Una investigación. Eso es pura y llanamente la Historia. Más tarde se puede debatir si se trata legítimamente de una disciplina científica o si su producción se enmarca en los límites de un género literario. Pero, en todo caso, lo que parece evidente es que la raíz etimológica de la palabra «Historiae», que sirve de título a la famosa obra de Heródoto, conecta, directamente, con los presupuestos intelectuales que dominan cualquier pesquisa o indagación. De esta forma, aunque pueda achacársele a la Historia cierta indefinición e incluso poca adecuación con las normas que para la construcción del conocimiento se han impuesto en nuestros días —definiéndose un método como científico, el de la física, y calificando de más o menos «duras» al resto de disciplinas en función de su semejanza con este modelo— lo cierto es que tanto la producción historiográfica actual como la de los romanos de la República, la de los filósofos de las Luces o la de los románticos alemanes tienen este punto en común.
Todas sus obras son investigaciones que, en el fondo, no evocan sino la inquietud, la curiosidad y el inconformismo de los seres humanos cuando se deben enfrentar a un problema o a una cuestión de cierta complejidad, como resulta, para el caso que nos ocupa, la representación de la cosa ausente —lo que los griegos llamaban el eikon— o, en otras palabras, el estudio del pasado una vez éste ya no se da en el presente ni volverá a existir en el futuro.
Como hemos adelantado en el anterior número de Descubrir la Historia nuestra intención, tras algo más de dos años al frente de la sección «Leer la Historia», es acompañar los cambios editoriales que los últimos meses ha protagonizado esta revista en relación tanto con sus contenidos como con su presentación. Con el ánimo, así, de sumarnos a este impulso renovador emprendido por sus responsables, queremos dar comienzo aquí a un nuevo apartado en el que dar rienda suelta a algunas de las reflexiones en torno a la historiografía que a lo largo de este tiempo hemos traído a estas páginas. Aunque, a partir de ahora, sin limitarnos al comentario o a la reseña de una obra en particular. De esta manera, creemos, no solo ganamos en libertad a la hora, por ejemplo, de abordar asuntos más vinculados con la actualidad, que de otra forma no podríamos tratar, sino que también podemos llegar a un público más amplio, leitmotiv de todo proyecto divulgador, sin que esto repercuta necesariamente en la simplificación de nuestras reflexiones. Más bien al contrario, puesto que éstas se enriquecen de una mirada más amplia sobre el hecho histórico que la que resulta del estudio de un solo autor u obra.
Si con «Leer la Historia» nuestro objetivo fue, desde el inicio, configurar una comunidad de lectores de obras historiográficas, lo que buscamos ahora con esta nueva etapa es, como se puede intuir por el título asumido, aproximarnos al momento en que, de forma espontánea, se da inicio en la mente de todo ser humano a una investigación o a una indagación. A ese instante en que, movidos por las ganas de descubrir nuestro entorno e imbuidos por la más absoluta curiosidad, comenzamos a preguntarnos sobre todo aquello que nos rodea y a proponer hipótesis para explicar los fenómenos que observamos. Y, en lo que respecta al pasado, a ese punto en el que, tras leer una carta, detenerse frente a un monumento u ojear un periódico, estos elementos se constituyen como vestigios —puesto que pasan a evocar en nuestra memoria, como la magdalena de Proust, un tiempo pasado— y logran que cuestionemos la naturaleza de aquellos hechos que, como diría Ranke, «sucedieron realmente».

Hechas de este modo las presentaciones, es hora de señalar que nuestra intención para esta primera entrega de la sección que aquí inauguramos, con todo el boato, el decoro, e incluso el misterio que siempre requieren las primeras veces, es abordar una cuestión que como «descubridores» de la Historia –esto es, como personas con cierta sensibilidad hacia el pasado– resulta esencial plantearse: ¿deben los historiadores actuar como intelectuales en el espacio público? Esto es, las personas que estudian el pasado, profesional, académica o, al menos, críticamente, ¿qué posición ocupan o deben reivindicar en la sociedad? E, incluso, en un ámbito hipotético: ¿en qué tipo particular de intelectual podría constituirse un historiador a tenor de las coordenadas en que se despliega esta profesión en nuestro país?
Estas preguntas, lejos de resultar inocentes, suponen un punto de partida necesario para reflexionar sobre la utilidad de la Historia. En primer lugar, cabe apuntar que este debate se ubica en otro más amplio, el referido a la situación de los intelectuales en España, entendidos como aquellas personas que, destacando en un campo concreto relacionado con el saber, deciden implicarse en el debate político, en aras de servir de palanca para la transformación social. En este sentido, la historiografía española se ha interesado por definir los perfiles de aquellos personajes que pueden incluirse en esta categoría, llegando, incluso, en determinados contextos, a poner en tela de juicio la pertinencia de esta noción aplicada al caso español frente a otros países. A este respecto cabe señalar que, frente, por ejemplo, al peso que tienen los filósofos y académicos en Francia, en España son periodistas y, a lo sumo, literatos, quienes con mayor ahínco aparecen en los medios, contribuyendo así a esta labor de creación de la opinión pública.
En este contexto, parece evidente que si toda la realidad política, social, económica o cultural, se concibe en su perspectiva diacrónica, los historiadores podrían aportar sus conocimientos en este campo para señalar las bases materiales en las que se hunden cada uno de estos fenómenos, establecer comparaciones entre los distintos casos que se den e, incluso, proponer soluciones o alternativas a aquellas problemáticas en que sea preciso contar con una opinión cualificada.
Así, estoy completamente seguro que muchos historiadores —o «descubridores» de la historia—, dejándose llevar por la máxima de que «quien no conoce su historia está condenado a repetirla», estarían encantados de que esto fuera así, y llegan a soñar, incluso, con un panorama cultural español en que el ciudadano medio alcance a tomar en consideración la historicidad de los hechos presentes como un imperativo necesario, en un primer momento, para su posterior análisis y su adecuada valoración.
Con todo, esta situación plantea algunas contradicciones si se observa al detalle, con mayor minuciosidad, y sin dejarse llevar por ese halo de romanticismo que rodea al estudio del pasado. De una parte, debemos enfrentar el hecho de que este argumento encierra un punto de mito. Hace unas semanas (El País, 17 de noviembre de 2018) Fernando Savater denunciaba la falacia que, para el caso de la filosofía, se esconde detrás de una frase en apariencia tan positiva como «la filosofía enseña a pensar» en tanto que no solo los filósofos son quienes piensan «bien» y que esta disciplina, en algunos casos, puede incluso llegar a sostener argumentos verdaderamente delirantes. De forma parecida, conocer la historia no supone necesariamente que el juicio que se elabore a partir de este saber, en relación con los hechos presentes, esté libre de prejuicios, sesgos e, incluso, de una fuerte carga de ideología.
No hay que olvidar, por ejemplo, que en los proyectos fascistas la disciplina histórica ha sido tradicionalmente muy cultivada o que, hoy en día, un estudioso de la Edad Media podría defender tanto el más puro esencialismo en torno al concepto de nación como el argumento contrario, es decir, la inexistencia de una identidad común para las distintas comunidades del territorio español. Todo ello desde una misma posición como especialista en la materia. Por tanto, no hay que olvidar que, en ocasiones, saber historia puede condenarnos, precisamente, a repetir nuestros errores, antes que permitirnos enjuiciarlos correctamente.
De otra parte, el hecho de que los historiadores ocupen una posición en el debate público como intelectuales puede chocar con la legitimidad de la disciplina para autodefinirse como un saber «objetivo». Esta problemática, que es común para el resto de las ciencias sociales —por ejemplo, también se observa en el caso de la economía—, parece mostrarse de forma más acusada en el imaginario colectivo en relación con la historiografía —perviviendo la idea de que «la historia la escriben los vencedores»—. A este respecto, cabe apuntar que es en el seno de la nuestra disciplina, precisamente, en el que se ha definido una corriente que se califica como «historia militante» y que, en la mayor parte de los casos se identifica con una determinada posición del espectro político, llegando a desdibujar los planteamientos epistemológicos de la historiografía en favor de consideraciones estrictamente ideológicas.
En el fondo, ocurre algo parecido en el caso de un médico que decide emprender de forma activa una campaña en contra del tabaco, por ejemplo, insistiendo a sus pacientes para que abandonen este hábito —lo que puede entrar en contradicción con la libertad del paciente y la posición que, a este respecto, debe asumir un facultativo—. No parece descabellado pensar que, si un historiador conoce en profundidad, por ejemplo, el franquismo, decida involucrarse en el debate político para defender la postura a la que le hayan conducido sus investigaciones. Sin embargo, el problema se da, a mi juicio, cuando es el a priori ideológico el que fundamenta y justifica la investigación histórica, convirtiéndose este tipo de conocimiento —aunque haya sido construido con una metodología apropiada— en una excusa para sostener, defender, o promover, una determinada postura política.
Y, aunque cueste admitirlo, el peso que este fenómeno aquí descrito tiene en nuestra profesión dista mucho de ser anecdótico. Existen, lamentablemente, numerosos historiadores que, desde su propio convencimiento en las causas comunista, feminista, liberal o capitalista, entre muchas otras, dirigen investigaciones sobre temas afines a su cosmovisión, emplean sistemas de análisis en consonancia con este apartado o que, incluso, pueden llegar a desdibujar, en el caso de desarrollar su profesión en las aulas, la delgada línea existente entre educación y adoctrinamiento.
Así, del mismo modo que consideramos que un médico que se implica en su profesión y nos «da la lata» para dejar de fumar y otro médico que nos recomienda usar homeopatía o practicar reiki para superar un cáncer, son dos cosas distintas, es hora de que para el caso de la historiografía comencemos a distinguir entre aquellos historiadores que deciden, desde su posición como científicos sociales, ser militantes y aquellos militantes que, como consecuencia de su propia ideología, deciden refugiarse en el terreno de lo histórico.
La historia no es una panacea que resolverá automáticamente los dilemas que afrontan las sociedades contemporáneas y se debe mantener un justo equilibrio entre militancia y epistemología para que la disciplina conserve intacta su legitimidad y sus actores puedan erigirse como verdaderos intelectuales.
Por último, aun admitiendo la pertinencia de que los historiadores ocupen un papel privilegiado en el debate público, y salvando las dificultades que se han señalado, aun cabe definir otra complicación: la eminente relación entre historiografía y academia. En este sentido, no hay que olvidar que la mayor parte de los historiadores son funcionarios que están inmersos en una lógica de producción del conocimiento definida por una autoridad pública y que, para llegar a esa posición, han superado una serie de filtros que, además de sus méritos académicos, suponen una forma de reproducción de unos determinados valores sociales —que grosso modo pueden identificarse con los de la burguesía: respeto al orden establecido, confianza en la meritocracia o asunción de objetivos a largo plazo, entre otros—. Así, es necesario considerar la posición objetiva que ocupan los historiadores a nivel socioeconómico porque esto influye quizás no en el contenido de sus investigaciones, pero sí en sus formas, a través de los discursos que con su propia performatividad reproducen socialmente.
Solo respondiendo a estas preguntas y valorando algunas de las implicaciones que encierran sus respuestas —¿debe un historiador no tener ideología?, ¿es esta problemática propia de la Historia o transversal al conocimiento científico?, ¿puede desarrollarse y sostenerse una historiografía fuera de la academia?— podrá proponerse un cambio efectivo en el panorama mediático y cultural español, en el que los historiadores asuman, con ciertas garantías y mayor amplitud, un rol más importante a este respecto, como intelectuales que contribuyan, finalmente, al progreso de la sociedad.