
Los movimientos antivacunas no son una realidad contemporánea. Al contrario, nacieron casi desde el mismo momento del descubrimiento de la primera vacuna, la antivariólica de Jenner a finales del siglo XVIII, mal acogida inicialmente. Algunos clérigos ingleses la calificaron como «obra de Lucifer». Tampoco gustó su procedencia: la ganadería vacuna. Para algunos: «una nociva promiscuidad entre las bestias y el hombre». Sin embargo, el problema de las epidemias de viruela era de tal magnitud, producía tanta mortalidad que, una vez comprobada la eficacia de la vacuna de manera indudable, las autoridades inglesas decretaron sucesivas Actas de vacunación en los años 1840, 1853 y 1867, por las que se hacía obligatoria la vacunación de todos los niños y se castigaba, hasta con prisión, a los padres que no los vacunaran.
Estas leyes fueron una novedad política, ya que extendían el poder del Gobierno de la nación a áreas de libertades civiles tradicionales, aunque fuera en nombre del bien común y la salud pública. La resistencia contra estas medidas comenzó pronto, no tanto contra la propia vacunación, sino contra su obligatoriedad, ya que «invadían la libertad». En 1867 se fundó en Londres la Anticompulsory Vaccination League, que defendía la protección de todos los derechos del hombre. Luchó en los tribunales y consiguió que en 1892 se aboliera la vacunación obligatoria en el Reino Unido, introduciendo una cláusula de conciencia que liberaba de castigos a los padres que no vacunaran a sus hijos.
La Anticompulsory Vaccination League llegó a Estados Unidos entre 1882 y 1885, apoyada por clérigos y sectores sociales emergentes, como fueron el vegetarianismo y la medicina natural o naturista, opuesta a la medicina oficial o científica, así como a algunos medicamentos.
A comienzos del siglo XX, la ciudad de Boston y sus alrededores, en el estado norteamericano de Massachusetts, sufrieron una gran epidemia de viruela. En una población de poco más de medio millón de habitantes, en dos años hubo 1596 casos de la enfermedad, con 270 muertes. Sin embargo, se demostró que la ley que había sido decretada por el estado en 1855, y que requería el certificado de vacunación contra la viruela para el ingreso de los niños en las escuelas públicas, era efectiva para proteger contra la enfermedad, ya que la gran mayoría de los enfermos no estaban vacunados. Ante la emergencia epidémica, se habilitó un Hospital de viruela en el centro de la ciudad y otro para aislamiento total de los enfermos más graves en Gallop´s Island, en el puerto de Boston.
En el otoño de 1901 el Boston Board of Health, la Autoridad Sanitaria dirigida por Samuel H. Durgin (1839-1930), prestigioso microbiólogo de la Universidad de Harvard, inició un programa masivo de vacunación, e incluso revacunación en personas que habías estado en contacto con enfermos. Se crearon estaciones de vacunación y los médicos visitaban fábricas y talleres para vacunar a los empleados de manera libre, voluntaria y gratuita. Los antivacunas hicieron una gran campaña de oposición con asambleas, panfletos y anuncios en prensa, basándose en las complicaciones y efectos secundarios de la vacuna, algunos de ellos verdaderos. Muchos se negaron a vacunarse.
Pero como continuaban los casos de viruela, en enero de 1902 se decretó la vacunación obligatoria. Se vacunaba casa por casa y a los que se negaban se les imponía una multa de cinco dólares o bien quince días de prisión. Exasperado por la oposición a la vacunación obligatoria por parte de los movimientos antivacunas, el Dr. Durgin planteó en la prensa un reto extraordinario: «Si alguien entre los dirigentes adultos de los antivacunas quiere una oportunidad de demostrar al pueblo la sinceridad de sus creencias hay una manera de demostrarlo y de probar su verdad, el exponerse a la viruela sin estar vacunado». Sin duda, Durgin creyó que nadie cometería la locura de aceptar su reto. Pero no fue así. Uno de los líderes de los antivacunas, Immanuel Pfeiffer, un inmigrante danés de 60 años, respondió al desafío y el 23 de enero de 1902 acudió al Hospital de Gallop´s Island para mezclarse con los cien enfermos de viruela que estaban ingresados y aislados. Era una flagrante ruptura de las estrictas normas de aislamiento dictadas por el propio Dr. Durgin, que, para evitar el contagio a los no vacunados, exigía que ninguna persona podía acceder al hospital sin su certificado de vacunación.

Pfeiffer envió cartas a todos los periódicos en las que explicó sus experiencias con los enfermos y después desapareció. Durgin cuestionó su estabilidad mental, calificándolo de «insano» y negando cualquier responsabilidad de las consecuencias. El huido fue buscado por periodistas y también por la policía. Fue hallado en una granja aislada, críticamente enfermo de viruela, quince días después de su exposición a la enfermedad. La prensa habló del triunfo del Board: «Pfeiffer padece viruela. Los antivacunas no sobreviven», y también «Durgin sonríe».
Pfeiffer fue aislado y puesto en cuarentena por orden del Board. Se creyó que no sobreviviría, «víctima de su propia locura y vanidad profesional». Pero no solo sobrevivió, sino que escapó de la cuarentena, ya que consideraba «ignominioso su internamiento». Debido al peligro de que siguiera diseminando la enfermedad si continuaba libre y en contacto con otras personas, se dio orden a la policía de buscar y detener a Pfeiffer vivo o muerto. Finalmente, se le encontró y recluyó en custodia. Superó la enfermedad, pero lo más extraordinario es que después de curado, Pfeiffer no cambió sus planteamientos y siguió con sus campañas antivacunas.
La prensa se cebó con el episodio: «una buena lección contra los antivacunas, destinada a constar en los anales de la medicina preventiva», pero también cuestionó la ética de Durgin, que con su imprudente e irresponsable reto puso en peligro una vida humana. No obstante, la estrategia de Durgin tuvo un éxito total, la epidemia acabó al año siguiente y la viruela se erradicó en toda la región en 1932.
Para saber más
— Cabezuelo G, y Frontera P. (2018). Vacunas sin miedo. Por qué son necesarias. Madrid: Kailas editorial.