Suenan las trompetas del apocalipsis y un largo período de bonanza, una era, un ciclo o un imperio llegan a su fin. La evidencia está ahí, al menos en la reflexión intensa de los pensadores de nuestro tiempo. Hay quien lo compara, a mi juicio de manera acertada, con la etapa final del Imperio romano. Crisis es la palabra más repetida. Incluso alguno grita ya, sin pudor y remozando el célebre verso de Kavafis, aquello de «que vengan los bárbaros, que vengan y lo arrasen todo». Sea por la realidad líquida que atenaza al mundo posmoderno, sea por la descomposición de ideologías y proyectos o por otras ideas que desarrollaremos posteriormente, la figura icónica del bárbaro o salvaje ha venido para quedarse, por su fascinación, fuerza evocadora y sublimación atemporal de lo aparentemente desconocido.
En este sentido, los romanos consideraban que eran bárbaros aquellos que no sólo vivían fuera de los limes del Imperio, sino que además carecían de un relato propio de ellos mismos, no conocían la escritura o, en caso de conocerla, no la cultivaban suficientemente. Clío estaba, por tanto, fuera de su paisaje cultural.
Hoy, y aunque las perspectivas están cambiando,
seguimos siendo herederos de aquella concepción. Así lo corrobora el hecho de
que la figura del salvaje haya ocupado un lugar central en la historia del
cine. El western,
que prácticamente nace con el mismo cinematógrafo (Asalto y robo de un tren,
de Edwin S. Porter, se filmó en 1903), es un espejo, a veces deformante, de cómo se representó
a los primitivos pobladores de las tierras norteamericanas.
Cabe recordar ahora que cada filme es hijo de su tiempo y que informa no tanto del período que describe como de la época en la que fue hecho. En esa línea, el indio se muestra, en la mayor parte de los casos, como un enemigo implacable, duro, desafiante, sanguinario y soberbio que amenazaba la existencia misma de esa joven y expansiva nación que eran los Estados Unidos. El western es, en definitiva, el origen mítico de un país, la construcción de un imaginario común y la épica de un pueblo que se hizo fuerte frente a las adversidades naturales y humanas. Hay en el relato de aquellas historias fascinantes un desapego reconocido por los hechos. John Ford, padre del western y maestro de narradores, lo explica claramente en El hombre que mató a Liberty Valance (1962): «Cuando la leyenda se convierte en hecho, imprime la leyenda».
Los indígenas aparecen poco en las películas de Ford, pero lo hacen sometidos a una sombra de crudeza. «Si los ha visto, no son apaches», así lo resumía el Capitán Kirbi York, a quien da vida John Wayne, en la espléndida Fort Apache (1948). Lo cierto es que un director que otorga tanta importancia a la valentía y al honor no deja de dibujarlos con un inevitable aire de grandeza. No siempre tienen una representación positiva, pero desde luego sí van a ser dignísimos oponentes y altivos rivales. Ahí se enmarca el personaje de Scar (Henry Brandon) en Centauros del desierto (1958).
Sin embargo, y esta película sirve como ejemplo paradigmático, esa interpretación hasta ahora imperante del western clásico, conviene ser repensada. El personaje de Ethan Edwards, interpretado de nuevo por Wayne en el último filme citado, es tremendamente ambiguo. Su crueldad sistemática contra los indios resulta insidiosa, máxime cuando puede llegar a afectar a su propia sangre. De hecho, el momento clave de la película será su reencuentro con Debbie Edwards, una inolvidable Natalie Wood y a la sazón su sobrina ficcional secuestrada de niña por los indios. En el instante en el que, tras una carrera plena de tensión dramática la coge entre sus brazos y la aúpa, el espectador no sabe si el siguiente paso será estrangularla o abrazarla. Esta crueldad con la propia estirpe, esa violencia aniquiladora de la alteridad, esconde una crítica salvaje de los modos y usos norteamericanos de frontera: antes muerta que india. La relectura de los clásicos del western, Ford incluido, es necesaria, pues se les ha tildado de racistas y no parece que tal cuestión se pueda generalizar.

Afortunadamente, el devenir de los tiempos ha llevado a los westerns más recientes hacia una línea revisionista de la imagen del salvaje. En este caminar, muestra inequívoca de la fuerza como fuente primaria del cine (esto es, del momento en el que se rodaron) destacan varios hitos más que recomendables: Soldado azul (Ralph Nelson, 1970), Un hombre llamado caballo (Elliot Silverstein, 1970), Bailando con lobos (Kevin Kostner, 1990) y mucho más recientemente Hostiles, (Scott Cooper, 2017). Poco a poco, y gracias a un puñado de obras como estas, se va construyendo una visión más justa de la conquista genocida del oeste y de los nativos que una vez fueron señores de aquellas tierras.
Hace poco, el filósofo y ensayista Jorge Freire apuntaba, con la precisión de un cirujano de las ideas, que el verso de la poeta Elvira Daudet: «Mas no temas, los bárbaros no vienen / ya están aquí, sois vosotros» venía a amplificar de manera profunda la idea del salvaje. Hay ocasiones en las que los filósofos desmigan con pocas letras muchas realidades. Freire lo hace en sus ensayos sobre Wharton y Koestler con una agudeza que produce perturbación. En este caso, repite el ejercicio, pues el temor a los bárbaros no deja de ser un espasmo basal frente a lo desconocido.
De manera simbólica podemos ubicar los temores más atávicos en lo externo, en comanches, sioux o apaches (del mismo modo se puede hacer con hérulos, pictos o vikingos), pero lo cierto es que el peor de los pánicos es el que nos asalta cuando volvemos la mirada hacia el interior. Allí, en la tinieblas del ser humano, encontramos las esencias, las miserias y las grandezas y, desde luego y bien enquistado, al otro. Alteridad e intimidad son conceptos ligados, por tanto, al bárbaro.
No son pocos los títulos que han hurgado en esta herida. El terror psicológico ha encontrado un filón en ello. Sin embargo, una obra resuena de manera estruendosa como ejemplo largamente reutilizado al respecto. Se trata de La invasión de los ladrones de cuerpos (Don Siegel, 1956). Estrenada en plena Guerra fría, narra cómo una forma de vida alienígena se va haciendo con todos los habitantes de un pequeño pueblo de California. Finalmente, la terrorífica soledad del doctor local, único no infectado, es una muestra palmaria del pavor que puede llegar a producir la diferencia. Lo natural, lo considerado normal, puede devenir en horrible en poco tiempo. Hubo quien quiso ver en esta cinta de ciencia ficción un alegato a favor del modo de vida norteamericano ante el «peligro» de invasión comunista.
En esta misma senda de reflexión sobre el otro se enmarcan obras como El último hombre sobre la Tierra (Sidney Salkow, 1968) y sus versiones posteriores: El último hombre… vivo (Boris Sagal, 1971) o Soy leyenda (Francis Lawerence, 2007). Vincent Price, Charlton Heston y Will Smith son los tres respectivos protagonistas. Cada uno de ellos será el único superviviente en una variante de mundo apocalíptico y todos sufrirán las hieles de la diferencia. Una vez más, lo singular y lo colectivo, lo humano y lo sobrenatural, lo natural y lo extraño se encuentran en ese escenario vital que es la alteridad.