Publicado en el número 6 de Descubrir la Historia (julio de 2016).
A tan sólo 14 kilómetros de Las Palmas de Gran Canaria, en torno al cauce del barranco del Guiniguada, se erige la Villa de Santa Brígida. Sus apenas 23,8 kilómetros cuadrados hacen de éste el municipio más pequeño de la isla de Gran Canaria. Pero tan reducidas dimensiones no son óbice para que esta apacible localidad encierre dentro de sus lindes el escenario de uno de los episodios más reseñables de la historia de las armas en el archipiélago.
«Por España y por la fe, vencimos al holandés», reza la leyenda que acompaña el escudo de la localidad, una alusión a una batalla que pasaría a la historia con el título de «la gesta del Batán» y que nos obliga a remontarnos a los primeros días del verano de 1599. Eran, aquellos, tiempos convulsos para la monarquía hispánica. La rebelión de los Países Bajos, iniciada en época de Felipe II, se mantenía pujante tras la coronación de su hijo, Felipe III, en septiembre de 1598. Éste, entre sus primeras medidas, acuerda intensificar el bloqueo comercial al que se venía sometiendo a las provincias rebeldes desde el comienzo de la década. La respuesta de éstas no se haría esperar.
En los últimos días de mayo se reunió en el puerto de Flesinga, en la provincia de Zelanda, una impresionante flota compuesta por naves de los distintos Estados rebeldes. Unos 73 barcos, que transportaban alrededor de 12.000 hombres (4.000 tripulantes y 8.000 soldados), se hicieron a la mar el 28 de mayo, poniendo rumbo hacia las costas españolas, bajo el mando del almirante Pieter Van der Does. Tras sendas intentonas de atacar La Coruña y Sanlúcar de Barrameda, que fueron repelidas, las naves holandesas se encaminaron hacia Canarias, confiadas en que las islas estarían más desprotegidas.

Porque, ciertamente, las insuficientes defensas del archipiélago fueron una preocupación permanente durante toda la segunda mitad del siglo XVI, pero a pesar de que en sucesivas ocasiones fueron destinados hombres y recursos para el planeamiento y ejecución de nuevos baluartes defensivos, los avances resultaron escasos. Y eso que Canarias se había convertido en uno de los objetivos principales de los corsarios europeos, especialmente británicos, que buscaban entorpecer la actividad normal en unas islas estratégicas en las rutas de abastecimiento de la llamada carrera de Indias.
Por eso, cuando el sábado 26 de junio, con las primeras luces, los habitantes de Las Palmas vieron aparecer frente a sus costas las banderas naranjas, blancas y azules de la flota holandesa no debieron tardar en comprender la amenaza que se cernía sobre ellos. No en vano, hacía menos de cuatro años que habían hecho frente al ataque del afamado pirata inglés Francis Drake, que fue exitosamente repelido por las fuerzas de la ciudad. Sin embargo, la armada comandada por Van der Does triplicaba en número a la de Drake.
El desembarco
El tronar del primer disparo realizado desde el Castillo de La Luz fue la alarma que activó la movilización ciudadana. Los vigías de la ciudad ya habían encendido hogueras para alertar a los otros atalayas de la isla. Por entonces, la población de la ciudad rondaba las 5.000 personas, mientras que en toda la isla el número total no superaba los 15.000. Las modestas fuerzas de defensa se limitaban a una pequeña guarnición de personal a sueldo para la guarda de los castillos y alrededor de 1.500 milicianos, divididos en unas doce compañías, siete de las cuales conformadas por campesinos del interior de la isla, que podían tardar varias horas en acudir a la llamada de auxilio.
Con todo, el gobernador y capitán general de la isla, Alonso Alvarado, un experimentado militar que había prestado servicios en Flandes, Italia y Lepanto, pudo reunir a unos 900 milicianos y desplegar su sistema de defensa con una rapidez que sorprendió al propio Van der Does, que desconocía que en la isla tenían noticias de un posible ataque holandés desde hacía meses, gracias a los informes de los funcionarios españoles en Flandes. Alvarado optó por la misma estrategia que tan buenos resultados había dado contra Drake, distribuyendo a sus hombres a lo largo de la costa, protegidos por trincheras cavadas a tal efecto, con el propósito de impedir el desembarco.
Mientras tanto, el incesante cañoneo desde el Castillo de La Luz causaba daños de consideración en varias embarcaciones holandesas y contribuyó a frustrar los primeros intentos de desembarco de las tropas de Van der Does. Poco después, sin embargo, se detuvo el bombardeo desde la fortaleza de La Luz, facilitando las maniobras de las embarcaciones holandesas. Ese repentino alto el fuego desde el citado castillo es explicado, según fuentes holandesas, por el efecto moral que causó en los defensores la contundente réplica de la artillería atacante. La historiografía española, en cambio, achaca tan sorprendente decisión a la cobardía o, incluso, la traición del alcaide del castillo, el genovés Antonio Joven.
En aquellas circunstancias, pasado el mediodía, Van der Does fijó su atención en un punto de la costa, a la vista poco apropiado para un desembarco y, por ello, menos protegido. Cuando las lanchas holandesas se dirigen al punto elegido, Alvarado reacciona con presteza, desplazando hasta el lugar a sus hombres, con la esperanza de frustrar el objetivo del almirante. Allí se libra una cruenta batalla, que justificará que aquel lugar fuera bautizado como punta de La Matanza. Los defensores canarios se introdujeron en el agua para impedir a los atacantes saltar de sus lanchas. Uno de los soldados holandeses implicados en aquella operación, describió con crudeza lo allí acaecido: «Este fue un combate milagroso, pues al saltar al agua se produjo una gran confusión: nuestros mosquetes quedaron inutilizados por el agua, de forma que no pudimos usarlos; las lanzas estaban dispersas aquí y allá; nos encontrábamos rodeados de enemigos; las olas del mar nos daban por detrás de la cabeza como si quisieran tumbarnos; teníamos a los españoles ante nosotros: no había más remedio que batallar o ahogarse».
Van der Does fue herido y a punto estuvo de caer muerto ante el ataque del militar Cipriano de Torres, antes de que sus soldados acabaran con la vida del guerrero canario. También cayó herido, y posteriormente muerto, en este lance el capitán general Alonso Alvarado. Poco a poco, las fuerzas holandesas hacen valer su superioridad en armas y mejor preparación y acaban provocando el repliegue de los milicianos canarios, que se refugian tras las murallas de la ciudad.
La toma de la ciudad
Las siguientes horas, tras las murallas de Las Palmas de Gran Canaria, se viven momentos de un desorden dramático. La retirada de las milicias se había producido de forma caótica y, por momentos, las murallas de la ciudad quedaron desguarnecidas. Un testigo de lo acaecido denunciaría tiempo después que varios de los milicianos huyeron hacia las tierras del interior, al igual que «varios regidores y personas de caudal», mientras otros ciudadanos aprovechaban la confusión para dedicarse al pillaje. Con todo, Antonio Pamochamoso, que suple a Alvarado como gobernador, logra restaurar cierto orden, favorecido por la llegada de las milicias provenientes de las regiones norteñas de Guía y Galdar, que son destinadas a la defensa de la muralla. Al mismo tiempo, bajo la dirección del ingeniero Próspero Casola, se intenta fortificar el cerro de San Francisco, ante el temor a que las fuerzas invasoras realizaran a través del mismo un ataque envolvente.
Los defensores de la muralla, con la indispensable aportación del Castillo de Santa Ana, logran detener los intentos de avance holandés durante todo el día 27. A la mañana siguiente, sin embargo, los sitadores emplean contra las fuerzas canarias la artillería que habían obtenido de la toma del Castillo de La Luz. La efectividad del cañoneo enemigo hace cundir, paulatinamente, el desánimo entre los milicianos isleños. Finalmente, se acuerda el abandono de la posición. Los defensores evacuan la ciudad y toman los abruptos senderos que conducen hacia los pueblos del interior de la isla, como ya lo había hecho previamente la población civil, transportando las pocas propiedades que habían podido salvar. Cuando los hombres de Van der Does traspasan las murallas de la ciudad, con gran despliegue de banderas y estruendo de tambores, se encuentran con una ciudad totalmente vacía, «un espectro fantasmal», en palabras de Rumeu de Armas.

En los días sucesivos, los ocupantes tratan de hacer llegar a los habitantes de la isla una oferta de rendición por parte de Van der Does. El almirante de la escuadra holandesa demanda el pago inmediato de 400.000 ducados, el sometimiento de los canarios como vasallos a los Estados de Holanda y Zelanda y un tributo anual de 10.000 duros, en reconocimiento de la soberanía holandesa. Tales exigencias parecen sostener la tesis de que la invasión tenía como objetivo situar la isla de Gran Canaria bajo el dominio holandés. Como explica el investigador holandés Maurits Ebben, «a finales del siglo XVI, los neerlandeses se mostraban interesados en el comercio con la costa de Africa Occidental. Con este objetivo, se tomaron medidas con el apoyo de los Estados Generales para que se erigiese un fuerte que sirviese como centro de tráfico de mercancías africanas y puerto de escala para las flotas asiáticas […] La expedición de Van der Does, en parte, representaba otro intento de establecer una base neerlandesa en el tramo Atlántico de la ruta a las Indias Orientales». Este punto, no obstante, es aún hoy objeto de polémica, pues otros estudiosos descartan que los Países Bajos pudieran plantearse siquiera mantener el dominio de una isla tan alejada geográficamente, cuya defensa resultaría casi inviable.
Sea como fuere, las autoridades canarias se mostraron en todo momento reacias a aceptar las condiciones de Van der Does. Misivas sin respuesta o el envío de una comitiva negociadora para entrevistarse con el almirante no parecen sino muestras del interés de los isleños por retrasar un próximo enfrentamiento, para dar tiempo a los milicianos a reagruparse en el escenario elegido para proseguir la defensa. A su último mensaje el almirante holandés recibe por respuesta «que hiziere lo que quisiere que la gente de la isla se defendería».
La batalla de El Batán
La insolencia de los isleños hubo de exasperar a Van der Does, que, aún conociendo los riesgos que implicaba moverse por los senderos abruptos y desconocidos del interior de la isla, decide poner en marcha una partida de sus hombres para buscar y vencer a los guerreros canarios y hacerse con las riquezas que, según sospechaba, se habrían trasladado desde Las Palmas hacia la zona de La Vega (actuales municipios de Santa Brígida y San Mateo), donde se habían establecido las instituciones insulares.
Las milicias de la isla se habían concentrado en las alturas que dominan el camino que lleva de la capital de la isla hacia Santa Brígida. Desde allí, organizaban súbitas ofensivas contra los holandeses, de escaso calado, pero que servían para mantener una permanente sensación de inseguridad entre los invasores.
El 3 de julio, los vigías apostados por las fuerzas canarias detectan el movimiento de las tropas holandesas en dirección a La Vega. Entre 300 y 500 milicianos, según las distintas fuentes, se encuentran apostados en lo alto del Monte del Lentiscal, en el cerro conocido como El Batán. Desde aquel punto, a una altura próxima a los 500 metros, podían controlar los movimientos del enemigo sin ser vistos, mientras que el escenario, de abruptos caminos sobre profundos barrancos, presididos por frondosos bosquecillos, resultaba el ideal para atacar por sorpresa a un enemigo muy superior en número.
El avance holandés se veía dificultado por la dureza del camino, las altas temperaturas de aquella jornada y la escasez de agua, una vez que los canarios cortaron o enturbiaron las fuentes de agua que flanqueaban su paso. El comandante al frente de la expedición, que constaba de unos 2.000 hombres, ordenó que se adelantara una avanzadilla de 300 hombres, para explorar el terreno. Las milicias canarias rehuían el choque y seguían atrayendo a los holandeses hacia los intrincados caminos del Monte Lentiscal. En esta zona de espesa vegetación las fuerzas invasoras no podían proseguir el orden de su avance en formación y apenas contaban con margen para hacer uso de sus armas de fuego.
Fue entonces cuando el gobernador interino Pamochamoso ordenó al capitán Juan Martel Peraza enarbolar banderas y hacer redoblar tambores, con la idea de hacer creer a los holandeses que se enfrentaban a una fuerza numerosa y organizada. Por su parte, el capitán Pedro de Torres (hermano de Cipriano de Torres, el guerrero fallecido durante el desembarco holandés, tras herir a Van der Does) se situó junto a treinta de sus hombres a ambos lados del camino, atacando por los flancos, con lanzas y picas a las tropas holandesas, paralizadas por el miedo e incapaces de dar réplica ante un enemigo que asestaba su golpe y se retiraba con sorprendente rapidez, en un terreno que le resultaba muy familiar.
Cuando las fuerzas canarias redoblaron su embestida, los holandeses optaron por el repliegue y se precipitaron en una huída desordenada, mientras los perseguidores canarios iban causándoles cuantiosas bajas. El castigo sufrido dejó honda impresión en las fuerzas invasoras, como queda demostrado en el relato de un militar holandés, que, con profundo rencor, afirma que «bien pueden llamarse canarios o canes, según el nombre de las islas, pues Canaria no quiere decir sino perruno; son efectivamente tan veloces como los perros, y tan crueles y sanguinarios como el lobo salvaje o cualquier otra fiera».
Las fuertes pérdidas sufridas y el temor a que las fuerzas canarias -estimadas en mayor número de las que realmente eran- lanzaran un ataque para recuperar la ciudad de Las Palmas convencieron a Van der Does de la conveniencia de ordenar el reembarque de sus tropas, llevando como más destacado botín los cañones obtenidos en los distintos castillos y las campanas y el reloj de la Catedral. Antes de partir, el almirante holandés se permite una última venganza, ordenando el saqueo de la ciudad y el incendio de distintos edificios, como la propia Catedral y varios conventos y ermitas.
Las naves holandesas aún permanecerían varios días en la bahía de Las Palmas de Gran Canaria, mientras se arreglaban distintos desperfectos en las embarcaciones. Finalmente, el 8 de julio, las fuerzas de Van der Does levaron anclas y pusieron rumbo hacia la isla de La Gomera, donde prosiguieron su expedición ofensiva contra los intereses hispanos. Tras de sí, en la capital grancanaria, dejaron un rastro de daños valorados en unos 150.000 ducados; la reconstrucción de la ciudad se prolongaría durante cerca de 40 años.
Un balance éste que hace difícil alzar cantos de victoria al referirse a este trascendental episodio de la historia canaria. Pero como observa Rumeu de Armas, «son los hechos, con su espontánea y viril realidad, la misma desproporción entre los contendientes, lo que más enaltece tan memorable hazaña». Con su valerosa resistencia, las fuerzas insulares impidieron que la armada holandesa, la más impresionante fuerza invasora que jamás ha amenazado al archipiélago, pudiera saldar con éxito su empresa, quién sabe si sometiendo a Gran Canaria bajo el dominio holandés. De hecho, Ebben señala que en Holanda la campaña de Van der Does, que perdió más de 1.400 hombres en su asalto a la isla, fue considerada un fracaso rotundo, por lo que ha quedado relegada al olvido por la historiografía del país.
Fue, la victoria vencida que relató el poeta Bartolomé Cairasco de Figueroa, testigo directo de lo acontecido: «Pero también el año de noventa y nueve (que a quien Dios ama castiga) la saquearon diez mil, que casi ochenta naves saldrán de Holanda, su enemiga; más háralos huir con grande afrenta, matando mil soldados de la liga y algunos personajes de memoria, y así será vencida la victoria».
Para saber más
- Béthencourt Massieu, Antonio de (Coord.) (2001). IV Centenario del ataque de Van der Does a Las Palmas de Gran Canaria (1999). Las Palmas de Gran Canaria: Cabildo de Gran Canaria.
- Rodríguez Batllori, Antonio (1999). La gesta del Batán. IV centenario del ataque holandés a Gran Canaria. Madrid: Ministerio de Defensa, Secretaría General Técnica.
- Rumeu de Armas, Antonio (1991). Canarias y el Atlántico: piratería y ataques navales. Las Palmas de Gran Canaria: Cabildo de Gran Canaria.