Corrían los primeros días de agosto del año 410 d. C. cuando las tropas visigodas comandadas por Alarico I entraban en Roma, llevando a cabo un saqueo que traumatizó de manera irreversible a la población de la capital del que antaño fuera el mayor Imperio conocido y sede del cristianismo desde los últimos días de Constantino I. Aquellos acontecimientos produjeron una gran conmoción en la conciencia colectiva, y el hecho de que los bárbaros invadiesen la capital del Imperio, arrasando con todo a su paso, difundieron el pánico y la creencia de que la decadencia se había apoderado de la sociedad y que el mundo que habían conocido nunca volvería a ser el mismo.
En realidad, el saqueo como tal fue mucho menor de lo que se creía, y lejos de la visión más tradicional en la que vemos a los visigodos destrozar Roma sin ningún control, lo cierto es que fue más bien lo simbólico de dicho acto lo que hizo que los propios romanos lo sobredimensionaran y empezaran a cuestionarse cómo se había llegado a tal situación.
Suele ocurrir que en tiempos difíciles se disparan las acusaciones y enfrentamientos internos, y que la incertidumbre conduce inexorablemente a la búsqueda de respuestas. Es así como podemos entender que, para explicar el estado de decadencia que los romanos creían haber alcanzado, muchos de ellos decidieran señalar al cristianismo como principal responsable de los males del Imperio. Y es que hacía relativamente poco tiempo que el dios cristiano había desplazado de manera oficial al panteón romano antiguo, lo que llevó a muchos de estos paganos a pensar que sus dioses los habían abandonado a su suerte.
Para responder a estas acusaciones, los autores cristianos empezaron a señalar en la otra dirección, argumentando que precisamente la culpa de todo la tenían las creencias, prácticas y rituales tradicionales de Roma, aunque también señalaron otra serie de vicios y desviaciones morales como la corrupción, las luchas políticas internas y la vida desenfrenada de los últimos emperadores.
Entre toda esta producción, tuvo gran repercusión la obra del obispo de Hipona (en la antigua Cartago), de nombre Agustín y posteriormente canonizado por la Iglesia Católica. El que fuera considerado uno de los grandes pensadores de la época escribiría entre los años 412 y 416 una monumental obra en 22 libros titulada La Ciudad de Dios contra los paganos, en la que llevaría a cabo la gran defensa del cristianismo y pondría de relieve la contraposición entre éste y el paganismo. El eje central en torno al cual gira su obra es precisamente la dualidad entre lo que llama la «Ciudad de Dios», representada por el cristianismo y sus valores espirituales; y la «Ciudad Pagana» en la que campan a sus anchas vicios y pecados más propios del mundo terrenal:
«Dos amores han fundado dos ciudades: el amor a uno mismo, la terrenal; y el amor a Dios, la celestial»
Para San Agustín, la entrada de los visigodos en Roma es un síntoma de la mezcla de ambos mundos, de la irrupción de los males de la sociedad y la política romana en los asuntos religiosos, por lo que considera que la solución debía pasar por su separación, algo que sólo llegaría con el Juicio Final:
«Las dos ciudades, en efecto, se encuentran mezcladas y confundidas en esta vida terrestre, hasta que las separe el juicio final. Exponer su nacimiento, su progreso y su final, es lo que voy a intentar hacer, con la ayuda del cielo y para gloria de la Ciudad de Dios, que hará vivo el resplandor de este contraste».
Y efectivamente, el relato que despliega trata de señalar cómo las antiguas creencias de los romanos, unidas a la una desviación moral y pérdida de valores, habían arrastrado a la población hacia los lodos de la corrupción y el desastre. Contra aquellos que defendían que el saqueo de Roma era un castigo divino, Agustín de Hipona argumentaba que la falta de protección por parte de estos dioses no hacía sino poner de manifiesto la falsedad de estos ídolos y el poder del único y verdadero Dios, que había salvado a sus creyentes e incluso a muchos de los que no lo eran. Además, reforzaba su mensaje el hecho de que los propios visigodos respetaran los templos cristianos durante el saqueo de 410 d.C., algo que se explica por el hecho de que la mayoría de pueblos bárbaros profesaban el cristianismo o alguna de las corrientes derivadas de éste.
Por lo tanto, de sus palabras podemos extraer por primera vez la necesidad de separar el mundo terrenal y político de la esfera religiosa y espiritual, de desligar la Ciudad de Dios de la decadente sociedad pagana que había traído la ruina a un imperio cuya grandeza no había residido en su sistema de creencias tradicional sino precisamente en su sustitución por el cristianismo como religión oficial. La desviación del modo de vida y la ética cristiana sería la causa principal del colapso de éste, de manera que las raíces del problema se hundirían en la propia sociedad y sus tradiciones y creencias ancestrales, y no en la creencia en el dios cristiano.
Como podemos comprobar, la visión de Agustín de Hipona respondía a las grandes preocupaciones de sus contemporáneos, que compartían la visión del saqueo de Roma como señal inequívoca de la caída del gran Imperio de la Antigüedad, una visión que se generalizaría sobre todo en la zona Oriental del éste, donde el temor a que ocurriera lo mismo en Constantinopla llevó a exagerar las dimensiones de dicho episodio. Los ecos del verano en que ardió la Ciudad Eterna resonaron durante muchos años y condujeron no sólo a la creencia de que el mundo romano había entrado en decadencia, sino a la necesidad de buscar causas y responsables y de redefinir el sistema político y religioso de toda Europa.
Hoy sabemos que el saqueo de Roma por los visigodos no fue tan feroz y desproporcionado como nos cuentan la mayor parte de testimonios escritos de la época, pero el estudio de este tipo de fuentes nos permite entender un poco mejor la repercusión que tuvo dicho acontecimiento en la sociedad de aquellos momentos y las generaciones que las sucederían, de cuya memoria difícilmente se borraría la imagen de la devastación de la capital del mundo.