Obligarnos a pensar en el otro y, por extensión, acabar mirándonos en su reflejo, es uno de los sagrados cometidos del arte. Hace falta mucho poso, reflexión y experiencia para llegar a tales extremos. En este sentido, el cine no puede evitar la trascendencia, aunque muchas veces simplemente entretenga. No se puede reducir un lenguaje complejo al imaginario de un niño de tres años, por amplio y fértil que éste sea. Los matices, el calado y las esencias del cine llegan a nosotros con el orden y la yuxtaposición de unos planos trasmutados en liturgia. Es una ceremonia pagana de luces y sombras que aún hoy nos fascina. La comedia o el drama son, sin ir más lejos, excelentes muestras de ese camino.
La Kermesse Heroica se autodefine como una comedia imaginaria, según la leyenda que introduce la historia. Se asegura, además, que no se narran hechos reales. Sin embargo, y a pesar de la aclaración no solicitada, todo indica que se tratarán con humor temas clave del pasado —y del presente—.
Jacques Feyder esconde un universo infinito en una comedia sencilla. De hecho, como buen belga, conoce bien el famoso conflicto holandés o guerra de los ochenta años (1568-1648). Los rebeldes calvinistas se sublevaron contra Felipe II por su marcada defensa del catolicismo y por el natural autoritarismo con el que contuvo sus veleidades autonomistas. Boom, lugar en el que se ubica la narración, podría ser cualquier próspero pueblo de la región, cuyo principal temor es la acogida del aún todo poderoso ejército de los Austrias.

En una de las escenas iniciales, Feyder describe a la perfección la llegada del adelantado de los Tercios. Es un español mal encarado y grosero escupidor de cerveza, que entrega a la oligarquía local el aviso de la llegada del ejército. Aquel tipo, que tan ostentosamente repudia la bebida de los burgueses autóctonos, es el culmen de la imagen estereotipada del español. Es decir, se trata un temible soldado de infantería, buen jinete, rudo y contumaz bebedor únicamente de vino. Sus formas rozan la animalidad y la caracterización lo convierte en un verdadero salvaje. Frente a él se yergue la civilización decadente encarnada en las fuerzas vivas del lugar. Hay mucha más semiótica en la película de lo que pudiera parecer. De este modo, el contraste entre el adelantado y la educada gracia de sus superiores hispanos cuando lleguen a la villa será otro elemento simbólico a tener en cuenta. El juego de contraposiciones está servido y Feyder lo usará para humanizar definitivamente a un enemigo histórico: el español.
Por si todo esto fuera poco, el director utiliza en algunos momentos planos de cierta crudeza. Son los años negros en los que se combina el conflicto citado con la guerra de los treinta años (1618-1648). Hambrunas, violencias y guerras asolaron el continente. Las contiendas confluyen en la Paz de Westfalia (1648), donde se produjo la independencia definitiva de los Países Bajos. Cualquier espectador avezado podrá comprobar que el director belga se inspira libremente en los dibujos de Jacques Callot. Las miserias de la guerra son una serie de grabados que ilustran el periodo desde la perspectiva holandesa, dando pábulo a los peores miedos imaginarios de la leyenda negra. No en vano, la corona hispana sufrió varias derrotas en aquel conflicto, y no es baladí la referente a la propaganda. El miedo a lo español caló tanto que se generalizó el temor a sus tropas y a la «furia hispana». Igualmente, se dio por seguro ser torturado para descubrir dónde se esconden las riquezas. Aún hoy, y a pesar del marco común de la Unión Europea, los niños holandeses mojan la cama temiendo al duque de Alba, y no al hombre del saco. Hasta ahí llegan las alargadas sombras de las mentalidades y los conflictos, penetrando a través de los siglos.
Pero regresemos a Boom y a sus miserias. En la pequeña villa, las autoridades deciden hacerse pasar por muertos, esconderse o simplemente desaparecer para no tener que enfrentar a ese monstruoso engendro que se suponía era la Monarquía Hispánica. Este vacío de poder generará una situación insólita. Serán las mujeres, comenzando por la del propio burgomaestre —encarnada por Françoise Rosay, a la sazón esposa del mismísimo Feyder en la vida real, generando toda una metaficción—, las que tomen las riendas y gobiernen el pueblo durante la estancia de las tropas españolas.
La reivindicación feminista de esa república singular es evidente. Las damas del lugar demostrarán su valía, coraje y, sobre todo, su capacidad de adaptación. Esa elasticidad, quiebra de la rígida monotonía del burgués ocupado sólo en su beneficio —y en cuyo devenir se desprecia a un joven Brueghel—, es un concepto predominante en la película. Es más, incluso se dan solapadas alusiones sexuales que están muy por encima de las que la sociedad del momento podía admitir. Hay todo un elogio a la libertad sexual de la mujer. De hecho, ni siquiera se habla de la igualdad entre hombre y mujer, sino del mero disfrute del sexo de algunas féminas, colocándolas en una posición desahogada que históricamente sólo ha ocupado el hombre. En particular, una escena en la que se juega con el zurcido y lavado de las ropas de los soldados está plenamente cargada de contenido erótico. Aunque es muy poco probable que todo este gineceo se diera en el siglo XVII, lo cierto es que no deja de darnos una información cierta sobre el contexto de la mujer en los años treinta del pasado siglo en Europa. En cualquier caso, la crítica política y social hacia los profesionales de las instituciones del período de entreguerras es notoria.
Conviene no olvidar que, tras duros debates en las Cortes españolas, la mujer votó por primera vez en 1933. La República de Weimar lo había aprobado en 1918 y la Bélgica natal del director en 1919. Sin embargo, en Francia, donde la lucha por el sufragismo había tenido momentos de gran intensidad, este derecho fundamental se vio postergado. Durante la III República francesa, ni su Presidente Albert Lebrun, ni los distintos Primeros Ministros retomaron la cuestión. De hecho, el país galo realizó un doble cierre: por un lado, la derecha no lo contemplaba y, por el otro, la propia izquierda anteponía otros asuntos que entendía de mayor calado. El resultado fue que no llegó a aprobarse hasta después de la II Guerra Mundial.
Esta película está marcada por un extraordinario dinamismo, casi podríamos tildarlo de irreverente, que parece norma en algunas producciones del primer período del sonoro pleno. En este mismo sentido, destacan Scarface (Howard Hawks, 1932) o Freaks (Tod Browning, 1932). Son ejemplos de esa agilidad magistral que sorprende en los arranques del sonido, antes incluso de que censuras varias como el Código Hays se cerniesen sobre la producción fílmica. Una vez más, podemos comprobar, que el cine y su contexto político van indisolublemente de la mano.