Comenzamos un nuevo capítulo de nuestra investigación. Desde que iniciamos esta aventura, hace ya algunos meses, hemos tenido ocasión de abordar, en primer lugar, el papel de los historiadores como intelectuales en el ámbito español y, en segundo lugar, la idea de tiempo histórico, relacionando este concepto con la noción de progreso. Esta última idea, lejos de estar restringida al plano teórico, se despliega con fuerza en el presente, como pudimos comprobar, articulando numerosos discursos en el espacio público.
Poco a poco, vamos avanzando hacia nuestro objetivo de valorar la historia no como un conjunto de datos que reposan en el limbo de lo escrito por otros o como un conocimiento estéril que un grupo de privilegiados han fijado en sus obras empleando, para ello, criterios inciertos o, cuanto menos, imprecisos (desde su propio interés personal a su posicionamiento ideológico, pasando por la imposición de terceros, por ejemplo, de un partido político o del propio Estado), sino como algo vivo, en movimiento, como un saber transversal a otras parcelas de la realidad, que se presenta enraizado en nuestra manera de ver las cosas, que afecta a nuestro día a día y que nos exige asumir un papel más activo al que estamos acostumbrados, debido a los dilemas que plantea situarse en una determinada posición en relación a los hechos pretéritos.
Aprovecho esta suerte de exordio para hacer una confesión. Mi intención en este tercer artículo de la serie Historiae no era otra que tratar la cuestión de la narración histórica. Esto es, reflexionar sobre la condición de relato que, en tanto que texto, tiene la historiografía. A tenor de este hecho me permití hace unas semanas hacer un guiño a las voces inglesas history/story que distinguen de forma explícita entre la Historia (con mayúsculas) y la historia (de ficción, de aventuras, basada en hechos reales…), lo que, por cierto, me ha acarreado recibir varios reproches y/o críticas, entre otros, como es sabido, del director de esta revista (ejem, ejem). Sin embargo, la justificación en forma de artículo de esta suerte de barbarismo aún tendrá que esperar. Se han sucedido varios acontecimientos las últimas semanas que me han hecho pensar en la importancia, pese a que muchas veces pasa desapercibida, de otra idea relacionada directamente con la labor historiográfica: la noción de sujeto. Me disculpo por no haber respetado mi idea original, pero como uno de los objetivos de esta sección es poner el valor la pertinencia de la historia para enjuiciar el presente, no he podido dejar pasar la oportunidad de asociar estas líneas con la actualidad.
La palabra sujeto, aunque resulte de sobra conocida, muestra, si se examina con cierto nivel de detalle, varias aristas. Sobre todo, en relación con la historiografía. En primer lugar, podemos pensar en una problemática a la que ya hemos hecho referencia en estas páginas, la relación entre sujeto y objeto. En este sentido el sujeto se identifica con el observador, con el científico o con el ciudadano, mientras que el objeto hace referencia a la historia per se, a los hechos pasados que se busca aprehender a través de la aplicación de una correcta metodología.
Más allá de otras consideraciones filosóficas (más concretamente, gnoseológicas) parece claro que, si pensamos en un geólogo, su relación con el mineral que mide, describe o somete a distintas pruebas, entre otras cosas, es radicalmente distinta a la que un historiador (o cualquier persona) mantiene con el pasado. Primero, porque éste no se puede estudiar o reproducir en un laboratorio, y, segundo, porque la historia es un producto de los seres humanos (es producida directamente por ellos) y como tal más que un objeto, a secas, podemos decir que se trata, en origen, de un objeto subjetivo (o, si me permiten el juego de palabras, de un sujeto objetivo*).
Así, una manifestación a favor de los derechos de los animales es historia. Puede ser, perfectamente, un objeto histórico. Sin embargo, su entidad ontológica es radicalmente distinta a la del citado mineral que analiza el geólogo. ¿Cuál es la realidad de la manifestación? ¿El número de personas que asistieron?, ¿el contexto político en que se produce?, ¿la cantidad de mensajes que provocó el acto en redes sociales? E, incluso, examinemos la primera frase que hemos enunciado: ¿es esta manifestación historia? Forma parte del continuum, sí, pero: ¿ostenta las cualidades de un acontecimiento? Si se producen veinte manifestaciones al mes puede que los medios (y más tarde los historiadores) hablen de la primavera por los derechos de los animales, pero si se produce una sola manifestación en la que apenas hay participación raramente pasará a ser estudiada en las escuelas al mismo nivel que la batalla de Waterloo o el tratado de Versalles, por ejemplo.
En muchos casos, pasamos por alto el hecho de que antes de un acontecimiento y de un motivo, hay un actor, existe un quién
En segundo lugar, la noción de sujeto se relaciona con los temas de la historiografía, esto es, con las parcelas de la realidad que se privilegian frente a otras, precisamente, cuando pasan a formar parte de los libros de historia. Pero incluso antes, cuando comienza una investigación, la selección del sujeto se reconoce como una de las primeras fases del método histórico.
Esta acción, que parece casi mecánica, encierra un mecanismo muy perverso que, de una parte, silencia potenciales temas que podrían ser de interés pero que no son explorados por los investigadores frente a otros que son tratados en exceso. Y, de otra parte, implica que sobre el corpus de temas historiográficos operan decisiones previas para su composición que resultan opacas y que pueden remitir estrictamente al interés personal de un investigador o hacer referencia a la reproducción de determinados valores a través de procesos de sociabilidad en el ámbito académico o universitario, entre otros.
Así imaginemos a un estudiante que se acerca al despacho del que pretende que sea su director de tesis y le dice que le gustaría trabajar sobre la historia de las mujeres en España, por ejemplo. Pongamos que éste le contesta afirmativamente, indicándole que le parece adecuado, pero que sería interesante que se enfoque en las condiciones laborales de las mujeres y que haga un estudio comparativo entre la situación de éstas en América Latina y en Europa. Si, como lectores, solo tenemos acceso a los resultados finales de esta investigación, seguramente estemos de acuerdo con los autores en la pertinencia científica de este estudio, aunque los criterios para la selección temática, en este caso, nos permanezcan ocultos. A este respecto, puede que el estudiante, simplemente, se haya sentido atraído por esta cuestión debido a sus gustos personales, y no a un conocimiento previo del estado del arte, y que el director, con su recomendación, esté favoreciendo una manera de estudiar este fenómeno a partir de sus propias preconcepciones acerca de qué constituye un sujeto historiográfico válido, lo que remite a sus lecturas, su propia experiencia, o incluso, al ámbito investigador al que pertenezca.
En tercer lugar, el sujeto hace referencia a los actores de la historia. Y es en este punto en el que me gustaría detenerme, haciendo alusión a varios hechos de actualidad. El pasado 8 de marzo tuvo lugar una huelga feminista con motivo del día internacional de la mujer. Debido al alcance de este hecho, los medios se hicieron eco de numerosas noticias al respecto, y circularon en distintas plataformas materiales tanto escritos como audiovisuales en los que se trasladaban diversos mensajes que hacían referencia a este evento. En uno de estos documentos, su protagonista hacía un repaso a la historia del feminismo, para concluir enumerando los motivos que hoy en día mantienen las mujeres para sumarse a la huelga y la manifestación convocadas. Para ello, en su exposición empleaba expresiones tales como «las mujeres logramos el derecho a voto» o «las condiciones en que trabajábamos en el siglo XIX eran penosas» en las que la comunicadora se incluía como una actriz más de varios de los acontecimientos históricos que citaba en su vídeo.
Un movimiento parecido es el que opera en la reivindicación del presidente de México, López Obrador, en la que se exige que el Estado español pida disculpas por lo sucedido a partir de 1492. La población diezmada a causa de las enfermedades, los asesinatos o las violaciones que entonces tuvieron lugar, a juicio de este político, deben ser asumidas como propias en 2019 por los españoles, que deben, así, siguiendo las palabras de éste, recogidas en una carta enviada a Felipe VI, «admitir su responsabilidad histórica». El hecho de que ninguno de los más de 45 millones de españoles estuviese, por razones obvias, implicado directamente en estos sucesos, o que ni tan siquiera, a nivel institucional, pueda establecerse una continuidad a este respecto —el reino de España constituye una democracia representativa muy lejana en lo que respecta a su soberanía de las monarquías absolutistas—, parece que no tiene consistencia frente a la identificación que opera entre «los españoles» y su historia (que, según parece, implica asumir una responsabilidad concreta).
En ambos casos subyace, de fondo, una problemática similar. Muchas veces los amantes de la historia prestamos mucha atención a los qués y a los porqués del pasado. Queremos saber con exactitud la fecha de una batalla, las ciudades por las que pasó el ejercito de tal país o el número de votantes a favor o en contra de un determinado partido. Asimismo, nos preocupa mucho contextualizar cada acontecimiento y analizar las razones que se esconden, por ejemplo, detrás de César cuando decidió pasar el Rubicón, o de Aníbal cuando permaneció a las puertas de Roma. Sin embargo, pasamos por alto el hecho de que antes de un acontecimiento y de un motivo, hay un actor, existe un quién. Este proceso no es en absoluto baladí, pues a través de la fijación de este sujeto se acaba por definir y modelar la identidad colectiva de todo un país o incluso, como se ha visto, de la mitad de la población.
Así, cuando hablamos de la historia de las mujeres, de la historia de España o de la historia de la clase obrera, por poner algunos ejemplos, apelamos a un grupo de individuos que, aunque a priori no tengan relación entre sí (resulta difícil imaginar puntos en común entre un español en el siglo XXI y otro en el siglo XVI) se colectivizan a partir de la construcción de un relato común. Y este proceso se da en ambas direcciones, esto es, un grupo que busca legitimarse se interesa por construir su propia historia y, a través de una determinada narración del pasado, pueden llegar a construirse identidades colectivas que previamente no existían. Pienso, por ejemplo, en la categoría postcolonial y su efecto sobre la historiografía contemporánea.
Quizás, lo más interesante a este respecto no sea el hecho de que debamos restringir todos los acontecimientos a un solo sujeto (la especie humana) sino que comencemos a prestar atención a esta cuestión, ya que si esta circunstancia deriva en una dinámica por la cual dos sujetos se presentan como antagónicos, puede darse el caso de reproducirse en el terreno historiográfico algunos de los maniqueísmos que se dan actualmente en el terreno social o político.
*Nota del director: Este juego de palabras ha sido mucho mejor que el de history/story, simpática anécdota que será recordada en esta modesta redacción.