El problema del hambre, tan antiguo como la propia humanidad, ha persistido hasta nuestros días, segando millones de vidas y dejando tras de sí un rastro desolador. Aunque da la sensación de que los gobiernos del mundo no se ponen de acuerdo para luchar contra este grave problema, afortunadamente existen cada vez más iniciativas y planes para acabar con él. Es evidente que queda mucho por hacer, aunque tal vez la mejor manera de afrontar la situación sea remontarnos a sus orígenes, conocer las raíces del problema y actuar en consecuencia.
Es por ello que resulta de gran utilidad del estudio de la historia del hambre, al que se han venido dedicando numerosas investigaciones en los últimos años, y gracias al cual podemos distinguir entre lo que llamamos «hambres tradicionales» y las hambres más recientes. La gran diferencia entre unas y otras es que las causas tradicionales del hambre fueron de índole climática o natural, mientras que en las últimas ha jugado un papel más determinante la acción humana, con episodios como las guerras y deportaciones. Para el caso que hoy nos ocupa, nos queremos centrar en la última de estas grandes «hambres tradicionales», que tuvo lugar en la Rusia de finales del siglo XIX.
Hasta el siglo XX, los grandes culpables del hambre fueron las malas cosechas, heladas, inundaciones y todo tipo de eventos climatológicos devastadores, como la famosa «Pequeña Edad de Hielo» del siglo XVII. Aunque debemos aclarar que a las malas cosechas se sumaron, con frecuencia, otro tipo de condicionantes como la ineficiente gestión de los recursos o determinadas decisiones políticas que agravaron la situación. Algo así ocurrió en la mayor parte de Rusia a partir de 1890, cuando una serie de malas cosechas puso en jaque al sistema zarista y causó estragos entre los millones de campesinos cuya frágil supervivencia dependía fundamentalmente de ella. Ese otoño tuvo lugar una gran helada prematura que congeló las tierras antes de que germinasen las plantas. A ello se sumó una primavera marcada por intensos vientos, y un verano especialmente seco, que trajo una suerte tan dispar como catastrófica a los habitantes de las regiones del Volga. Muchos de ellos huían del hambre, buscando refugio en las ciudades o en otras regiones. Otros recurrían a cualquier alimento que pudiesen llevarse a la boca, desde cortezas de árbol hasta lodo en casos más extremos. Los menos afortunados, fallecían por el hambre o enfermedades como el tifus o el cólera, arrojando un saldo de al menos medio millón de muertos en toda Rusia en apenas un año.
No cabe duda que esta hambre, como tantas otras hasta entonces, estaba causada por la naturaleza. Sin embargo, la actuación de las autoridades no fue precisamente brillante. Y es que su respuesta no fue otra que tratar de tapar el problema, de silenciar la tragedia, al tiempo que permitía a los comerciantes continuar exportando grano al exterior mientras millones de vidas pendían de un hilo ante la falta de alimentos. Sobre ello nos ofrece un interesante testimonio la carta enviada por el conde Vorontsov-Dashnov al zar en julio de 1891, advirtiéndole del fracaso de las cosechas de ese año y de las nefastas consecuencias que ello traería, y señalando la necesidad imperante de actuar decididamente ante esta situación.
Hacia finales de 1892, era bien conocido el mal que atenazaba a la mayoría de la población rusa, y ya había voces de la aristocracia que clamaban ante la injusta y negligente actuación llevada a cabo por el Zar. Una de ellas fue la de Alexandra Bogdanovich, dama de la nobleza de San Petersburgo que relataba cómo «la indignación está aumentando en todas partes» y denunciaba el hecho de que los ministros de Finanzas y Asuntos Interiores o el director del Departamento de Economía Estatal estuvieran haciendo todo lo posible por retrasar la prohibición de la venta de grano al exterior hasta terminar de cerrar sus operaciones con el extranjero.
Hasta entonces, la actitud pasiva e interesada de las autoridades condujo a un número cada vez mayor motines y rebeliones campesinas duramente reprimidas por el Ejército y ocultadas a la prensa internacional. El hambre se cernía sobre la mayoría de la población, empobrecida y cada vez más descontenta ante las arbitrariedades de un sistema en el que unos pocos privilegiados acaparaban la mayor parte de la producción y persistía en su estilo de vida ostentoso. Todo ello obligó a las autoridades a reconocer las dimensiones catastróficas de esta hambruna y a pedir ayuda al exterior en un momento en que la situación se hacía, a todas luces, insostenible. Como consecuencia de ello, empezó a llegar víveres y provisiones desde países como Estados Unidos, al tiempo que proliferaban movimientos solidarios por parte de los zemstvos, asambleas locales de autogobierno controladas por la aristocracia que llevaban a cabo tareas como el reparto de alimento entre la población. Fueron muchos los nobles y ciudadanos más acomodados que se unieron a este movimiento de solidaridad para con los damnificados de las malas cosechas, lo que nos permite ver el alcance de la tragedia y la consternación que provocó entre gran parte de aquellas clases más favorecidas.
El célebre novelista León Tolstói reflejaba perfectamente este sentimiento de culpa y remordimiento que albergaban determinados individuos acerca de todo lo que estaba ocurriendo, culpando de ello a unas élites sociales soberbias y desligadas del pueblo. Los pecados de toda la sociedad, entre la que él mismo se incluía, eran la causa de este mal, y el único camino posible pasaba, según sus palabras, por «cambiar nuestras vidas y destruir los muros». En una línea similar, aunque más condicionado por su origen campesino, Sergei Semyonov denunciaba el enorme contraste ofrecido por una población campesina abocada a la precariedad, la pobreza y el hambre; y una selecta aristocracia que mantenía sus hábitos de vida, celebrando fastuosos banquetes y cacerías en sus grandes mansiones en tiempos en los que para tantos otros, poder comer algo a lo largo del día era todo un milagro.
No menos ilustrativo resulta el testimonio de Antón Chéjov, prolífico escritor y médico que exponía, a través de su correspondencia, las dificultades a las que había de hacer frente para tratar enfermedades como el cólera entre el campesinado. Su discurso no estaría exento de un cierto tono crítico, al señalar la falta de medios y de personal para afrontar esta tarea, pero también ofrece su propia visión de los campesinos, a los que retrataba como pacientes desconfiados y algo difíciles de tratar. Sin embargo, argumentaba que su pasión por la medicina y por ayudar a los demás compensaban todos los contratiempos posibles. Aunque quizás lo más interesante sea precisamente esa detallada descripción de los habitantes del campo ruso, que podemos reconstruir gracias a su relato Los Campesinos, publicado hacia 1897, poco después de la gran hambruna. En él, uno de los personajes protagonistas afirmaba que «era terrible vivir entre los campesinos… Y sin embargo, eran seres humanos […] Al fin y al cabo, su suerte era bien triste: trabajo duro […], inviernos crueles, malas cosechas, viviendas angostas[…] y ni el menor socorro».
En definitiva, el hambre rusa de 1891-1892, además de suponer la última de las grandes «hambres tradicionales» que habían azotado a la humanidad desde tiempos inmemoriales; representa un gran ejemplo de cómo los poderes políticos y la acción humana pueden agravar aún más los efectos del hambre. Pero, al mismo tiempo, muestra cómo las situaciones de mayor necesidad pueden conducir, en ocasiones, a iniciativas de solidaridad y compromiso social. Lo que vemos en la Rusia de finales del siglo XIX es una sociedad profundamente marcada por la desigualdad, con unas élites aristocráticas privilegiadas y una inmensa mayoría campesina condenada a la precariedad y a merced de las inclemencias de la naturaleza y la sombra acechante del hambre. Sin embargo, la preocupación y el compromiso de parte de estas élites, así como la movilización internacional en ayuda de los más necesitados, muestran la otra cara de la moneda: Mientras unos ponían sus intereses económicos por encima de las necesidades vitales de la mayor parte de la población, otros muchos se hacían cada vez más conscientes de las limitaciones de un sistema caduco y obsoleto y de la necesidad de introducir importantes cambios y transformaciones a nivel político y social.
Como sabemos, unas décadas después, estas demandas se materializarían, y la transformación social sería una realidad. Sin embargo, a pesar de los numerosos cambios que introdujo la Revolución Rusa, ninguno de ellos se tradujo en la erradicación del hambre, cuyo fantasma seguía al acecho, incluso con mayor fuerza. Las «hambres tradicionales» habían quedado en el pasado, pero no el fenómeno en sí. Lo que cambiarían a partir de entonces serían las causas, cobrando un papel especialmente relevante la acción humana por encima de las condiciones climatológicas. Al devastador efecto de los reveses de la naturaleza sucederían fenómenos como las guerras o la galopante desigualdad que aún en nuestros días arroja un panorama nada esperanzador. Distintos escenarios, causas y protagonistas, aunque un mismo guion, y una experiencia de la que hoy podríamos, y deberíamos, extraer importantes enseñanzas de cara al futuro.
Fuentes
Salrach, J. M. (2012) El hambre en el mundo. Pasado y Presente. Valencia: Universitat de València
Chéjov, A (1920) Los Campesinos: Novelas Cortas., Madrid: Calpe