Clío va al cine. La pulsión escópica

El cine es uno de los artes que más nos acerca a las pulsiones atávicas, pero no lo hace con la mera representación de lo intangible (eso ya había ocurrido con la escultura, la pintura y finalmente la fotografía). El celuloide tiene la aspiración de capturar furtiva e incongruentemente el movimiento y, con él, retazos del alma humana y fragmentos de su historia. Lo cierto es que, aunque fracasa en el proceso, el estruendoso y sublime resultado ciega con el resplandor de la cola de un cometa.

Román Gubern, uno de los justos popes de los estudios audiovisuales en España abre su monumental Historia del cine, publicada primero por Lumen y posteriormente por Anagrama (y reeditada sin cesar), con una reflexión sobre la génesis de la imagen en movimiento. En muchas de las pinturas rupestres que conservamos, aparecen bisontes de hasta seis patas. No estamos ante una especie extraña y ya extinguida, ni ante un engendro de la naturaleza. La explicación es bien sencilla: el hombre prehistórico ni siquiera soñaba con ese invento de luz que será el cinematógrafo, pero sí, como apunta Gubern, «pensaba cinematográficamente». Es decir, sí anhelaba capturar el movimiento de los animales y seres de su entorno. ¿De qué otro modo podría explicarse la proliferación de extremidades en las pinturas?

El ser humano ha anhelado desde siempre tal imposible: congelar, constreñir en un lienzo o en la dura esencia de la piedra, un instante infinito, precisamente por estar cargado de movimiento, de belleza, de gracia, de plasticidad o de potencia de eso mismo. Finalmente, cuando tras el arcano de la desaparición de Le Prince, Edison y los Lumiére se lanzaron a proyectar el misterioso haz de luz allá por el último lustro del siglo XIX, se completaba un círculo perfecto. El hombre podía sentir el ímpetu de un tren y, como ocurría en el Salón Indien de París en las primeras proyecciones, la gente se tiraba de sus sillas al ver aproximarse la locomotora. Del mismo modo, podía observar la cotidianeidad del desayuno de un bebé o contemplar sin peligro de ser visto la salida de trabajadores de una fábrica. Todo ello venía a abundar en algo que el hombre ya poseía de manera inherente y que se podía manifestar de muy diversas formas: la pulsión escópica. Dicha expresión no deja de ser una redundancia cuando hablamos de cine. Escópico significa, en último término, visual, de la mirada, pero todo cambia cuando se convierte en impulso, tendencia o instinto.

La mirada de Malcom McDowell viene a traspasar la pantalla en una clara reflexión sobre la fuerza arrolladora de la imagen y el deseo escópico de penetrar en todo.

El cine viene a abundar en la vida misma. Todos conocemos esa sensación, esa pulsión incontrolable de observar lo que no debemos, lo aparentemente, o de manera real, prohibido. Si hay un velo, la mirada desea rasgarlo, si existe lujuria más aún, y mucho más si lo que hay es violencia, sea ésta explícita o no. Hay una seducción brutal e innata en el modo de ver del ser humano. A veces, incluso, miramos en contra de nuestra voluntad, sin más presión que la del morbo. Y así se crean los fantasmas que asaltan las noches en vela y las miserias repetidas, alteradas y reconstruidas en nuestra torturada y tautológica mente. En este sentido, la lista de obras cinematográficas sería infinita, empezando por la mirada rasgada de Un perro andaluz (Luis Buñuel, 1929). Conviene reflexionar sobre el hecho de que esta selección de momentos vendrá  condicionada por el nivel de profundidad semiótica y narrativa de la que el espectador sea capaz. El cine es el mundo de la ilusión, pero no únicamente por las ficciones que narra, sino por ser capaz de construir la ilusión de permitirnos ver elementos imposibles o, como poco, cargados de una sugerencia descomunal.

Ya los primitivos del cine jugaron con ese imposible que es la recreación histórica. Así, George Méliès nos llevó a su Visita al Maine (1898), recién hundido en el fondo de la bahía de La Habana y casus belli de la guerra hispano-norteamericana de 1898. Igualmente, hizo lo propio con La Coronación de Eduardo VI (1902). Los Lumière no se quedaron atrás y llegaron a acudir a la ceremonia de coronación del Zar Nicolas II para tomar imágenes en movimiento del acto.

Y ahí nació el falaz concepto del cine histórico, en el intento de apaciguar el interés perverso del respetable de visitar acontecimientos o lugares señeros. A nadie se le escapa que tales recreaciones o pseudo documentales no sirven al conocimiento histórico tanto como al deseo de apagar el fuego de la pulsión escópica. Eso sí, como diría el ya tan traído y llevado Marc Ferro, esas imágenes en movimiento son documentos históricos en sí mismos, pues son testigo de una forma de hacer cine y recogen unos hechos ocurridos. Lo que no es tan objetivable es el punto de vista, el tipo de plano y la luz con la que fueron rodados, lo cual viene a destruir su supuesto verismo. Si a todo ello le sumamos el montaje, ardid destructivo de realidades, pero creador de ficciones, tendremos completa la idea del artificio que es el cine.

Quizá uno de los momentos clave en la comprensión de esta pulsión escópica se encuentre en la magistral Umberto D de Vittorio de Sica (1952). La doliente vida de ese anciano en una Roma decrépita contiene un plano magistral, uno menor, entre muchos otros, pero tremendamente simbólico sobre la necesidad de descubrir los secretos de la alteridad. La pantalla queda en negro, salvo por la sinuosa forma de una cerradura, y dentro de ella contemplamos el sentido abrazo de una pareja. Es complejo expresar más con menos. Resulta de una semiótica evidente, se está desvelando la nebulosa de lo íntimo y hurgando en lo que esencialmente queda oculto a la mirada. No en vano, todo el neorrealismo bebe de este principio, pues muestra con la displicencia de lo cotidiano las miserias de la Italia de posguerra.

El capítulo de aberraciones sexuales o de hilarantes violencias llegó a su paroxismo en La Naranja mecánica de Staley Kubrick (1975), escaparate visual de provocadoras displicencias, cuyo protagonista debe curar su mirada utilizando precisamente la ficcional y escópica técnica denominada «terapia de Ludovico». Únicamente a través de ella podrá dejar de cometer tropelías. Igualmente, Sam Peckinpah logró introducirnos en un hipnótico mundo de violencias tan sucias como sublimadas y de ambigüedades desazonadoras, muy especialmente en su inquietante Perros de paja (1971). No nos es posible desarrollar adecuadamente este principio ahora, pero basta cerrar los ojos y dejarse llevar por el recuerdo de aquellas veces que mirando por el ojo de la cerradura del cine nos hemos conmovido, violentado o excitado.

Finalmente, cabe conjeturar sobre el sentido último de todos esos esfuerzos. Desde las reconstrucciones históricas de los primitivos del cine (ventanas abiertas a la recuperación de un pasado idealizado), hasta las grandes producciones del péplum o el cine bélico, todo ello responde a los anhelos imposibles de aprehender el pasado, de atrapar las intimidades esenciales que nos construyen y de viajar con el cine. Sin embargo, no conviene engañarse. Todos estos periplos no son viajes hacia fuera, no son respuestas a pulsiones externas. Más bien dan sentido a la búsqueda de la alteridad, al reconocimiento de nuestros más inconfesables miedos. Es, en definitiva, un viaje sin fin hacia el interior de nosotros mismos.  

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Juan Laborda Barceló

Escritor, doctor en Historia Moderna, colaborador en diversos medios y articulista. Es autor del reciente ensayo 'En guerra con los berberiscos. Una historia de los conflictos en la costa mediterránea' (Editorial Turner, 2018). Su última novela es 'Paraíso imperfecto' (Editorial Alrevés, 2017).

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