Hablar de la nación etíope en la actualidad pasa por referirnos a un país de perfil geopolítico bien dibujado, pero en cuyo interior se continúa viviendo en base a culturas, tradiciones y costumbres de componentes puramente étnicos. Su distribución administrativa estriba en una serie de «provincias» adecuadas en gran medida a la ubicación de los diferentes pueblos y tribus que las habitan. Por otra parte, su variada geografía, que comprende exuberantes áreas selváticas, terribles desiertos y áridas sabanas, montes que sobrepasan los 4500 metros de altura y zonas de altiplano aptas para una fructífera agricultura y productiva ganadería, ha potenciado esas marcadas diferencias regionales y, por ende, culturales.

Durante el devenir del tiempo, en Etiopía han surgido varios núcleos importantes, como el de D´mt y Gondar, pero sin duda el más imponente de todos ellos fue el reino de Aksum, de quien el profeta parto fundador del maniqueísmo, Manes (215-276 d. C.), dijo que era el cuarto del mundo, comparándolo con los imperios persa, romano y chino.
Los pueblos preaksumitas
La zona geográfica denominada como Cuerno de África ha sido cruce de vías comerciales desde la más remota antigüedad, actuando como punto de conexión e intercambio entre Europa, Asia y África; con ello, se ha propiciado la eclosión de ricas y variadas culturas, dotando de una idiosincrasia genuina a sus habitantes.
Sin olvidar que la paleoantropología humana pasa forzosamente por la depresión etíope del Rift (recordemos a la Australopithecus Lucy), ya en épocas protohistóricas puede considerarse la población de estos territorios como una de las más antiguas de África: las tribus Agaw, de origen kushita, llegaron a las zonas fértiles del altiplano en el tercer milenio a. C. y en la actual línea fronteriza con Sudán surgió, por esas mismas fechas, una cultura que aportó sus amplios conocimientos en agricultura y su elaborada artesanía. Lamentablemente, para estas etapas tan arcaicas prácticamente la única fuente de conocimiento es de carácter lingüístico: el estudio de las lenguas protoetiópicas de las que surgirá el ge´ez, idioma de Aksum; de manera que el nacimiento de tan importante reino permanece difuso, fundamentándose su historia en el terreno de las hipótesis. Esta indefinición conduce a la existencia de propuestas muy variadas, incluso antagónicas. Así, mientras el investigador Conti Rossini defiende que la civilización aksumita es producto de aculturaciones provenientes de la península arábiga, es decir, exógenas, Munro-Hay preconiza lo contrario: que se trata de una cultura fusionada de prevalencia endógena, africana.
Sea como fuere, sí sabemos que desde el 700 a. C. existió una relación biunívoca entre estas tierras y las arábigas. En Etiopía comenzaron a construirse grandes monumentos religiosos y funerarios de tipología sabea (actual Yemen). Pero, como ya había ocurrido anteriormente, de forma paralela y sincrónica, las etnias de la meseta de Tigray realizaron también grandes construcciones que podríamos calificar de autóctonas.

El resultado fue que ambos pueblos —semitas y aborígenes— interactuaron, mezclándose las dos corrientes. Ese fue, según se pone de manifiesto en los estudios del profesor Anfray, el origen del reino de D`mt, germen del posterior Aksum. Además de la Arqueología (disciplina insuficientemente utilizada en Etiopía), el conocimiento sobre este reino nos ha llegado de la mano de la epigrafía, ya que se han hallado numerosas lápidas y estelas escritas en caracteres surarábigos que han podido ser traducidas.
Así, estas inscripciones nos informan, por ejemplo, de que al máximo gobernante durante el periodo preaksunita se le llamaba mukarrib (rey-pontífice), pero en el momento en que Aksum toma la preeminencia politica y económica, esta denominación se sustituye por la de negus nagast (rey de reyes), título que ya se utilizará en la monarquía etiópica hasta el último de sus emperadores: el negus Jaile Selassie, depuesto en septiembre de 1974.
El nacimiento de Aksum
Inicialmente, nada hacía presagiar que llegaría a formarse un gran imperio etíope, ya que durante una oscura etapa, aun no claramente definida desde el punto de vista cronológico, las manifestaciones culturales y artísticas se ralentizaron. No obstante, en las escasas construcciones y en los objetos decorativos y votivos documentados, se aprecia una tendencia hacia lo local, en detrimento de lo extranjero. Por otra parte, durante este periodo se desarrollan en gran medida la orfebrería y la metalistería, siendo varios los autores que, tras este auge metalúrgico repentino, encuentran la influencia del reino de Meroe, a su vez, aculturado por Egipto.

Hacia el cambio de era comenzamos a tener información sobre la ciudad de Aksum, aportada en primera instancia por un periplo griego, el de Maris Erythrei, ya que los helenos eran los grandes comerciantes de la zona en aquellos momentos. Y del siglo I d. C. ya tenemos referencias y nombres de sus gobernantes: así sabemos que el primero de sus negus fue Zoskales. A partir de esta etapa, las genealogías reales están bastante completas gracias a los datos aportados por sagas marítimas, pero también por el resurgimiento de la epigrafía, ya mayoritariamente en lengua ge`ez, que encontramos a uno y otro lado del mar Rojo, indicándonos con ello que la presencia etíope se extendía también por las tierras yemeníes.
Aunque hay muchas facetas aún desconocidas en esta historia, lo que sí se puede asegurar es que hacia el 300 d. C. Aksum estaba ya en su máximo apogeo y, con los lógicos altibajos, se mantendría como potencia hegemónica en el Cuerno de África hasta el siglo X. En la fase de mayor expansión territorial (siglos IV-VII), sus dominios se extendían por zonas de las actuales Etiopía, Eritrea, Djibuti, Somalia y Yemen. Contaba con una amplia red comercial en la que se mercadeaba al exterior con oro, marfil, pieles…, y, posteriormente, con esclavos. Y prueba de la existencia de ese fuerte y militarizado estado es la acuñación de monedas de oro, plata y bronce, que nos revelan la saneada economía de la que gozaba.
Además de como termómetro económico, el estudio numismático nos aporta riquísima información sobre datos históricos y cronológicos. Así, estudiando el sistema monetario podemos saber que este se basa en el romano, mientras que, por el contrario, el lenguaje comercial sigue siendo el griego; o que, si bien en las primeras series monetales aparecen representados astros, lo que manifiesta creencias de origen sabeista, sin embargo, durante el gobierno de Ezana (en torno al año 333), la ceca cambia a representar motivos cristianos, evidenciando la adopción a nivel estatal de esta religión.
El cristianismo etíope
Vamos a reseñar brevemente como Aksum llegó a ser el segundo país del mundo —tras Armenia— en convertirse al cristianismo, ya que la asunción de este credo tuvo una importancia crucial en su historia.

Según la Biblia (Hechos de los Apóstoles, 8, 26-39), fue Felipe el evangelista quien, en una peregrinación a Jerusalén, conoció al tesorero de Aksum, eunuco de la reina Candaces y lo convirtió a su fe. Sin embargo, no tenemos constancia de dicha transición hasta el siglo IV, momento en el que dos monjes de Tiro (Frumencio y Edesio), únicos sobrevivientes de un ataque pirata a un navío sirio que comerciaba por las costas del mar Rojo, llegaron en calidad de esclavos a la corte de Ezana. Poco a poco, fueron ganándose la confianza del rey que los premió con cargos relevantes (tesorero/secretario y copero, respectivamente), asumiendo finalmente el cristianismo como religión oficial (denominada como Iglesia Täwhedo=unidad). De este modo, Frumencio se convirtió en el primer obispo de Etiopía al ser nombrado como tal (abbuna) por San Atanasio, patriarca copto de Alejandría.
De muchos de estos datos se sabe gracias al hallazgo, en la pasada década de los 80 de una piedra Rosetta de Etiopía: la llamada inscripción de Ezana, que, al igual que la egipcia, relata cuestiones políticas en tres lenguas —ge´ez, sabeo y griego—.
Eso sí, el cristianismo etíope estaba adscrito a la corriente religiosa monofisita —que considera que Cristo sólo reviste la naturaleza divina—, motivo por el que a partir del concilio de Calcedonia (año 451) fue declarada herejía. Como consecuencia de esta decisión, muchos «herejes» monofisitas huyeron a Aksum, que se convirtió en lugar de exilio de los denominados Nueve Santos. Entre otros «adelantos» religiosos, estos monjes santificados introdujeron la llamada Biblia de los Setenta, ya que la tradujeron al amárico (idioma actual de Etiopía, variante del ge`ez) y construyeron numerosos monasterios que, posteriormente, con la yihad (siglo XVI) y otros conflictos bélicos, fueron destruidos junto con los tesoros literarios y artísticos de los que eran contenedores.
Otro importante hecho a nivel religioso que sucedió durante estos primeros siglos de cristianismo, fue la compilación inicial del que hacia el año 1300 cristalizaría como gran libro religioso etíope: el Kebra Nagast (la Gloria de los Reyes), que recoge escritos sagrados cristianos, judaicos y musulmanes, así como gran cantidad de hechos puramente etíopes, y que ha dado en llamarse la Biblia de los Rastafaris.
La decadencia del Imperio
Hacia el año 630 se da la última amonedación de Aksum; paulatinamente, el comercio se había deteriorado y, bajo el decadente reinado de Armah, la economía colapsó. Por una parte, los musulmanes se iban extendiendo, inicialmente por las zonas costeras (el primero en caer fue el importante puerto de Abdulis) para continuar por el interior; por otra, los territorios circundantes se pusieron en pie de guerra aprovechando el momento de confusión y debilidad.
A pesar de lo antedicho, sabemos por diferentes cronistas árabes que en los siglos VIII-IX renació una monarquía postasukmita que alcanzó cierto poder territorial, no obstante lo cual, en el siglo X llegó inexorablemente el final del imperio: la poderosa y cuasi mítica reina Gudit (que en amárico se traduce cómo fuego o destrucción), cuya procedencia se desconoce —para unos autores provendría de la etnia matriarcal de los sidamo y para otros sería de ascendencia judía—, da al traste con las postrimerías de Aksum, matando al rey (según la leyenda sobrevivió su heredero, lo que permitiría la continuidad dinástica) y quemando y saqueando iglesias y ciudades.

Después, las noticias históricas se diluyen. Conocemos, a través de una serie de documentos, principalmente comerciales, de la existencia de urbes importantes como Roha, llamada Lilabela por el homónimo rey constructor de iglesias rupestres (Patrimonio de la Humanidad desde 1978), o Gondar, con su fortaleza de influencia arquitectónica portuguesa (también Patrimonio de la Humanidad desde 1979). Así mismo, se cuenta con información sobre enraizadas dinastías como la Zagwe (supuestamente fundada por Gudit, con una duración de 300 años), o la Salomónida (bajo la etnia amhara, que ha ocupado la escena política en Etiopía hasta Jaile Selassie), pero, en ningún momento, se volvió a lograr el esplendor genuino de Aksum.
Arqueología aksumita
Aunque existen construcciones etíopes de gran valor histórico como la iglesia de Yeha (siglo V a. C., influencia sabea), palacios como el de Ta´ aka Manfan (siglo IV d. C.) o el de Dungur (siglo VI d. C.), petroglifos como la leona de Gobrea (aun sin datar con precisión), etc., desde luego los monumentos arqueológicos más conocidos son los llamados obeliscos (terminología impropia por cuanto no están rematados en forma piramidal) o, con propiedad, estelas. Las más famosas de todas ellas (declaradas Patrimonio de la Humanidad en 1980), se encuentran en un parque de la actual ciudad de Aksum y en su momento pertenecieron a una gran necrópolis. Se conservan en número aproximado a 160, si bien presentan entre sí enormes diferencias: desde pequeñas y sin decoración, a enormes y estéticamente muy elaboradas. Todas están trabajadas sobre bloques monolíticos de granito, siendo varias las que sobrepasan los 20 m. de altura. Incluso una de ellas, actualmente caída y fragmentada in situ, llega a los 33 m. con un peso estimado de 180 000 kg.; se trata, pues, del megalito de estas características más grande del mundo, por encima de los obeliscos egipcios.
Sobre su cronología, teniendo en cuenta que la mayor parte de ellas tienen representaciones paganas, colegimos que se realizaron previamente a la aceptación oficial del cristianismo, es decir, antes de mediados del siglo IV; de todas formas, también hay algunas —entre ellas la del propio rey Ezana— con simbología cristianizada, se constata una larga pervivencia en su utilización.
Respecto a su funcionalidad, están vinculadas al mundo funerario, cubriendo la misión de lápidas (señalando la existencia en el lugar de una tumba), o de cenotafios (estructuras simbólicas conmemorativas de un hecho luctuoso, pero sin relación física con el sitio de enterramiento). Lo más frecuente es que indiquen la ubicación de un sepulcro subterráneo, a veces con planta desarrollada (varias cámaras, pasillos, etc.). Algunos de ellos han sido excavados y, en el caso de que no estuvieran expoliados como es lo más frecuente, sus ajuares han sido depositados (sobre los que se encuentra escasa información) en los museos de Aksum y de Addis Abeba.
Lo que sí queda patente es la gran capacidad técnica y de organización colectiva del trabajo que habían alcanzado los aksumitas para llevar a cabo obras tan complejas como estas. Además, el personaje que pudiera permitirse un lujo de tal categoría debía ostentar un elevado estatus socioeconómico, motivo por el cual las estelas deben adscribirse únicamente a la realeza/nobleza y, tal vez, al estamento sacerdotal o a comerciantes con alto poder adquisitivo.
El «obelisco de Aksum»
La dificultad que entraña la construcción y, sobre todo, el transporte (se estima que la cantera de donde se proveían los doladores estaba a unos 6 kilómettros) de estos monolitos puede constatarse incluso en tiempos actuales: resulta que Etiopía, junto con Liberia, han sido los dos únicos países africanos que se mantuvieron al margen del colonialismo europeo del siglo XX; sin embargo, durante escasamente 6 años (1935 a 1941) los italianos invadieron las tierras etíopes. Y Mussolini quiso llevarse a Roma, como botín de guerra, una de las mayores estelas, el llamado «Obelisco de Aksum» de 24 m. de altura y 160 000 kg. de peso. Este se había derrumbado, posiblemente por un terremoto, y yacía roto en varios pedazos, por lo que en ese estado fragmentario resultó factible su traslado —tras allanar 400 kilómetros de camino— hasta un puerto y de allí en un buque hasta Nápoles, donde llegó en marzo de 1937. Acto seguido se transportó a Roma para ser restaurado, instalándose en la plaza Porta Capena, justo frente al edificio del Ministerio del África Italiana, que luego pasó a ser las oficinas de la FAO.

Pero en 1947, dentro de los acuerdos de la ONU subsiguientes a la finalización de la II Guerra Mundial, se exigió su devolución a Etiopía. Sin embargo, el tema no se movió durante los siguientes 50 años y no fue hasta finales de los 90 cuando, debido a las peticiones de políticos etíopes y a las reivindicaciones para que la polémica estela retornara a su país por parte del conocido investigador Pankhurst, que el gobierno italiano se vio abocado a tomar cartas en el asunto. Y aquí surgió el problema: incluso seccionándola en tres piezas no había pista lo suficientemente larga para que pudiera aterrizar el gran avión de carga que sería necesario utilizar. Y en barco era igualmente imposible, puesto que tendría que llegar a algún puerto de Eritrea —con tensas relaciones políticas—, amén del largo camino terrestre posterior.
Tras la negativa de EE.UU. a prestar su ayuda por tener todos sus medios dedicados a la guerra de Irak, Pankhurst y otros activistas presionaron veladamente a la jefatura italiana para que sufragara los costes que conllevaba la repatriación del monumento, de manera que se devengaron los recursos económicos necesarios para ampliar el campo de aterrizaje del aeropuerto de Aksum. De esta forma, en 2005, en un gigantesco Antonov 125, se trasladó en tres vuelos sucesivos a la estela viajera, que, por su parte, había sufrido deterioros al caerle un rayo en 2002. Afortunadamente los daños fueron reparables y, por fin, en 2008, se irguió de nuevo en su lugar de origen, después de 70 años fuera de su tierra.
Es en este momento cuando tenemos que preguntarnos cómo en la frontera entre los siglos XX-XXI, con los grandes adelantos tecnológicos con los que contamos hoy en día, ha resultado tan complicado su transporte dividido en tres partes, cuando los aksumitas, hace 1700 años, lo habían podido hacer ¡y en una sola pieza!
La estela de Matara
Aunque situado en la ciudad de Matara (Eritrea), este monumento, denominado generalmente como el Hawulti, pertenece sin género de dudas a la cultura aksumita.
Se documentó por primera vez en 1913 por parte de Littmann, arqueólogo jefe de la Deustche Aksum-expedition. Cuando fue descubierto se encontraba tumbado y fragmentado de antiguo, siendo restaurado por los italianos durante su ocupación de Etiopía y reubicado en el supuesto lugar donde se erigió en origen. Durante la guerra etíope-eritrea (1998-2000), sufrió de nuevo grandes desperfectos, que fueron reparados por el Museo Nacional de Eritrea.
Realizado en piedra, su altura es de 6 m.; presenta grabados una inscripción y, en la parte superior, dos astros sabeistas: posiblemente la diosa-Sol Samas y el dios-Luna Sin. Por estas características paganas, así como por utilizar el idioma ge´ez antiguo (se considera el ejemplo más arcaico de escritura etíope), se le ha otorgado una cronología de principios del siglo IV, antes de la cristianización del país.
Respecto a la traducción de la inscripción, esta varía según los investigadores: mientras que para Ullendorff se trataría de un cenotafio levantado por un tal Agaz para alabar a su padre difunto, para Littmann conmemoraba la ejecución de unos grandes canales (previsiblemente destinados a la irrigación). Huellas de estas obras no se han encontrado, aunque tal vez, gracias a la Arqueología, se podrá verificar, más adelante, el acierto de alguna de las hipótesis.
Las últimas excavaciones en Aksum
Aunque la trayectoria de las investigaciones arqueológicas en Etiopía reviste una larga duración —las primeras de las que se tiene conocimiento pertenecen a un proyecto alemán de 1906—, raramente se han llevado a cabo de una forma sistemática ni en los casos antiguos se ha aplicado la correcta metodología científica. No obstante, en estos últimos años se han efectuado trabajos cualificados que han entregado resultados novedosos.

Hace años se conocía, a través de variada documentación histórica, que en los siglos finales del Imperio romano se consolidó la zona del Cuerno de África como vía de comunicación con la India (Etiopía exportaba metales, piedras preciosas, y caparazones de tortuga, mientras recibía sedas y especias). Sin embargo, no se sabía nada de la etapa precedente.
Pero en 2015, un equipo arqueológico británico encabezado por la doctora Schofiedl, ha llevado a cabo en Aksum la excavación de una serie de tumbas romanas de los siglos I-II d. C., de entre las cuales destaca la llamada «de la Bella Durmiente» (según la denominó su descubridora). Se trata de un enterramiento de inhumación en el cual el esqueleto aparece en decúbito lateral derecho, con las piernas flexionadas y la mano bajo el mentón. Era, sin duda, una dama de alto rango (a juzgar por el costoso ajuar, de factura romana, del que se hizo acompañar en su tránsito a la otra vida), adornada con collar y cinturón realizado a base de cuentas de pasta vítrea de rica policromía, anillo de bronce y brazalete de hierro. A su lado, se hallaron varios objetos de adorno: un espejo de bronce hacia el que miraba, una paleta ricamente decorada para productos cosméticos, que aún conservaba restos de kohl para pintarse los ojos, ungüentarios de vidrio con profusa decoración, etc. A partir de estos datos, se deduce el grado elevado de romanización en usos y gustos de la alta sociedad etíope; habrá que esperar, sin embargo, a contar con resultados de análisis de ADN para conocer la filia genética de la difunta.
Makeda o la reina de Saba
En 2012, la ya mencionada doctora Schofiedl y su equipo localizaron una enorme mina de oro en las alturas de Geralta, al norte de Tigray. Se accedía a la explotación aurífera mediante un pozo, a la entrada del cual aparecieron restos humanos que mostraban una muerte violenta. Y en las faldas del mismo monte, se excavaron las ruinas de un previsible campamento militar con muchos más esqueletos, así como los restos de un templo sabeista. Estos hallazgos fueron puestos en relación con la bíblica reina de Saba, sobre la que se especula si era oriunda del Yemen o de Etiopía. Aunque dicho extremo no pudo demostrarse, lo que sí se esclareció gracias a tan importante descubrimiento, fue la veracidad de varias inscripciones y textos antiguos que hablaban sobre la explotación a gran escala del codiciado metal, ya desde época preaksumitas.
Y otro descubrimiento también relacionado con esta nebulosa reina: en 2008, un equipo de la universidad de Hamburgo encabezado por el doctor Ziegert, que llevaba investigando los orígenes de Aksum desde 1999, excavó en la zona del yacimiento de Dungur las ruinas de un palacio donde se supone habitó la legendaria reina, datado en el siglo X a. C. Además de los restos estructurales propios de un gran edificio, encontró un altar rodeado de depósitos votivos, ofrendas y huellas de fuego, en el cual, según sus hipótesis, habría estado depositada el Arca de la Alianza. Con este hallazgo, se da un voto de confianza a una tradición absolutamente creída en Etiopía, según la cual la reina Makeda (de Saba en el Antiguo Testamento, Balkis en el Corán), tuvo un hijo con Salomón, que gobernaría Etiopía con el nombre de Menelik I y quien se habría apoderado, en una visita a su padre en Jerusalén, con el famoso Arca.
Las estelas funerarias de Tiya
La actual ciudad de Tiya se ubica en el centro geográfico de Etiopía, a unos 85 kilómettros de la capital. Desde el punto de vista cultural, su mayor interés radica en la existencia en sus proximidades de un campo de menhires-estela que forman parte del llamado cinturón de Grang, con miles de monumentos megalíticos, siendo uno de los aproximadamente 160 sitios arqueológicos con los que cuenta la región de Soddo, (situada en el límite entre los territorios Guraghé y Oromo), Patrimonio de la Humanidad desde 1980.
De los más de 46 monolitos originales, actualmente se conservan in situ 36, de los cuales una buena parte están ornamentados con motivos figurativos o, incluso en algún caso, antropomorfos; el resto no presentan decoración. Su altura sobre la superficie oscila entre uno y cinco metros, situándose en alineaciones como frecuentemente ocurre con los menhires europeos, sirviendo como ejemplo el caso de Carnac. La función que cumplían era funeraria: lápidas situadas junto a tumbas, de las que algunas han sido excavadas. No se conoce con precisión su cronología. Se han propuesto fechas que pendulan entre la Prehistoria y el siglo XVI, aunque generalmente se suele aceptar como válido el momento de colapso de Aksum, es decir, alrededor del siglo X.
El mayor porcentaje de grabados lo acaparan las espadas (las vainas, según deducimos por señalarse sistemáticamente la contera en la punta), de una tipología muy concreta: cortas, estranguladas hacia la mitad de la hoja y con nervadura central muy marcada; su número y posición —hacia arriba o hacia abajo— varía en cada estela. Por debajo de ellas, aparecen reiterativamente los mismos motivos: bandas, círculos, signos en «x» y una especie de palmera que, aunque nunca han podido ser descifrados, plasman, desde nuestro punto de vista, un lenguaje o sistema de numeración, que informan sobre la vida o hazañas guerreras de los difuntos.
Intervenciones arqueológicas en Tiya
La historia de las investigaciones arqueológicas en el sitio de Tiya es, cuando menos, reseñable. El caso es que en 1920, Monsieur Pottier, conservador-jefe del departamento de estudios orientales del Museo del Louvre, guiado por un interés científico, pero también algo espurio —conseguir material aksumita para su museo—, movilizó a la administración cultural de forma que se dotó humana, técnica y económicamente, una misión arqueológica francesa que viajó a Tiya —entre otros muchos lugares de Etiopía—, donde estuvo trabajando durante numerosos años. Fue el representante de las autoridades francesas —que, curiosamente, era un monje capuchino, el padre AzaÏs—, el que designó al jefe de la expedición: monseñor Jarosseau, elegido en parte por haber sido el preceptor del ras (jefe político) Tafari, regente en esos momentos del imperio etíope.
Gracias a las facilidades administrativas que brindó esta situación, se pudo consolidar en Addis Abeba un anexo del Institut Français d’Archéologie Orientale del Cairo. Posteriormente, Azaïs pasó a ser empleado directo de Tafari, afanándose en la realización de publicaciones —que aún son referentes en la arqueología etiópica— y en montar el Muso Nacional Etíope. En 1931 encontró dólmenes y pinturas prehistóricas en una cueva, descubrimiento que llevó al Abbé Breuil, que tanto trabajó en España, a desplazarse a Etiopía para investigar y documentar estos hallazgos.
En tiempos recientes, los estudios y publicaciones sobre Tiya se las debemos principalmente a Joussaune, que estuvo excavando en la necrópolis hasta 1991 y a Anfray, director de la misión francesa hasta no hace mucho.
Pero, a pesar de estar refiriéndonos a investigaciones arqueológicas que, por lo actuales, ya han sido realizadas con garantías técnicas, la verdad es que de la interpretación de las estelas bien poco se sabe, más allá de lo puramente formal.
Se excavaron diferentes enterramientos —individuales o colectivos—, directamente relacionados con ellas y, sin embargo, sorprendentemente, ni los ajuares, ni los análisis han arrojado datos concluyentes sobre la datación. Tampoco se ha colegido nada definitivo respecto a quienes eran los allí sepultados, a parte de la deducción lógica de que se trataba de guerreros, ya que los esqueletos son mayoritariamente de hombres en edades estimadas entre los 18 y 35 años y con representaciones masivas de espadas.
En base a estos exiguos datos se barajan dos hipótesis principales. Que tras el desmembramiento de Aksum se formara en Tiya un feudo que, entre otras costumbres culturales, mantuviera viva la memoria de las estelas funerarias. O que se trate de monumentos rupestres mucho más antiguos que Aksum, siguiendo la corriente megalítica euroasiática. Ahora bien, en ese caso, dado que las espadas representadas son, sin duda, de metal, no podríamos hablar de la ejecución de las estelas, al menos, hasta la edad del cobre. Esperemos que futuras investigaciones aclaren todas estas incógnitas.