Publicado en el número 8 de Descubrir la Historia (enero de 2017).
Debían ser los primeros días del verano de 904 cuando Petronas embarcó rumbo Tesalónica, la segunda ciudad del Imperio tras Constantinopla, por orden del emperador León VI el Sabio (886-912). Tenía como misión avisar a la ciudad del posible ataque de una flota sarracena, comandada por el renegado León de Trípoli, y ayudar a los tesalonicenses a preparar la defensa frente al enemigo. Todo mejor que permanecer en una corte agitada por los intereses de las distintas facciones y en la que ni el propio emperador podía estar del todo seguro. Tuvo que sentir alivio cuando los barcos de la escuadra constantinopolitana dejaban atrás la imponente silueta de la capital del mundo civilizado.
Poco sabemos acerca de nuestro involuntario protagonista. Sólo aparece mencionado en el relato que hace Ioannis Caminiatés de los acontecimientos de julio de ese año. Petronas, según relata, estaba adscrito a la oficina del protospatharios (el primero entre los que portan la espada), dignidad que en esos momentos ostentaba, entre otros, Samonas, paradigma de una época convulsa. León de Trípoli y él representan las dos caras de una misma moneda: ambos abandonaron su primitiva religión para adoptar la de sus nuevos amos. Samonas era un eunuco árabe, nacido en Melitene –la actual Malatya, en Turquía– ca. 875 que formaba parte de la casa del basileopator (padre del emperador) Stylianos Zautzes, un armenio que había alcanzado altas cotas de poder gracias al matrimonio de su hija Zoe con León VI.
Petronas tampoco era griego. Aunque no lo podamos saber a ciencia cierta, pertenecería a ese mismo estamento de «hombres nuevos», como muchos de ellos, de origen armenio. Ya hubo un Petronas, drungarios (almirante) y strategos (general), procedente de una familia armenia y hermano de la emperatriz Teodora, la iconódula esposa del iconoclasta Teófilo (829-842). Pertenecer a la oficina del protospatharios no nos permite ir más allá de algunas conjeturas acerca de la dignidad que ostentara. Podría ser un spatharocandidatos o un spatharios, miembros de la guardia del emperador, formada por senadores, caracterizada por portar una espada. Así como ocurría con el protospatharios, el spathario podía ser un eunuco o un «hombre barbudo», no así los spatharocandidatos, dignidad que sólo ostentaron los «barbudos». Pero además, nuestro hombre se mostrará experto en poliorcética, aunque por desgracia no podamos detallar una mínima hoja de servicios, salvo el prestado en Tesalónica.
La noticia de que una flota árabe se preparaba en Trípoli del Líbano para atacar Constantinopla le llegó al basileus León mientras asistía a la consagración de un monasterio que había fundado el eunuco Cristóforo, su protovestiario (encargado del guardarropa imperial), en el emporion de Boecio, en la costa septentrional de la Propóntide. Era plenamente consciente de que la talasocracia bizantina hacía mucho que había llegado a su fin. Basilio había necesitado de la ayuda de los croatas y serbios, de las ciudades de Dalmacia –costa de la actual Croacia– y del rey Luis y el Papa para hacer frente a los árabes que habían invadido el sur de Italia. Desde que subiera al trono León, se habían perdido importantes enclaves en Sicilia, como Siracusa (878) o Taormina (902), conquistadas por los árabes, lo que redujo la presencia bizantina en Italia a unas pocas plazas en la isla y a Calabria, convertidas en una fortaleza sitiada. Pero aquellos eran lugares alejados de la Capital. Lo más grave eran las incursiones que efectuaban contra las islas del Egeo. Para protegerse, se creó el distrito marítimo de Samos, pero su flota, al mando del patricio Constantino Paspalas fue derrotada y su comandante hecho prisionero, entre 891-893. Asimismo, cuando caía Taormina, la isla de Lemnos era saqueada por una escuadra sarracena que zarpó de Creta.

Un elemento de vital importancia para supervivencia de Bizancio como era la armada, representaba uno de los elementos menos fiables para la dinastía. Los comandantes de los distritos marítimos, los drungarios y los marinos sentían verdadera aversión hacia la aristocracia civil de Constantinopla, convencidos de que desde la capital bizantina no se reconocían los esfuerzos que estaban realizando para sostener las fronteras marítimas frente a los árabes. La necesidad de contar con una flota leal al emperador y no exclusivamente a sus comandantes, llevó a la creación de una armada de elite, fondeada en Constantinopla, que contaría con los mejores navíos, construidos en las atarazanas de la capital del Imperio. Trataban con ello de contrarrestar el poder de los drungarios, pero el problema era encontrar unos mandos y unas tripulaciones capaces. El recurso más fácil fue echar mano de mercenarios extranjeros, rusos o dálmatas, como marineros; más difícil les resultó encontrar oficiales adecuados, muchos de ellos también extranjeros, con el objeto de que no estuvieran envueltos en las luchas de bandos aristocráticos y sólo fueran leales a la dinastía. Sin embargo, muchos de los drungarios tou ploimou (almirante de la flota) fueron un fiasco como lo demuestran las acusaciones de traición que se les hicieron, justificando así las pérdidas territoriales.
Poner al mando de la flota de Constantinopla a Eustacio, para que se enfrentara León de Trípoli era la única opción que el autócrata León tenía encima de la mesa. Hacía mucho tiempo que Bizancio no contaba con un drungarios como el árabe Nasr, que estuvo al servicio de Basilio I. Quizás León estuviera convencido de que una victoria de la armada bizantina alejaría definitivamente el peligro, pero sus esperanzas no tardarían en verse defraudadas. Eustacio demostró ser un fiasco. No sólo no entablaría combate sino que además sería perseguido por León de Trípoli hasta la entrada del mar de Mármara. El drungario fue sometido a juicio por traición, condenado a muerte y salvado in extremis por la intervención del patriarca Nicolás el Místico (901-907 y 912-925).
Por primera vez en casi dos siglos, Constantinopla corría serio riesgo de volver a ser sitiada por los árabes. León conocía los versos de la Guerra Ávara en los que Jorge de Pisidia (m. 631-634) narra el sitio al que fue sometida Constantinopla por ávaros y eslavos ca. 626; también había leído los relatos de Teófanes el Confesor acerca de los dos asedios árabes, el primero entre 674-678 y el segundo, entre 717-718. Quizás lo que más temiera el autócrata es que se repitieran los hechos que en el siglo VIII llevaron al poder a León III y aprovechando el sitio árabe y la situación de descontento popular por las privaciones, su hermano Alejandro diera un golpe palaciego que lo apartara del trono y algo peor. Las fuentes describen a un León abatido y vacilante, posiblemente viendo amenazas en cualquier parte. Ahora es cuando comienza a sentirse la influencia de Zoe Carbonopsina, la nueva amante del emperador, y su clan, lo que no haría sino avivar las críticas. Por influencia de ella, el basileus nombró como drungarios a uno de sus familiares, Himerios, un funcionario civil. Junto a esta segunda expedición zarparía Petronas rumbo a Tesalónica.

Nuestro hombre no tendría conocimiento del desenlace de la expedición de Himerios hasta que no viera los gallardetes de las naves de León de Trípoli. No fue muy distinto a lo que sucedió con Eustacio. Después de navegar por las aguas del norte del Egeo, el nuevo almirante se encontró con el enemigo fondeado en la isla de Thasos, frente a las costas de Tracia, pero esta vez tampoco habrá batalla. Himerios se asustó ante la superioridad numérica del enemigo y se retiró, pero no parte hacia Constantinopla, tal vez temiendo correr la misma suerte que su predecesor, sino que echa el ancla en la isla de Lemnos, dejando vía libre a la escuadra sarracena, que abandona la ruta a Constantinopla para dirigirse contra Tesalónica. León no sería menos consciente de que un enfrentamiento contra la flota bizantina resultaría fatal para ellos. Además sin un botín a la vista, la tripulación enrolada en la armada árabe podría amotinarse, con resultados funestos para el comandante.
En el nombramiento tuvo que pesar mucho lo sucedido el 11 de mayo de 903. Ese día era Mediados de Pentecostés, festividad que la Iglesia oriental celebra el miércoles de la cuarta semana después de Pascua, con la habitual procesión pública a San Mokios, iglesia ubicada en la parte occidental de Constantinopla, tras la cual se ofrecía una comida a los emperadores en las gradas del templo. Posiblemente, Petronas estuviera presente y, como muchos otros cortesanos, se extrañara por la ausencia de Alejandro, hermano de León, que adujo estar enfermo. Todo se desarrollaba según el protocolo habitual hasta que el basileus se acercó al iconostasio. En ese instante, un individuo saltó desde el ambón, golpeando al autócrata en la cabeza con un pesado garrote; un golpe que hubiera sido fatal de no haber sido por una lámpara que lo amortiguó. El frustrado magnicida fue inmediatamente detenido y, a pesar de las torturas a las que lo sometieron, no implicó a nadie más en el intento de asesinato. Toda la culpa recaería sobre aquel desgraciado. Sin embargo, muchos fueron los que volvieron los ojos hacia el ausente Alejandro, que conspiraba contra el basileus para hacerse con el poder.
El autócrata León necesitaba contar con un clan que lo respaldara y ahí estaban los familiares de Zoe Carbonopsina, a los que tenía que situar en puestos clave a pesar de su nulidad manifiesta, como demostró Himerios.
Acercándose al puerto de Tesalónica es probable que Petronas se sorprendiera al ver fondeada otra nave de la armada de Constantinopla. Más o menos al mismo tiempo que a él, el autócrata había enviado al eunuco Rodofilos el cubiculario rumbo a Sicilia con 100 libras de oro, cuyo destino debía ser el pago a las tropas que combatían a los árabes. Ante el peligro de un posible cerco a la capital del Imperio, con una flota enemiga amenazando las ciudades del Egeo, una sublevación militar en Occidente podría ser fatal para el basileus León. Cuando desembarcara y se encontrara con el asekretis Simeón, el secretario de confianza de Rodofilos, éste le contaría que el cubiculario enfermó durante la travesía y tuvieron que desviarse para que lo atendieran.
La ciudad griega era una amalgama de pueblos diversos, reflejo de lo que sucedía en los Balcanes. De esta ciudad habían partido los hermanos Constantino/Cirilo y Metodio, los evangelizadores de los eslavos, elegidos precisamente por su condición mestiza y su conocimiento de la lengua eslava. Entre los siglos VII-VIII, los alrededores de la ciudad fueron ocupados por estas tribus, mientras que el núcleo urbano permaneció en manos bizantinas. Realmente sabemos poco acerca de qué sucedió durante esa «época oscura». Y si bien no hubo un abandono, sí se dio un retroceso, con el paso de una economía monetaria a otra natural. Las construcciones continuaron, pero del registro arqueológico desaparecen las monedas acuñadas, hasta el reinado de Basilio I. Los follis, monedas de bronce de uso cotidiano, con la efigie de este emperador, indicarían una recuperación; una vuelta a una economía compleja en vísperas de los acontecimientos que estamos relatando.
Petronas se encontró una Tesalónica animada, centro administrativo y comercial que atraía no sólo a los griegos, sino también a las tribus eslavas que se habían helenizado. Ioannis Caminiatés se queja de que han sido los pecados cometidos por los tesalonicenses los causantes de la desgracia colectiva. La lista de «delitos» que hace es sintomática de una ciudad en plena ebullición después de un prolongado período de crisis. Habla por ejemplo de cómo muchos no entregaban parte de sus beneficios para obras de caridad sino que se esforzaban en incrementar sus ganancias, compitiendo con otros por ver quién se enriquecía más. Señala también extorsiones a huérfanos, ocupaciones ilegales de fincas a viudas… Es la existencia de una elite urbana preocupada por su enriquecimiento como vía de asentar su influencia social y política. Incluso podríamos interpretar en este sentido el aumento de la prostitución ante la mayor afluencia de viajeros y comerciantes unida a una mayor disponibilidad de moneda. Todo esto representaría el reverso negativo de un crecimiento económico descontrolado.
Otro rasgo sintomático del incipiente auge es la protesta que hacen los dignatarios de la ciudad cuando Petronas les da el mensaje del autócrata. Ninguno de ellos tenía experiencia en el combate ni habían recibido entrenamiento militar. Y mucho menos la tendrían los tesalonicenses. Se trataba pues de una población dedicada a la agricultura, la artesanía y el comercio, que había descuidado su defensa, hasta el punto de que las murallas marítimas habían sido abandonadas. Quizás porque no esperaban ningún ataque por ese flanco, confiados en la hegemonía marítima de Bizancio. No se habla nada del kastron y la acrópolis, la zona fortificada de Tesalónica, por lo que es de suponer que estaría en buenas condiciones o que simplemente no era prioritaria ante un posible ataque por mar. Llama la atención la ausencia de un strategos y de tropas acuarteladas en la ciudad, sobre todo teniendo en cuenta que era el centro de un distrito militar.
El spathario a las discusiones de los magistrados tesalonicenses, empeñados en reforzar las murallas marítimas de la ciudad. Pero aquéllo resultaría muy costoso y llevaría un tiempo del que no disponían si la flota de León de Trípoli estaba tan próxima. Petronas les hizo notar que la línea de las murallas podía ser sobrepasada fácilmente desde las popas de los barcos. Les propuso como solución posible tratar de impedir el acceso al puerto de los navíos enemigos. Para ello, el enviado de Constantinopla sugirió que se lanzaran a la bocana losas de piedra unidas mediante un sistema que él había ideado pero que no se nos detalla. La intención era que los barcos atacantes se estrellaran contra esta barrera y encallaran o se hundieran. Al fondo del mar irían a parar varios centenares de estelas grababas de época Clásica, provenientes del cementerio extramuros. Los muertos protegían así a los vivos de los nuevos bárbaros.
Pero Petronas no continuaría mucho más al frente de las defensas de Tesalónica. Nuestro spathario tenía que volver a Constantinopla y nada más sabemos de él a partir de este momento. El autócrata León había enviado a otro militar con la noticia de que, efectivamente, barcos árabes se dirigían contra Tesalónica. Ioannis Caminiatés nos cuenta que el nuevo strategos también se llamaba León y venía con la misión de ponerse el mando del distrito militar. Por las inscripciones halladas en las murallas, sabemos que el personaje en cuestión era el protospathario León Quitzilaces, que detuvo el plan de Petronas para dedicarse a reforzar los muros, lo cual se demostraría fatal. Pero a pesar de la marcha del spathario, el mando no sería único. Al poco tiempo, el autócrata mandó a otro strategos, Nicetas, para que colaborara en la defensa, quizás para evitar que una sola persona acumulara demasiado poder. Este último sufriría una caída del caballo mientras acudía a su encuentro León Quitzilaces, quedando malherido, lo que no impidió que se encargara de coordinar las labores de defensa y aconsejar a su colega en el mando.
Ninguno de los dos strategos vino acompañado por contingente militar alguno, más allá de sus propias guardias de corps. Frente a unos tesalonicenses sin experiencia, los hombres que componían la flota del renegado León eran guerreros, veteranos reclutados en Egipto y Siria-Palestina que habían hecho de la piratería su modo de vida. El único recurso que les quedaba a los bizantinos era echar mano de las tribus eslavas tributarias, asentadas en los alrededores de Tesalónica. Una paradoja, ya que fueron los mismos que en el siglo VII atacaron la ciudad en repetidas ocasiones, salvándose, según cuenta la leyenda, gracias a la milagrosa intervención de San Demetrio, el santo protector. También se escribió al strategos del distrito militar de Estrimón, al este de Tesalónica, para que enviara refuerzos. Ioannis Caminiatés se queja de la deslealtad habitual en este strategos, evidenciando los recelos entre los comandantes provinciales, así como la autonomía con la que actuaban. Y hasta cierto punto son lógicas las reticencias del general de Estrimón. El mantenimiento de esos soldados corría a cargo de la población de la provincia en la que estaban establecidos, para asegurar su protección y enviarlos a Tesalónica suponía quedar desguarnecidos.
En esta situación, amaneció el 29 de julio del año 904. Ese día, en la línea del horizonte, los tesalonicenses de guardia en las murallas, vieron dibujarse las velas de los navíos enemigos. Los peores temores se confirmaban. Se tocó a rebato para que todos los hombres acudieran armados a las defensas. Caminiatés hará hincapié en el calor que tuvieron que soportar los combatientes y el pánico que sintieron los defensores cuando oyeron el redoblar de los tambores, entremezclado con los alaridos de los guerreros enemigos. Sin embargo, no se dejaron amedrentar conscientes de que lo que estaba en juego eran sus vidas y las de sus familiares y amigos. A los aullidos, respondieron con el grito de guerra usual en el ejército bizantino: «¡La cruz vencerá!». Era de esperar que el arzobispo acudiera con sus sacerdotes procesionando el icono del mártir Demetrio por las murallas para ahuyentar a los infieles y librar una vez más a la ciudad, pero no hay noticias de ello.
Esta vez, el santo tendría que enfrentarse a demonios muy reales. Los etíopes de los que se habla en las fuentes, eran la personificación del mal, la piel negra símbolo de lo demoníaco. Bajo el nombre de etíopes se esconden en realidad las tribus que se movían entre los reinos cristianos de Nubia y Etiopía y el Egipto islámico, que en las fuentes árabes aparecen bajo el nombre de bejas. Se trataba de grupos nómadas que habían adoptado un islam entremezclado con el paganismo y vivían del pillaje y el tráfico de esclavos, prisioneros que estos bejas hacían en los reinos cristianos y vendían en la ciudad fronteriza de Qift, en el Alto Egipto. Ver a esos guerreros de cabellos encrespados y semidesnudos tuvo que causar una honda impresión en los defensores, que aún así no vacilaron. Durante todo el día 29, lograron repeler el ataque y muchos creyeron en una victoria frente a León de Trípoli. Nicetas, montado en un mulo a pesar de las fracturas, trataba de mantener el orden entre los defensores, alentándolos a continuar luchando: «No deis la espalda a las fuerzas enemigas ni dejéis al mundo un testimonio nunca visto: que por una negligencia insignificante aceptasteis a cambio peligro tan grave».
La suerte iría cambiando a lo largo de los dos días siguientes, entre los días 30 y 31, cuando los atacantes, viendo la resistencia de los tesalonicenses, desembarcaron para asediar las murallas terrestres. No estaban dispuestos a volver a sus bases en Trípoli con las manos vacías. Lo que viene después es una historia tan vieja como la Humanidad. Cuando Ioannis Caminiatés describe cómo los etíopes prenden fuego a las puertas de la muralla para entrar en Tesalónica como un torrente, está recordando la caída de Troya. Las escenas que se sucedieron durante los diez días de saqueo a los que se libró la ciudad por orden del renegado León como represalia por la resistencia heroica de sus habitantes, son las mismas que se han venido viviendo hasta hoy. «Sálvate mujer, y no te olvides de tu esposo», le dice uno de los defensores a su esposa cuando se la encuentra en la calle, yendo en su busca, sabiendo que todo está perdido; que él probablemente muera pero que a ella le espera un destino peor. O los lamentos de un padre que verá morir a sus hijos, ofreciéndose a los etiopes para ser ejecutado en primer lugar y ahorrarse ese sufrimiento.
El heroísmo del cubiculario Rodofilos, que permanecía en Tesalónica, postrado en cama, torturado hasta la muerte, sin revelar dónde estaban las 100 libras de oro contrasta con el pragmatismo del asekretis Simeón, que entregó el dinero a León de Trípoli cuando éste amenazó con destruir la ciudad hasta los cimientos. Una acción que sería recompensada por el autócrata León VI con el ascenso de Simeón a la dignidad de patricio y protoasekretis. Pero también hubo espacio para la cobardía, como la demostrada por los eslavos que protegían la acrópolis, que huyeron dejando desprotegida a la población que había buscado refugio tras sus muros, confiada en que allí estarían a salvo de los árabes.
Y como hoy, las tristes escenas de familias separadas; las cuerdas de prisioneros marchando hacia el cautiverio, dejando atrás una ciudad en ruinas, sembrada de cadáveres. Embarcados rumbo al campo de prisioneros de Tarso, se hubiera esperado que la flota de Himerios cortara la retirada y liberara a los prisioneros, entre los que estaban Nicetas, León Quitzilaces o Ioannis Caminiatés y sus parientes. Lastrados por el botín y con las fuerzas mermadas después de tres días de combates, habían perdido la ventaja con respecto a los bizantinos. Pero el almirante no se movió de Lemnos. El destino de muchos de estos cautivos, los desgraciados que no pudieron ser rescatados, fueron los mercados de esclavos de Creta y Trípoli desde donde se desperdigarían por el resto del Califato. Muchos de ellos acabarían renegando de su fe buscando que sus condiciones de vida fueran más fáciles. Es de suponer que en Constantinopla alguien se lamentó por lo sucedido en Tesalónica. León decidió vengarse, mandando una expedición por tierra contra el Califato, comandada por dos miembros de los clanes en ascenso: Andrónico Ducas y Eustacio Argyros, que se cobraron varias victorias en Asia Menor para lavar la vergüenza de la ineptitud en Tesalónica.
Para saber más:
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