Las Médulas son en la actualidad un complejo paisajístico de indudable valor histórico, avalado, entre otras cosas, por su declaración como Patrimonio de la Humanidad por la Unesco en 1997. Nadie duda de su belleza y de su papel como testimonio material de la civilización romana. Sin embargo, ¿a alguien se le ocurriría hoy en día declarar Patrimonio de la Humanidad los restos desarticulados de una central nuclear? ¿Y un vertedero? ¿Y una cantera que destruyó un monte?
Pues esto es exactamente lo que se hizo en 1997. En realidad, lo que hoy vemos cuando viajamos a León para contemplar tan bello paisaje no es ni más ni menos que los restos de la destrucción que hicieron los romanos para extraer oro y otros materiales. Se trató de minas a cielo abierto explotadas a través de una técnica que los romanos denominaron ruina montium, y por si el nombre no es suficientemente explícito, explicamos: a través de cientos de galerías se hacían circular enormes cantidades de agua que convertían las montañas de aquellas tierras en quesos gruyere, agujereándolas, resquebrajándolas y, en definitiva, haciéndolas bicarbonato.
Obviamente, el paisaje que hoy podemos observar no es solo el resultado de esto, sino también de los procesos naturales que siguieron al abandono de las minas. En los siglos siguientes la vegetación comenzó a devorar los restos de las minas, moldeando un paisaje en el que abruptas y afiladas paredes de esa característica tierra rojiza atraviesan el manto verde de árboles como robles y encinas.
Pero ¿quién dice que si dejásemos a la naturaleza seguir su curso sobre los restos abandonados de una central nuclear no acabaríamos por encontrar una belleza similar? Esto, que habrá a quien le pueda sonar disparatado, fue motivo de discusión en la Unesco. Durante los debates para la declaración de Las Médulas como Patrimonio de la Humanidad, países como Tailandia, Alemania o Finlandia plantearon que quizá era un error tal declaración al tratarse del resultado de la destrucción por parte del ser humano de un espacio natural. Habría quien considerase que si se podía hacer eso con el atentado medioambiental romano, ¿por qué no hacerlo también con las playas llenas de chapapote tras el hundimiento del Prestige?
Está claro que esto es una exageración, pero el debate resultaba interesante, pues suponía enfrentar patrimonio natural y patrimonio histórico. En este caso, la Unesco lo tuvo claro, y la declaración se llevó a cabo con base en los criterios I, II, III y IV, al considerar este paisaje un testimonio excepcional de la innovación técnica romana.
Sin embargo, ahora que parecía que aquel debate había quedado en el pasado, patrimonio histórico y natural vuelven a chocar en el mismo espacio. Y es que la regeneración de aquel paisaje natural nunca se detuvo, y aún hoy sigue su avance, de forma que en esta ocasión es la naturaleza la que amenaza con devorar los vestigios de la actividad humana. Y es ahora cuando nos planteamos: ¿qué sería más ético? ¿Intervenir para evitar que la naturaleza haga desaparecer este patrimonio o dejarla seguir su curso?
Este debate parece excepcional, circunscrito a ese espacio tan especial, pero forma parte del día a día de técnicos de patrimonio y medioambiente de ministerios, diputaciones y ayuntamientos, y, sin embargo, rara vez llega al gran público.